– De acuerdo.
Colgó y me fijé en Zigo antes de desconectar. El agente se había puesto gafas de sol, pero daba la sensación de que me estaba observando. Simulé que había perdido la señal y grité «hola» varias veces al teléfono. Después lo cerré y volví a abrirlo y marqué el número de Graciela. Mi suerte se mantenía. Estaba en casa y respondió.
– Graciela, soy Harry. Están pasando algunas cosas y necesito su permiso para hablar con el FBI de la muerte de Terry y de mi investigación.
– ¿El FBI? Harry, le dije que no podía acudir a ellos hasta que…
– Yo no he acudido a ellos. Han acudido ellos a mí.
Estoy en medio del desierto, Graciela. Cosas que encontré en la oficina de Terry me llevaron aquí y el FBI había llegado antes. Creo que es seguro hablar. Creo que la persona que están buscando aquí es el que mató a Terry. No creo que se vaya a volver contra usted. Debería hablar con ellos, decirles lo que tengo. Podría ayudar a capturar a este tipo.
– ¿Quién es?
– Robert Backus. ¿Conoce el nombre? ¿Se lo mencionó Terry?
Hubo un silencio mientras ella lo pensaba.
– No lo creo. ¿Quién es?
– Un tipo con el que había trabajado.
– ¿Un agente?
– Sí, era el que llamaron el Poeta. ¿Alguna vez oyó hablar a Terry del Poeta?
– Sí, hace mucho tiempo. O sea, hace tres o cuatro años. Recuerdo que estaba nervioso porque creo que supuestamente estaba muerto, pero al parecer no lo estaba. Algo así.
Debió de ser alrededor del momento en que Backus supuestamente había reaparecido en Ámsterdam. Probablemente Terry acababa de recibir los informes internos sobre la investigación.
– ¿Desde entonces nada?
– No, no recuerdo nada.
– Muy bien, Graciela. Entonces, ¿qué le parece? No puedo hablar con ellos a no ser que me lo permita. Creo que es lo mejor.
– Si piensa que puede ayudar, adelante.
– Eso significa que pronto irán allí. Agentes del FBI. Probablemente se llevaran el Following Sea al continente para revisarlo.
– ¿Para qué?
– Pruebas. Ese tipo estuvo en el barco. Primero como cliente de una excursión y después se coló otra vez. Fue entonces cuando cambió los medicamentos.
– Oh.
– Y también irán a la casa. Querrán hablar con usted. Sea sincera, Graciela. Cuénteselo todo. No se reserve nada y no habrá problemas.
– ¿Está seguro, Harry?
– Sí, estoy seguro. ¿Entonces está de acuerdo con esto?
– Estoy de acuerdo.
Nos despedimos y colgamos. Mientras caminaba hacia Zigo, abrí otra vez el móvil y marqué el número de mi casa. Colgué y repetí el proceso otras nueve veces para borrar todo registro de mis llamadas telefónicas a Buddy Lockridge y Graciela McCaleb. Si las cosas se torcían y Dei quería saber a quién había llamado no le sería fácil. No sacaría nada de mi teléfono. Tendría que acudir a la compañía telefónica con una orden judicial.
Cuando me aproximaba, Zigo vio lo que estaba haciendo. Sonrió y negó con la cabeza.
– ¿Sabe, Bosch?, si quisiéramos tener sus números de teléfono, los habríamos cogido del aire.
– ¿En serio?
– En serio, si quisiéramos.
– Guau, eso sí que es impresionante.
Zigo me miró por encima de sus gafas de sol.
– No sea gilipollas, Bosch. Al cabo de un rato cansa.
– Debería saberlo.
19
Zigo me escoltó de nuevo a la caravana sin decir una palabra más. La agente Dei me estaba esperando a la mesa. Rachel Walling seguía de pie junto a la encimera. Me senté con calma y miré a Dei.
– ¿Cómo ha ido? -preguntó con voz amable.
– Ha ido bien. Mi cliente dice que puedo hablar con ustedes. Pero no va a ser una calle de un solo sentido. Hacemos un trato. Yo respondo a sus preguntas y ustedes responden a las mías.
La agente negó con la cabeza.
– No, no, así no es como funciona. Esto es una investigación del FBI. No intercambiamos información con aficionados.
– ¿Me está diciendo que soy un aficionado? Les doy una foto del largo tiempo desaparecido Robert Backus y yo soy el aficionado?
Vi movimiento y miré a Rachel. Se había llevado la mano a la cara para esconder una sonrisa. Cuando vio que la miraba se volvió hacia la encimera e hizo ver que examinaba otra vez la foto de Backus.
– Ni siquiera sabemos si es Backus -dijo Dei-. Tiene un hombre con barba y gafas de sol. Podría ser cualquiera.
– Y podría ser el tipo que está supuestamente muerto, pero que de algún modo se las arregló para matar a cinco personas en Ámsterdam hace varios años y ahora, ¿qué, seis hombres aquí? ¿O hay más que los seis que salen en ese artículo de periódico?
Dei me dedicó una sonrisa forzada y desagradable.
– Mire, puede que se esté impresionando usted mismo con todo esto, pero yo todavía no estoy impresionada. Todo se reduce a una cosa: si quiere salir de aquí, empiece a hablar con nosotros. Ahora ya tiene el permiso de su cliente. Le sugiero que empiece por decirnos cuál es el nombre de ese cliente.
Me recosté en la silla. Dei era una fortaleza y no creía que pudiera asaltarla, pero al menos había conseguido esa sonrisa de Rachel Walling. Eso me decía que podría tener una oportunidad de escalar con ella la barricada del FBI más adelante.
– Mi cliente es Graciela McCaleb. La mujer de Terry McCaleb. Es decir, la viuda.
Dei parpadeó, pero se recuperó rápidamente de la sorpresa. O quizá no fuera una sorpresa. Posiblemente era una confirmación de algún tipo.
– ¿Y por qué le contrató?
– Porque alguien cambió el medicamento de su marido y lo mató.
Eso produjo un silencio momentáneo. Rachel lentamente se apartó de la encimera y volvió a su silla. Con pocas preguntas o instrucciones de Dei les conté cómo me había llamado Graciela, los detalles de la manipulación de los fármacos de su marido, y mi investigación hasta el punto de llegar al desierto. Empezaba a creer que no los estaba sorprendiendo con nada. Más bien daba la impresión de que les estaba confirmando algo, o al menos contándoles una historia de la cual conocían algunas partes. Cuando hube terminado, Dei me planteó algunas preguntas aclaratorias acerca de mis movimientos. Zigo y Walling no me preguntaron nada.
– Bien -dijo Dei después de que hube finalizado mi relato-. Es una historia interesante. Mucha información. ¿Por qué no la pone en contexto para nosotros? ¿Qué significa todo esto?
– ¿Me lo pregunta usted? Pensaba que eso era lo que hacían en Quantico, ponerlo todo en la batidora y sacar un perfil del caso y todas las respuestas.
– No se preocupe, ya lo haremos. Pero me gustaría conocer su punto de vista.
– Bueno -dije, pero no continué. Estaba intentando formarme una idea en mi propia procesadora, añadiendo a Robert Backus como último ingrediente.
– Bueno, ¿qué?
– Lo siento, estaba tratando de ordenarlo.
– Sólo díganos qué piensa.
– ¿Alguien de aquí conocía a Terry McCaleb?
– Todos lo conocíamos. ¿Qué tiene eso que ver con…?
– Me refiero a conocerlo de verdad.
– Yo lo conocí -dijo Rachel-. Trabajamos casos juntos. Pero no había mantenido el contacto. Ni siquiera sabía que había muerto hasta hoy.
– Bueno, deberían saber, y lo sabrán cuando vayan allí y registren su casa y su barco y todo lo demás que seguía trabajando en casos. No podía dejarlo. Investigaba algunos de sus propios casos no resueltos y trabajaba en otros nuevos. Leía los diarios y veía la televisión. Hacía llamadas a policías sobre casos que le interesaban y ofrecía su ayuda.
– ¿Y por eso lo mataron? -preguntó Dei.
Asentí con la cabeza.
– Finalmente. Creo que sí. En enero, el Los Angeles Times publicó ese artículo que estaba en la carpeta que tienen ahí. Terry lo leyó y se interesó. Llamó a la policía metropolitana de Las Vegas y ofreció sus servicios. Lo mandaron al cuerno, no les interesaba. Pero no olvidaron dejar caer su nombre al periódico local cuando iban a publicar un artículo de seguimiento sobre los hombres desaparecidos.