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Al añadir el dato en la cronología me fijé en que había sido el día anterior a la denuncia de robo del GPS del Following Sea. Eso significaba que probablemente fue el mismo día en que fue robado. El vigilante de las fotos había estado en el ferry con Graciela en el regreso a la isla. ¿Podía ser el mismo que se coló a bordo del Following Sea esa noche y se llevó el dispositivo? En tal caso, ¿por qué? Y en tal caso, ¿podía haber sido la noche en que manipularon las medicinas de Terry McCaleb y cambiaron las cápsulas reales por placebos?

Rodeé las letras GPS en la cronología. ¿Cuál era el significado de ese dispositivo y de su robo? Me pregunté si no estaba poniendo demasiado énfasis en eso. Quizá la teoría de Buddy Lockridge era la correcta y el dispositivo simplemente había sido robado por Finder, un competidor. Podría no tener mayor importancia, pero la proximidad con la vigilancia de Graciela en el centro comercial me hacía pensar lo contrario. Mi instinto me decía que existía una conexión. Simplemente todavía no la conocía.

A pesar de ello, sentía que me estaba acercando. La cronología era muy útil para permitirme ver las conexiones y la oportunidad de las cosas. Todavía había que añadir más, y recordé que había previsto llevar a cabo un seguimiento de las llamadas telefónicas a Las Vegas esa mañana. Abrí el móvil y comprobé el estado de la batería. No había podido recargarlo en el Following Sea. Me estaba quedando sin energía. Posiblemente tenía para una llamada más a lo sumo. Marqué el número de la unidad de personas desaparecidas de la policía de Las Vegas. Pasaron la llamada y pregunté por el detective Ritz. Me tuvieron casi tres minutos en espera, durante la cual el teléfono empezó a pitar cada minuto para avisarme de que se me acababa la batería.

– Soy el detective Ritz, ¿en qué puedo ayudarle?

– Detective, me llamo Bosch. Soy agente retirado del Departamento de Policía de Los Ángeles. Trabajaba en homicidios. Estoy haciendo un favor a una amiga. Su marido falleció el mes pasado y yo estoy ordenando sus cosas. Me he encontrado con una carpeta en la que estaba su nombre y su número y un artículo de periódico de uno de sus casos.

– ¿Qué caso?

– Los seis hombres desaparecidos.

– ¿Y cuál es el nombre del marido de su amiga?

– Terry McCaleb. Fue agente del FBI. Trabajaba…

– Ah, él.

– ¿Lo conocía?

– Hablé con él por teléfono una vez. Eso no es conocerle.

– ¿Hablaron de los hombres desaparecidos?

– Mire, ¿cómo me ha dicho que se llama?

– Harry Bosch.

– Bueno, escuche, Harry Bosch, no le conozco y no sé lo que está haciendo, pero no acostumbro a hablar de casos abiertos por teléfono con desconocidos.

– Puedo ir a verle.

– Eso no cambiaría las cosas.

– Sabe que ha muerto, ¿verdad?

– ¿McCaleb? Oí que había tenido un ataque al corazón y que estaba en su barco y nadie llegó a tiempo. Suena estúpido. ¿Qué hace un tío con un corazón trasplantado a veinticinco millas, en medio de ninguna parte?

– Ganarse la vida, supongo. Mire, han surgido algunas cosas al respecto y estoy comprobando en qué andaba Terry en ese momento. Para ver si podía haber atraído el ojo de alguien, si me explico. Lo único que quiero…

– De hecho, no se explica. ¿Está hablando de vudú? ¿Alguien le echó una maldición y le dio un ataque al corazón? Estoy bastante ocupado, Bosch. Demasiado ocupado para chorradas. Los tipos retirados creen que estamos tan aburridos que tenemos todo el tiempo del mundo para dedicarlo a sus teorías de vudú. Pues, ¿sabe qué?, no es así.

– ¿Es eso lo que le dijo a él cuando llamó? ¿No quiso escuchar su teoría o su perfil sobre el caso? ¿Lo llamó vudú?

– Mire, señor, ¿para qué sirve un perfil? Esas cosas no reducen nada. Son una estupidez y eso es lo que le dije y eso…

Su última palabra quedó cortada por el bip de advertencia de mi móvil.

– ¿Qué ha sido ese pitido? -preguntó-. ¿Está grabando esto?

– No, es el aviso de batería baja de mi móvil. ¿Terry no fue allí a hablar con usted de esto?

– No. Creo que en lugar de hacerlo fue corriendo al periódico. Típica maniobra federal.

– ¿Hubo un artículo sobre su opinión de esto en el Sun?

– Yo no lo llamaría así. Creo que ellos también pensaron que era descabellado.

La frase revelaba una falsedad. Si Ritz pensaba que la teoría de McCaleb era descabellada, tenía que haberla escuchado antes de hacer semejante juicio. Creo que revelaba que Ritz había discutido el caso con McCaleb, posiblemente a fondo.

– Permítame que le haga una última pregunta y le dejaré en paz. ¿Terry mencionó algo de una teoría del triángulo? ¿Algo de que un punto da tres? ¿Entiende algo de esto?

La risa que oí al otro lado del teléfono no era agradable. Ni siquiera era afable.

– Eso han sido tres preguntas, Bosch. Tres preguntas, tres lados de un triángulo, tres strikes y está…

El teléfono se quedó sin batería.

– Eliminado -dije, completando el símil de partido de béisbol de Ritz.

Sabía que eso significaba que no iba a responder a mi pregunta. Cerré el teléfono y me lo guardé otra vez en el bolsillo. Tenía un cargador en el coche. Pondría otra vez a punto el teléfono en cuanto llegara a la bahía de Santa Mónica. Todavía podía hablar con la periodista del Sun, pero seguramente no tendría ninguna otra conversación con Ritz.

Me levanté y caminé hasta la popa para refrescarme con el aire frío de la mañana. En la distancia, Catalina era ya sólo una roca dentada gris que sobresalía entre la niebla. Habíamos recorrido más de la mitad de la travesía. Oí que una niña le gritaba a su madre «¡Allí!», y yo seguí la dirección del dedo y vi un grupo de marsopas que emergían del agua en la estela del barco. Habría una veintena y la popa no tardó en llenarse de gente y de cámaras. Creo que incluso algunos de los isleños salieron a mirar. Las marsopas eran hermosas, con su piel gris brillando como plástico en la luz de la mañana. Me pregunté si sólo se estaban divirtiendo o habían confundido el transbordador con un pesquero y esperaban alimentarse con los desechos de la captura del día.

Pronto el espectáculo ya no bastó para mantener la atención general y los pasajeros regresaron a sus posiciones anteriores. La niña que había gritado la voz de alerta permaneció en la borda observando, y lo mismo hice yo, hasta que las marsopas finalmente abandonaron la estela y desaparecieron en el mar azul negruzco.

Entré y saqué otra vez la carpeta de McCaleb. Releí todo lo que él y yo habíamos escrito. No surgió ninguna idea nueva. Después miré las fotos que había impreso la noche anterior. Había mostrado a Graciela las instantáneas del hombre llamado Jordán Shandy, pero ella no lo reconoció y me lanzó más preguntas que respuestas sobre él, preguntas que todavía no quería intentar responder.

A continuación, repasé el extracto de la tarjeta de crédito y la factura del teléfono. Ya los había mirado en presencia de Graciela, pero quería revisarlos más concienzudamente. Presté una mayor atención al final de febrero y el principio de marzo, fechas de las que Graciela aseguraba que su marido había estado en el continente. Por desgracia, no había ninguna adquisición con tarjeta de crédito ni llamada de teléfono hecha desde su móvil que me revelara dónde había estado. Era casi como si no hubiera querido dejar ningún rastro.

Al cabo de media hora, el barco atracó en el puerto de Los Ángeles y fondeó junto al Queen Mary, un crucero permanentemente amarrado y convertido en hotel y centro de convenciones. Mientras recorría el aparcamiento hacia mi coche, oí un grito. Al volverme, vi a una mujer que rebotaba y se bamboleaba cabeza abajo en el extremo de una cuerda elástica que se extendía desde una plataforma de salto en la popa del Queen Mary. Tenía los brazos apretados al torso y me di cuenta de que no había gritado por miedo o por la descarga de adrenalina causada por la caída libre, sino porque al parecer su camiseta había amenazado con pasarle por los hombros y la cabeza, exponiéndola a la multitud que se agolpaba junto a la barandilla del crucero.