Puse el héroe de plástico en el compartimento y lo cerré. Me incliné más todavía para poder llegar al fondo de la guantera abierta.
– Eh, ¿quiere que le acompañe? Quizá pueda ayudar.
– No, gracias, Buddy. Me voy ahora mismo.
– Cielos, puedo estar listo en cinco minutos. Sólo he de poner algo de ropa en una bolsa.
En la guantera vi otro juguete de plástico y los manuales de funcionamiento del coche. También había una caja que contenía una cinta llamada The Tin Collectors. No había nada más. La parada se estaba convirtiendo en un retraso. Lo único que estaba consiguiendo era que Buddy insistiera en ser mi compañero. Me estiré para salir del coche y miré a Lockridge.
– No, gracias, Buddy. Trabajo solo.
– Eh, yo ayudé a Terry, tío. No fue como en la peli donde me convirtieron en el cerdo que…
– Sí, sí, ya lo sé, Buddy. Ya me lo contó. No tiene nada que ver con eso. Simplemente trabajo solo. Incluso con los polis. Así era entonces, y así soy ahora.
Pensé en algo y volví a inclinarme hacia el coche, comprobando el parabrisas del lado del pasajero en busca de la pegatina que había visto en la foto de Zzyzx Road en el ordenador de McCaleb.
No había pegatina ni nada semejante en la esquina inferior del parabrisas. Era otra confirmación de que McCaleb no había tomado la foto.
Salí del coche, lo rodeé y abrí el portón trasero. El maletero estaba vacío, salvo por una almohada con la forma de un personaje de dibujos llamado Bob Esponja. Lo reconocí porque mi hija era fan de Bob Esponja y a mí también me gustaba ver la serie con ella. Supuse que también era una de las favoritas en la casa de McCaleb.
Abrí una de las puertas traseras y miré en el interior. No había nada en los asientos ni en el suelo, pero reparé en que en el bolsillo de detrás del asiento del pasajero había un mapa que podía alcanzarse desde la posición del conductor. Lo saqué y pasé las páginas con cuidado de que Buddy no viera lo que estaba mirando.
En la página del sur de Nevada me fijé en que el mapa incluía parte de los estados contiguos. En California, cerca de la esquina suroeste de Nevada, alguien había trazado un círculo en la zona de la reserva del Mojave. Y en el borde derecho del mapa alguien había anotado varios números en boli, uno encima de otro, y después los había sumado. La suma era 138. Debajo de esto estaba escrito: «Reaclass="underline" 148.»
– ¿Qué es eso? -preguntó Lockridge, mirándome desde la otra puerta de atrás.
Cerré el libro de mapas y lo dejé en el asiento del coche.
– Nada. Parece que anotó algunas direcciones para uno de sus viajes.
Me agaché para poder mirar debajo del asiento del pasajero. Vi más juguetes de McDonald's y algunos envoltorios de comida y otras basuras. Nada con aspecto de merecer la pena. Salí, rodeé el coche y le pedí a Buddy que retrocediera para poder ver lo mismo en el asiento del conductor.
Debajo del asiento del conductor había más basura, pero me fijé en varias bolas de papel. Me estiré y las cogí para examinarlas con detenimiento. Abrí una y la alisé. Era un recibo de tarjeta de crédito de una compra de gasolina en Long Beach. Estaba fechada casi un año antes.
– ¿No mira debajo de los asientos cuando limpia el coche, Buddy?
– Nunca me lo han pedido -dijo a la defensiva-. Además, en realidad sólo me ocupo del exterior.
– Ah, ya veo.
Empecé a deshacer el resto de las bolas de papel. No esperaba encontrar nada que pudiera ayudarme. Ya había recibido los recibos de la tarjeta de crédito y sabía que no había compras que pudiera utilizar para señalar la ubicación de McCaleb en su viaje de tres días. Pero la regla de oro era ser siempre concienzudo.
Había diversos recibos de compras en establecimientos locales. Entre ellas artículos alimentarios de Safeway y equipo de pesca de la tienda de aparejos de San Pedro. Había un recibo de extracto de ginseng de una tienda de salud llamada BetterFit, y otro de una librería de Westwood de un libro en audio llamado Looking for Chet Baker. Nunca había oído hablar del libro, pero conocía a Chet Baker. Decidí que le echaría un vistazo cuando tuviera tiempo de leer o de escuchar un libro.
La regla de oro dio sus frutos en la quinta bola de papel. La alisé y vi que era un recibo de un área de descanso Travel America de Las Vegas. El establecimiento estaba en Blue Diamond Road, en la misma calle que el Vegas Memorial. La compra de sesenta litros de gasolina, medio litro de Gatorade y el libro en cinta de The Tin Collectors correspondía al 2 de marzo.
El recibo situaba a McCaleb en Las Vegas durante su viaje de tres días. Era otra confirmación de lo que pensaba que ya sabía. Sin embargo, mi adrenalina subió otro peldaño. Quería ponerme otra vez en movimiento, mantener la velocidad del caso.
– ¿Ha encontrado algo? -preguntó Lockridge.
Arrugué el recibo y lo tiré en el suelo del coche con los otros.
– De hecho, no -dije-. Resulta que Terry era un gran aficionado a los libros en audio. No lo sabía.
– Sí, escuchaba muchos. En el barco cuando estaba al timón. Normalmente llevaba los auriculares puestos.
Me estiré otra vez en el coche y saqué del asiento el libro de mapas.
– Voy a llevarme esto -dije-. No creo que Graciela vaya a ir a ningún sitio donde lo necesite.
No esperé la aprobación de Buddy. Cerré la puerta del pasajero, con la esperanza de que se tragara mi actuación. Cerré con llave el Cherokee.
– Ya está, Buddy. Me voy. ¿Va a estar cerca del teléfono por si surge algo y le necesito?
– Claro, estaré por aquí. Además es un móvil. -Bueno, pues, cuídese.
Le estreché la mano y me dirigí a mi Mercedes Benz negro, medio esperando que me siguiera. Pero me dejó ir. Mientras salía del aparcamiento, miré por el espejo y vi que todavía estaba junto al Cherokee, observándome.
Cogí la 710 hasta la 10 y continué por ésta hasta la interestatal 15. Desde allí era una larga recta para salir de la nube de contaminación y meterme en el desierto del Mojave hacia Las Vegas. Había hecho ese recorrido dos o tres veces al mes durante el último año. Siempre disfrutaba del trayecto. Me gustaba la crudeza del desierto. Quizás obtenía de ello lo que Terry McCaleb obtenía de vivir en una isla: una sensación de distancia de toda la maldad. Conduciendo sentía que me liberaba de las opresiones, como si las moléculas de mi cuerpo se expandieran y se hicieran con un poco más de espacio entre ellas. Quizá no era nada más que un nanómetro, pero ese minúsculo espacio bastaba para establecer una diferencia.
Sin embargo, en esta ocasión me sentía diferente. Me sentía como si esta vez tuviera la maldad delante, como si me estuviera esperando en el desierto.
Me estaba acostumbrando a la conducción, dejando que los hechos del caso rodaran en mi mente, cuando sonó mi móvil. Supuse que sería Buddy Lockridge, haciendo un último ruego para ser incluido, pero era Kiz Rider. Había olvidado llamarla.
– Bueno, Harry, parece que no merezco ni siquiera una llamada tuya.
– Lo siento, Kiz, iba a llamarte. He tenido una mañana ocupada y me había olvidado.
– ¿Mañana ocupada? Se supone que estás retirado. ¿No estarás metido en otro caso?
– De hecho, estoy conduciendo hacia Las Vegas. Y seguramente estoy a punto de perder la señal. ¿ Qué pasa?
– Bueno, he visto a Tim Marcia esta mañana cuando tomaba café. Me dijo que habías hablado con él.
– Sí, ayer. ¿Es sobre ese asunto de los tres años de que me habló?
– Sí, Harry. ¿Has pensado en ello?
– Me enteré ayer, no he tenido tiempo de pensarlo.
– Creo que deberías hacerlo, Harry. Te necesitamos aquí.
– Me alegra oírlo, sobre todo de ti, Kiz. Pensaba que era png para ti.
– ¿Qué significa eso? -Persona non grata.
– Vamos. No hay nada que el tiempo no cure. En serio, nos servirías aquí. Podrías trabajar en la unidad de Tim si quieres.