– Creo que probablemente ya lo han hecho.
– ¿Y qué le hace pensar eso?
– Era policía en Los Ángeles y he trabajado antes con el FBI.
– Y por eso lo sabe todo.
– Digámoslo así, sé cómo huele una fosa común y sé que han registrado mi coche. Ahora sólo quieren mi permiso para cubrirse el culo. No se lo doy. No toquen mi coche.
Miré a Zigo y después a Walling. Fue entonces cuando la situé y de las profundidades surgió una profusión de preguntas.
– Ahora la recuerdo -dije-. Se llama Rachel, ¿no?
– ¿Disculpe? -dijo Walling.
– Nos habíamos visto una vez. Hace mucho tiempo en Los Ángeles. En la División de Hollywood. Estaba persiguiendo al Poeta y pensaba que uno de los compañeros de la mesa era el siguiente objetivo. Todo el tiempo estuvo allí con el Poeta.
– ¿Trabajaba en homicidios?
– Exacto.
– ¿Cómo está Ed Thomas?
– Como yo, retirado. Pero Ed abrió una librería en Orange. Vende novelas de misterio, ¿puede creerlo? -Sí.
– Usted fue la que le disparó a Backus, ¿no? En la casa de la colina.
Ella no respondió. Sus ojos fueron de los míos a los de la agente Dei. Había algo que no captaba. Walling estaba desempeñando el papel inferior, pese a que obviamente era más veterana que Dei y que Zigo, el compañero de ésta. Entonces lo entendí. Probablemente la habían degradado un peldaño o dos en el escándalo que siguió a la investigación del Poeta.
Ese salto me llevó a otro. Disparé al azar.
– Eso fue hace mucho -dije-, incluso antes de Ámsterdam.
La mirada de Walling destelló una fracción de segundo y supe que le había dado a algo sólido.
– ¿Cómo sabe lo de Ámsterdam? -preguntó Dei con rapidez.
La miré. Recurrí otra vez a encogerme de hombros.
– Supongo que simplemente lo sé. ¿De eso se trata? ¿Lo de ahí fuera es obra del Poeta? Ha vuelto, ¿eh?
Dei miró a Zigo y le señaló la puerta. Este se levantó y salió de la caravana. Dei se inclinó entonces hacia delante para que no entendiera mal la severidad de la situación en sus palabras.
– Queremos saber qué está haciendo aquí, señor Bosch. Y no va a ir a ninguna parte hasta que nos diga lo que queremos saber.
Yo hice espejo de su postura inclinándome hacia delante. Nuestros rostros quedaron a poco más de medio metro de distancia.
– Su chico del puesto de control me ha cogido la licencia. Estoy seguro de que le han echado un vistazo y saben lo que hago. Estoy trabajando en un caso. Y es confidencial.
Zigo volvió. Era bajo y rechoncho, apenas debía cumplir con los requisitos físicos mínimos del FBI. Llevaba un corte de pelo de estilo militar. Tenía en la mano el expediente de Terry McCaleb sobre los seis hombres desaparecidos. Sabía que en su interior estaban las fotos que había impreso en el ordenador de Terry. Zigo puso la carpeta delante de Dei, y ella la abrió. Encima estaba la foto del viejo barco. La cogió y me la pasó.
– ¿De dónde ha sacado esto?
– Es confidencial.
– ¿Para quién trabaja?
– Es confidencial.
Pasó las fotos y llegó a la que Terry había sacado subrepticiamente a Shandy. Me la mostró.
– ¿Quién es?
– No lo sé seguro, pero estoy pensando que es el largo tiempo desaparecido Robert Backus.
– ¿Qué? -exclamó Walling. Se estiró y cogió la foto de las manos de Dei. Observé que sus ojos iban y venían mientras la estudiaba-. ¡Dios mío! -susurró.
Se levantó y se acercó con la foto en la mano hasta el mostrador de la cocina. La dejó allí y la examinó un poco más.
– ¿Rachel? -preguntó Dei-. No digas nada más.
Dei volvió a la carpeta. Extendió otras fotos de Shandy en la mesa. Después levantó la mirada hacia mí. Esta vez había fuego en sus ojos.
– ¿Dónde hizo estas fotos?
– Yo no las hice.
– ¿Quién las hizo? Y no vuelva a decir que es confidencial, Bosch, o va a ir a parar a un agujero negro y profundo hasta que deje de ser confidencial. Es su última oportunidad.
Había estado antes en uno de los agujeros negros y profundos del FBI. Sabía que si era necesario podía afrontarlo, pero lo cierto es que quería ayudar. Sabía que debía ayudar. Mi obligación era equilibrar ese deseo con lo que sería el mejor movimiento para Graciela McCaleb. Tenía una cliente y mi obligación era protegerla.
– Mire -dije-. Quiero ayudar. Y quiero que me ayuden. Déjeme hacer una llamada y ver si me puedo descargar de esa confidencialidad. ¿Qué le parece?
– ¿Necesita un teléfono?
– Tengo uno, pero no sé si funciona aquí.
– Funcionará. Hemos puesto un repetidor.
– Qué detalle. Piensan en todo.
– Haga su llamada.
– Necesito hacerla en privado.
– Entonces le dejaremos aquí. Cinco minutos, señor Bosch.
Había vuelto a ser señor Bosch para ella. Era un progreso.
– De hecho preferiría que ustedes se quedaran aquí mientras yo doy un paseo por el desierto. Así es más privado.
– Como quiera. Hágalo.
Dejé a Rachel de pie junto a la encimera mirando la foto y a Dei a la mesa mirando la carpeta. Zigo salió conmigo y me escoltó hasta cerca de la zona de aterrizaje del helicóptero. Se detuvo y me permitió alejarme solo. Encendió un cigarrillo y no dejó de mirarme. Yo saqué el teléfono y comprobé la pantalla que mostraba mis diez últimas 11amadas. Elegí el teléfono de Buddy Lockridge y llamé. Sabía que tenía muchas oportunidades de encontrarlo porque era un teléfono móvil.
– ¿Sí?
No parecía él.
– ¿Buddy?
– Sí, ¿quién es?
– Soy Bosch, ¿dónde está?
– Estoy en la cama, tío. Siempre me llama cuando estoy en la cama.
Miré el reloj. Era más de mediodía.
– Bueno, levántese. Voy a ponerle a trabajar.
Su voz inmediatamente se puso alerta.
– Estoy de pie. ¿Qué necesita que haga?
Traté de urdir un plan rápidamente. Por un lado estaba enfadado por no haber traído el ordenador de McCaleb, pero por otro lado sabía que si lo hubiera traído ya estaría en manos del FBI y no me serviría de mucho.
– Necesito que vaya al Following Sea lo más deprisa que pueda. De hecho, coja un helicóptero y se lo pagaré. Tiene que llegar al barco.
– No hay problema. ¿Después qué?
– Vaya al ordenador de Terry e imprima las imágenes de frente y perfil de Shandy. ¿Puede hacerlo?
– Sí, pero pensaba que ya las había impreso…
– Ya lo sé, Buddy, necesito que vuelva a hacerlo. Imprímalas, después coja uno de los archivos de encima. He olvidado qué caja es, pero una de ellas tiene una carpeta de un tipo llamado Robert Backus. Es un…
– El Poeta. Sí, ya sé cuál es.
«Por supuesto que lo sabe», estuve a punto de decir.
– Vale, bien. Coja el archivo y las fotos y llévelos a Las Vegas.
– ¿Las Vegas? Pensaba que estaba en San Francisco.
Sus palabras me confundieron por un momento hasta que recordé que le había mentido para sacármelo de encima.
– Cambié de idea. Llévelo todo a Las Vegas, regístrese en un hotel y espere mi llamada. Asegúrese de que lleva el teléfono cargado. Pero no me llame, yo le llamaré.
– ¿Por qué no puedo llamarle cuando llegue?
– Porque dentro de veinte minutos puede que ya no tenga este teléfono. Póngase en marcha, Buddy.
– Va a pagarme por todo esto, ¿verdad?
– Le pagaré. También le pagaré por su tiempo. El reloj corre, Buddy, así que póngase en marcha.
– Muy bien, estoy en ello. ¿Sabe?, hay un ferry dentro de veinte minutos. Podría cogerlo y ahorrarle una pasta.
– Coja un helicóptero. Llegará una hora antes que el ferry. Necesito esa hora.
– Vale, tío. Ya me voy.
– Y, Buddy, no le diga a nadie adonde va ni qué está haciendo.