– Graciela, siento mucho llegar tarde. Me retrasé en la Diez con todo el tráfico de la mañana.
– No se preocupe. Casi lo estaba disfrutando. Hay mucha tranquilidad por la mañana.
Abrí la puerta con mi llave, pero cuando la empujé se encalló con el correo acumulado en el suelo, en la parte de dentro. Tuve que agacharme y meter la mano por detrás para apartar los sobres y abrir.
Me levanté y, al volverme hacia Graciela, extendí el brazo hacia la casa. Ella pasó a mi lado y entró. Yo no sonreí, dadas las circunstancias. No la había vuelto a ver desde el funeral. En esta ocasión parecía apenas un poco mejor, pero el dolor de la pérdida todavía se aferraba a sus ojos y a las comisuras de la boca.
Cuando pasó junto a mí en la estrecha entrada del vestíbulo olí una fragancia a naranja dulce que recordaba del funeral, del momento en que le había sujetado una mano con las mías, le había dicho cuánto lo lamentaba y le había ofrecido mi ayuda si de algún modo la necesitaba. En aquella ocasión ella vestía de negro. Esta vez llevaba un vestido suelto con estampado de flores que combinaba mejor con el perfume. Le señalé la sala de estar y la invité a sentarse en el sofá. Le pregunté si quería tomar algo, aunque sabía que no tenía nada en la casa con lo que responder, salvo probablemente un par de botellas de cerveza y agua del grifo.
– No, gracias, señor Bosch.
– Por favor, llámeme Harry. Nadie me llama señor Bosch.
Esta vez traté de sonreír, pero no dio resultado con ella. Y no sé por qué esperaba que lo diera. Había pasado mucho en la vida. Recordé la película. Y ahora esta última tragedia. Me senté en la silla de enfrente del sofá y esperé. Ella se aclaró la garganta antes de hablar.
– Supongo que se estará preguntando por qué necesitaba hablar con usted. No fui muy comunicativa por teléfono.
– No importa -dije-, pero sentí curiosidad. ¿Hay algún problema? ¿Qué puedo hacer por usted?
Ella asintió con la cabeza y se miró las manos, que sostenían un bolsito bordado con cuentas negras. Parecía algo comprado para el funeral.
– Algo va muy mal y no sé a quién recurrir. Conozco lo suficiente por Terry, me refiero a que sé cómo trabajan, para saber que no puedo acudir a la policía. Todavía no. Además, ya vendrán ellos a verme. Pronto, supongo. Pero hasta entonces, necesito alguien en quien pueda confiar, que me ayude. Puedo pagarle.
Inclinándome hacia delante, puse los codos en las rodillas y junté las manos. Sólo la había visto en esa ocasión, en el funeral. Su marido y yo habíamos estado próximos en una ocasión, pero no en los últimos años, y ya era demasiado tarde. No sabía de dónde provenía la confianza de la que hablaba.
– ¿Qué le contó Terry para que confíe en mí? Para que me haya elegido. Usted y yo ni siquiera nos conocemos, Graciela.
Ella asintió con la cabeza como si se tratara de una buena pregunta y una apreciación justa.
– En un momento de nuestro matrimonio Terry me contó todo de todo. Me habló del último caso que investigaron juntos. Me contó lo que ocurrió y cómo se salvaron la vida mutuamente. En el barco. Eso me hace pensar que puedo confiar en usted.
Asentí.
– En una ocasión me contó algo que recordaré siempre -agregó-. Me dijo que había cosas de usted que no le gustaban y con las que no estaba de acuerdo. Creo que se refería a su forma de actuar. Pero añadió que si de entre todos los policías y agentes que había conocido y con los que había trabajado tenía que elegir a alguien para investigar un asesinato, lo elegiría a usted. Con los ojos cerrados. Dijo que lo elegiría porque no se rendiría.
Sentí una tirantez en torno a los ojos. Era casi como si pudiera oír a Terry McCaleb diciéndolo. Le hice una pregunta, a pesar de que ya conocía la respuesta.
– ¿Qué quiere que haga?
– Quiero que investigue su muerte.
3
Por más que ya sabía qué era lo que ella me iba a pedir, las palabras de Graciela McCaleb me intrigaron. Terry McCaleb había muerto en su barco un mes antes. Había leído la noticia en el Las Vegas Sun. Se publicó en los periódicos por la película: un agente del FBI recibe un trasplante de corazón y después descubre al asesino de su donante. Era una historia para Hollywood y Clint Eastwood fue el protagonista, aunque era un par de décadas mayor que Terry.
La película cosechó a lo sumo un éxito modesto, pero aun así dio a Terry la clase de notoriedad que garantizaba un obituario en los periódicos de todo el país. Yo acababa de volver a mi apartamento cerca del Strip una mañana y cogí el Sun. La muerte de Terry era un breve en la parte de atrás de la sección A.
Me sacudió un profundo temblor al leerlo. Me sorprendió, pero tampoco tanto. Terry siempre me había parecido un hombre que disfrutaba de un tiempo prestado. No había nada sospechoso en lo que leí entonces ni en lo que oí después cuando asistí al funeral en la isla de Catalina. Había sido su corazón -su nuevo corazón- el que había fallado. Le había dado seis buenos años, más que el promedio nacional para un paciente trasplantado de corazón, pero finalmente había sucumbido a los mismos factores que habían destruido el original.
– No lo entiendo -le dije a Graciela-. Estaba en el barco, en una excursión de pesca, y se derrumbó. Dijeron que… fue su corazón…
– Sí, fue su corazón -dijo ella-, pero han surgido novedades. Quiero que lo investigue. Sé que está retirado de la policía, pero Terry y yo vimos en las noticias lo que pasó aquí el año pasado.
Graciela paseó la mirada por la sala e hizo un gesto con las manos. Se refería a lo que había ocurrido en mi casa un año antes, cuando mi primera investigación tras mi retiro había terminado en un baño de sangre.
– Sé que todavía está investigando cosas -dijo-. Terry era igual. No podía dejarlo. Algunos son así. Cuando vimos en las noticias lo que pasó aquí, fue cuando Terry dijo que le escogería si tuviera que elegir a alguien. Creo que lo que me estaba diciendo era que si alguna vez le ocurría algo a él, debería acudir a usted.
Asentí y miré al suelo.
– Dígame cuáles son esas novedades que han surgido y le diré lo que puedo hacer.
– ¿Tenía un vínculo con él?
Asentí de nuevo.
– Cuénteme.
Ella se aclaró la garganta, se acercó hasta el borde del sofá y empezó a explicarse.
– Soy enfermera. No sé si vio la película, pero me convirtieron en camarera en el cine. Eso no está bien. Soy enfermera. Sé de medicina y conozco el funcionamiento de los hospitales.
No dije nada para detenerla.
– La oficina del forense hizo una autopsia a Terry. No había signos de nada inusual, pero decidieron proceder con la autopsia a petición del doctor Hansen, el cardiólogo de Terry, porque él quería ver si podía descubrir qué había fallado.
– Entiendo -dije-. ¿Qué encontraron?
– Nada. Me refiero a que no encontraron nada criminal. El corazón simplemente dejó de latir… y él murió. Ocurre. La autopsia reveló que los músculos de las paredes cardiacas estaban haciéndose más delgados. Cardiomiopatía. El organismo de Terry estaba rechazando el corazón. Tomaron las muestras de sangre habituales y eso fue todo. Me entregaron el cuerpo. Terry no quería ser enterrado, siempre me dijo eso. Así que lo cremaron en Griffin y Reeves, y después del servicio fúnebre Buddy nos llevó a los niños y a mí en el barco e hicimos lo que Terry nos había pedido. Soltamos las cenizas en el océano. Fue muy privado. Fue bonito.
– ¿Quién es Buddy?
– Ah, es el hombre con el que trabajaba Terry en el negocio de las excursiones. Su compañero.