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– Sí. Recuerdo.

Asentí y traté de retrazar la historia en busca de la razón por la que Graciela McCaleb había acudido a verme.

– ¿Qué encontraron en la muestra de sangre de la autopsia? -pregunté.

Ella negó con la cabeza.

– Se trata de lo que no encontraron.

– ¿Qué?

– Ha de recordar que Terry tomaba una tonelada de fármacos. Cada día, pastilla tras pastilla, líquido tras líquido. Lo mantenía vivo, bueno… hasta el final. Así que el análisis de sangre tenía como una página y media de largo.

– ¿Se lo mandaron a usted?

– No, lo recibió el doctor Hansen. Me habló de él. Y me llamó porque había cosas que faltaban en el análisis que deberían haber estado presentes, pero que no estaban. CellCept y Prograf. No estaban en su sangre cuando murió.

– Y son importantes.

Ella asintió.

– Exactamente. Tomaba siete cápsulas de Prograf cada día. CellCept, dos veces al día. Eran sus medicamentos clave. Mantenían su corazón a salvo.

– ¿Y sin ellos moriría?

– No sobreviviría más de tres o cuatro días. El fallo cardiaco congestivo sobrevendría rápidamente. Y eso es exactamente lo que ocurrió.

– ¿Por qué dejó de tomarlas?

– No dejó de tomarlas y por eso le necesito. Alguien manipuló sus medicamentos y lo mató.

Pasé otra vez por el tamiz toda la información que ella me había dado.

– En primer lugar, ¿cómo sabe que él se estaba tomando su medicina?

– Porque lo vi, y también lo vio Buddy, e incluso en la salida de pesca, el hombre con el que estaban en su último crucero dijo que lo vio tomar sus medicinas. Yo se lo pregunté a ellos. Mire, ya le he dicho que soy enfermera. Si no se hubiera estado tomando sus medicinas, yo lo habría notado.

– De acuerdo, o sea que está diciendo que se estaba tomando sus píldoras, pero que en realidad no eran sus píldoras. Alguien las manipuló. ¿Qué le hace pensar eso?

Su lenguaje corporal indicaba frustración. Yo no estaba dando los saltos en mi razonamiento que ella esperaba.

– Déjeme recapitular -dijo ella-. Una semana después del funeral, antes de que yo supiera nada de esto, empecé a tratar de que las cosas volvieran a la normalidad. Vacié el botiquín donde Terry guardaba todas las medicinas. Verá, las medicinas son muy, muy caras. No quería que se echaran a perder. Hay gente que apenas puede costeárselas; nosotros mismos apenas podíamos costeárnoslas. El seguro de Terry se había agotado y necesitábamos MediCal y Medicaid sólo para pagar su medicación.

– ¿Así que donó las medicinas?

– Sí, es una tradición con los trasplantes. Cuando alguien… -Bajó la mirada a sus manos.

– Entiendo -dije-. Lo devolvió todo.

– Sí, para ayudar a otros. Todo es muy caro. Y Terry tenía reservas para al menos nueve semanas. Valdría miles de dólares para alguien.

– Entendido.

– Así que llevé los medicamentos al hospital. Me dieron las gracias y pensé que eso era todo. Tengo dos hijos, señor Bosch. Por duro que fuera, tenía que seguir adelante, por ellos.

Pensé en la hija. Nunca la había visto, pero Terry me había hablado de ella. Me había dicho su nombre. Me pregunté si Graciela conocía la historia.

– ¿Le contó esto al doctor Hansen? -pregunté-. Si alguien los había manipulado tenía que avisarles de que…

Ella negó con la cabeza.

– Hubo un protocolo de integridad. Todos los envases fueron examinados. Los sellos de los frascos se comprobaron, las fechas de caducidad se verificaron, se cotejaron muchos números, etcétera. No surgió nada. No se había manipulado nada. Al menos nada de lo que yo les di.

– ¿Entonces qué?

Graciela se acercó aún más al borde del sofá. Ahora iría al grano.

– En el barco… No había donado los envases abiertos porque no iban a aceptarlos por protocolo hospitalario.

– Descubrió manipulación.

– Quedaba una dosis diaria de Prograf, y CellCept para dos días más en los frascos. Los puse en una bolsa de plástico y los llevé a la clínica de Avalon. Yo trabajaba allí. Me inventé una historia. Les dije que una amiga mía encontró las cápsulas en el bolsillo de su hijo al hacer la colada. Quería saber qué se estaba tomando. Hicieron pruebas y todas las cápsulas eran placebos. Estaban llenas de un polvo blanco. Cartílago de tiburón en polvo, concretamente. Lo venden en tiendas especializadas y en Internet. Se supone que es algún tipo de tratamiento homeopático contra el cáncer. Es fácilmente digerible y suave. Contenidas en una cápsula tendrían el mismo gusto para Terry. No habría notado ninguna diferencia.

Graciela sacó del bolsito un sobre doblado y me lo tendió. Contenía dos cápsulas: ambas blancas, con pequeñas letras impresas en rosa en los lados.

– ¿Son del frasco?

– Sí, me guardé dos y llevé cuatro a mi amiga de la clínica.

Usé el sobre para recoger el contenido y abrí una de las cápsulas. Esta se separó fácilmente sin causar daño en las dos piezas del envase. El polvo blanco que habían contenido se vertió en el sobre.

Comprendí que no habría sido un proceso difícil vaciar el contenido original de las cápsulas y sustituirlo por un polvo inútil.

– Lo que me está diciendo, Graciela, es que en su última excursión Terry se estuvo tomando las pastillas que creía que lo mantenían vivo, pero éstas no estaban haciendo nada por él. En cierto modo, lo estaban matando.

– Exactamente.

– ¿De dónde salieron esas píldoras?

– Los frascos eran de la farmacia del hospital, pero podrían haberlos manipulado en cualquier parte.

Se detuvo y me dio tiempo para que asimilara la información.

– ¿Qué va a hacer el doctor Hansen? -pregunté.

– Dijo que no tenía alternativa. Si la manipulación se había producido en el hospital, entonces él tenía que saberlo. Podría haber otros pacientes en riesgo.

– Eso no es probable. Ha dicho que se habían manipulado dos medicamentos, por tanto lo más probable es que ocurriera fuera del hospital, después de que estuvieran en posesión de Terry.

– Lo sé. Él lo dijo. Me dijo que iba a derivarlo a las autoridades. Tiene que hacerlo. Pero no sé quiénes serán esas autoridades ni qué harán. El hospital está en Los Ángeles y Terry murió en su barco a unas veinticinco millas de la costa de San Diego. No sé quién…

– Probablemente irá a la Guardia Costera en primer lugar y después lo cederán al FBI. Al final. Pero pasarán varios días. Podría moverlo si llamara ahora mismo al FBI. No entiendo por qué está hablando conmigo en lugar de con ellos.

– No puedo, al menos todavía no.

– ¿Por qué no? Por supuesto que puede. No debería acudir a mí. Vaya al FBI con esto. Dígaselo a la gente que trabajaba con él. Se ocuparán de inmediato, Graciela. Sé que lo harán.

Ella se levantó, se acercó a la puerta corredera y miró al otro lado del desfiladero. Era uno de esos días en que la capa de contaminación parecía que podía incendiarse de tan espesa.

– Usted era detective. Piénselo. Alguien mató a Terry. No pudo haber sido una manipulación casual, no con dos medicamentos diferentes de dos envases diferentes. Fue intencionado. Así que la siguiente pregunta es ¿quién tiene acceso a los medicamentos? ¿Quién tiene motivo? Van a fijarse primero en mí y puede que no miren más allá. Tengo dos hijos. No puedo arriesgarme a eso. -Se volvió y me miró-. Y yo no lo hice.

– ¿Qué motivo?

– Dinero, para empezar. Hay una póliza de seguro de vida de cuando él estuvo en el FBI.

– ¿Para empezar? ¿Significa eso que hay otra cosa?

Graciela miró al suelo.

– Yo amaba a mi marido, pero estábamos pasando por dificultades. Las últimas semanas él estuvo durmiendo en el barco. Probablemente por eso aceptó esa salida de pesca larga. La mayoría de las veces eran excursiones de un día.

– ¿Cuál era el problema, Graciela? Si voy a meterme en esto, tengo que saberlo.