«Al final creo que todo es una mentira. No podemos predecir cómo actúa esta gente. Sólo podemos reaccionar. Y en última instancia, eso significa que básicamente somos inútiles. Generamos buenos titulares y Hollywood hace buenas películas sobre nosotros, pero nada más.»
Rachel era entonces novata en la unidad. Estaba cargada de ideales, planes y fe.
Pasó los siguientes treinta minutos tratando de convencer a Backus de lo contrario. Se sintió avergonzada por el recuerdo del esfuerzo y por las cosas que le había dicho a un hombre de quien más tarde sabría que era un asesino.
– ¿Puedo ir ahora a las otras tiendas? -preguntó Rachel.
– Claro -dijo Dei-. Lo que quieras.
12
Era tarde y las baterías del barco estaban empezando a agotarse. Las luces en la litera del camarote de proa se iban atenuando progresivamente. O al menos eso me pareció. Quizás eran mis ojos los que comenzaban a apagarse. Había pasado siete horas leyendo los expedientes de casos que McCaleb guardaba en cajas en,la litera superior. Había llenado mi libreta hasta la última página y después le había dado la vuelta y había empezado a estudiarla de atrás adelante.
La entrevista de la tarde había resultado tranquila, pero inútil. El último cliente de McCaleb había sido un hombre llamado Otto Woodall, que vivía en un lujoso condominio, detrás del fabuloso casino de Avalon. Hablé con él durante una hora, y me repitió más o menos la misma historia que ya conocía por Buddy Lockridge. Woodall, que tenía sesenta y seis años, confirmó todos los aspectos del viaje que me interesaban. Explicó que abandonó el barco durante la escala en México y que pasó tiempo con mujeres que conocía allí. No se mostró avergonzado en absoluto. Su esposa había ido todo el día de compras al continente y aparentemente no le importaba mostrarse franco. Me dijo que estaba jubilado del trabajo, pero no de la vida. Todavía tenía necesidades propias de un hombre. Abandoné esa línea de interrogatorio y me centré en los últimos momentos de la vida de Terry McCaleb.
Las observaciones y los recuerdos de Woodall coincidían con los de Buddy en todos los detalles importantes. Woodall también confirmó que al menos en dos momentos específicos del viaje había visto a McCaleb tomar sus medicamentos, tragando las pastillas y los líquidos acompañados de zumo de naranja.
Tomé notas, pero sabía que éstas no serían necesarias. Tras una hora le di las gracias a Woodall por dedicarme su tiempo y lo dejé con su vista de la bahía de Santa Mónica y la nube de contaminación que se alzaba en el continente.
Buddy Lockridge estaba esperándome enfrente en un coche de golf que yo había alquilado. Todavía le estaba dando vueltas a mi decisión de última hora de entrevistar a Woodall sin él. Me había acusado de utilizarlo para conseguir la entrevista con Woodall. En eso tenía razón, pero mi radar ni siquiera captaba sus quejas y preocupaciones.
Circulamos en silencio hasta el muelle y devolví el coche de golf. Le dije a Buddy que podía poner rumbo a casa, porque yo iba a estar ocupado el resto del día y por la noche leyendo los archivos. El se ofreció a ayudar mansamente, pero le respondí que ya me había ayudado suficiente. Observé cómo se alejaba cabizbajo hacia el muelle del transbordador. Todavía no estaba seguro de Buddy Lockridge. Sabía que tenía que pensar en él.
Cogí un taxi acuático hasta el Following Sea porque no quería hacer el tonto con la Zodiac. Llevé a cabo una rápida inspección del camarote principal -sin encontrar nada destacable- y pasé al camarote de proa.
Me fijé en que Terry tenía un reproductor de discos compactos en el camarote reconvertido en oficina. Su pequeña colección de música era básicamente de blues y de rock and roll de la década de 1970. Puse un disco más reciente de Lucinda Williams titulado World Witbout Tears y me gustó tanto que dejé que se reprodujera una y otra vez durante las siguientes seis horas. La voz de la mujer tenía una cadencia prolongada y eso me gustaba. Para el momento en que la potencia eléctrica empezó a escasear en el barco y apagué la música, había memorizado inconscientemente las letras de al menos tres canciones que podría cantarle a mi hija la siguiente vez que la acostara.
En la oficina de McCaleb, lo primero que hice fue volver a su ordenador y abrir la carpeta llamada «Perfiles».
Apareció una lista de seis archivos cuyos nombres eran fechas correspondientes a los últimos dos años. Los abrí en orden cronológico y descubrí que cada uno de ellos era un perfil forense del sospechoso de un caso de asesinato. Cada perfil, escrito en el estilo clínico y sin adornos del profesional, arrojaba conclusiones acerca de un asesino basadas en detalles concretos de la escena del crimen. Esos detalles dejaban claro que McCaleb había hecho algo más que limitarse a leer artículos de diario. Resultaba obvio que había tenido acceso completo a las escenas de los crímenes, ya fuera en persona o, más probablemente, mediante fotos, vídeos y notas de los investigadores. Para mí estaba muy claro que éstos no eran trabajos de práctica realizados por un profesional que echaba de menos la profesión y quería mantenerse en forma. Eran la labor de un investigador invitado a participar. Todos los casos correspondían a jurisdicciones de pequeños departamentos de policía del oeste. Supuse que McCaleb había tenido noticia de los casos a través de los informativos y que simplemente se había ofrecido voluntario para colaborar con el departamento de policía que se ocupaba del caso. Aceptada la oferta, probablemente le enviaban la información de la escena del crimen y él se ponía a analizarla a fin de elaborar un perfil. Me pregunté si su notoriedad le había ayudado o bien le había entorpecido a la hora de ofrecer su talento. ¿Cuántas veces le habrían dicho que no para ser aceptado en estas seis ocasiones?
Cuando lo aceptaban, probablemente trabajaba en los casos desde el escritorio al que me hallaba sentado, sin dejar el barco en ningún momento. Y sin pensar que su mujer conocía al detalle lo que él estaba haciendo.
Sin lugar a dudas, cada perfil le había llevado una buena cantidad de tiempo y atención. Estaba empezando a entender cada vez más por qué Graciela había dicho que se había convertido en un problema en su matrimonio., Terry no podía trazar una línea. No podía renunciar. Este trabajo de elaboración de perfiles era un testamento no sólo de su dedicación a su misión como investigador, sino también de su punto ciego como marido y padre.
Los seis perfiles procedían de casos de Scottsdale, Arizona; Henderson, Nevada; y de las cuatro localidades californianas de La Jolla, Laguna Beach, Salinas y San Mateo. Dos eran asesinatos de niños y los otros cuatro muertes relacionadas con agresiones sexuales con tres mujeres y un hombre como víctimas. McCaleb no había establecido vínculos entre ellos. Estaba claro que se trataba simplemente de casos separados que habían captado su atención en los últimos dos años. No había indicación en ninguno de los archivos de que el trabajo de Terry hubiera resultado útil ni de que alguno de los casos se hubiera resuelto. Anoté los datos principales de cada uno de ellos en mi libreta con la idea de conectar con los departamentos para comprobar el estado de cada investigación.
Era una oportunidad remota, pero seguía siendo posible que alguno de esos perfiles hubiera desencadenado la muerte de McCaleb. No era una prioridad, pero necesitaría comprobarlo.
Habiendo concluido con el ordenador por el momento, dirigí mi atención a las cajas de archivos almacenadas en la litera superior. Una a una las fui bajando hasta que no quedó espacio en el suelo del camarote de proa. Descubrí que contenían una mezcla de casos tanto resueltos como sin resolver. Pasé la primera hora simplemente ordenándolos y apartando los abiertos sin resolver, pensando que si la muerte de Terry estaba relacionada con un caso, entonces sería con uno en el cual el sospechoso seguía en libertad. No había motivo para que estuviera trabajando o revisando un caso cerrado.