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– ¿Y la teoría del triángulo? -preguntó Dei.

Rachel esperó a que Zigo empezara, pero éste, como de costumbre, no dijo nada.

– Creo que Terry estaba en algo -dijo ella-. Alguien tendría que trabajar en ello.

– En este momento no sé si tenemos personal suficiente para seguir con todo esto. Le preguntaré a Brass si tiene a alguien. Y este William Bing… El nombre no había salido antes.

– Supongo que es un médico. Terry iba a venir aquí y probablemente quería tener un nombre por si algo iba mal.

– Rachel, cuando volvamos, ¿puedes comprobarlo? Ya sé lo que ha dicho Alpert, que eres una observadora y eso, pero si no es más que un cabo suelto estaría bien asegurarse.

– No hay problema. Puedo hacerlo desde mi habitación de hotel si no queréis que me vea hablando por teléfono.

– No, quédate en la oficina de campo. Si Alpert no te ve, va a empezar a preguntarse en qué estás metida.

Dei, que estaba en el asiento de delante, junto al piloto, se volvió hacia Rachel, sentada tras él.

– ¿Qué pasaba con vosotros dos, por cierto?

– ¿Qué quieres decir?

– Ya sabes qué quiero decir. Tú y Bosch. Todas las miradas, las sonrisas. «Espero que esté tomando las precauciones apropiadas.» ¿Qué pasa con eso, Rachel?

– Mira, él estaba en minoría. Es natural que eligiera a uno de nosotros de aliado. Habla de eso en el manual de técnicas y tendencias de interrogación. Míralo alguna vez.

– ¿Y tú? ¿Te estás aliando con él? ¿Eso también está en el manual?

Rachel sacudió la cabeza como para pasar de toda la discusión.

– Simplemente me gusta su estilo. Actúa como si todavía llevara placa. No renunció ante nosotros y creo que eso está bien.

– Has estado mucho tiempo en el culo del mundo, Rachel, o no dirías eso. No nos gusta la gente que no renuncia ante nosotros.

– Tal vez a mí sí.

– Entonces, ¿crees que va a ser un problema?

– Definitivamente -dijo Zigo.

– Probablemente -añadió Rachel.

Dei negó con la cabeza.

– No tengo gente suficiente para todo esto. No puedo perder mi tiempo vigilando a este tío.

– ¿Quieres que lo vigile yo? -dijo Rachel.

– ¿Te estás presentando voluntaria?

– Estoy buscando algo que hacer. Así que, sí, me presento voluntaria.

– ¿Sabes? Antes del 11-S y de la Seguridad Nacional solíamos tener todo lo que necesitábamos. El FBI tenía sus mejores titulares cuando detenía a asesinos múltiples. Ahora se trata del terrorismo veinticuatro horas al día siete días a la semana, y ni siquiera podemos hacer horas extra.

Rachel se fijó en que Dei deliberadamente no dijo si quería que vigilara a Bosch o no. Una bonita manera de tener la opción de negarlo si algo iba mal. Decidió que una vez en la oficina de campo se pondría a comprobar si Bosch tenía de verdad una casa en Las Vegas. Trataría de averiguar qué se proponía y mantendría una vigilancia desde lejos.

Miró por la ventana hacia la cinta de asfalto que atravesaba el desierto. Estaban siguiendo la interestatal hasta Las Vegas. En ese mismo momento vio un Mercedes Benz que iba en la misma dirección. Estaba sucio por circular fuera de carreteras en el desierto. Entonces se fijó en el dibujo en el techo del Mercedes. Bosch había usado un trapo o algo para pintar una cara sonriente en el polvo blanco del techo. El dibujo la hizo sonreír también a ella.

La voz de Dei llegó a través de los auriculares.

– ¿Qué pasa, Rachel? ¿De qué sonríes?

– De nada. Estaba pensando en una cosa.

– Sí, ojalá yo pudiera sonreír sabiendo que hay un agente psicópata que quiere ponerme una bolsa de plástico en la cabeza.

Rachel, molesta por semejante comentario malicioso y brutal, miró a Dei, quien aparentemente percibió algo en sus ojos.

– Lo siento. Pero creo que sería mejor que empezaras a tomarte esto más en serio.

Rachel la miró hasta que Dei tuvo que apartar la vista.

– ¿De verdad crees que no me tomo esto en serio?

– Sé que sí lo haces, no debería haber dicho nada.

Rachel miró a la I-15. Hacía rato que habían pasado al Mercedes negro. Bosch se había quedado muy atrás.

Examinó el terreno un rato. Era tan diferente y a la vez todo lo mismo. Una alfombra de paisaje lunar de rocas y arena. Ella sabía que estaba lleno de vida, pero toda la vida permanecía oculta. Los depredadores acechaban bajo tierra, esperando para salir por la noche.

– Señoras y caballeros -dijo la voz del piloto en el oído-. Cambien al canal tres. Tenemos una llamada entrante.

Rachel tuvo que quitarse el casco para averiguar cómo cambiar de frecuencia. Pensó que los cascos tenían un diseño estúpido.

Cuando volvió a ponerse los auriculares oyó la voz de Brass Doran. Estaba hablando como una ametralladora, de la manera en que, como recordaba Rachel, lo hacía siempre que surgía algo grande.

– … ciento de integridad. Definitivamente era suyo.

– ¿Qué? -dijo Rachel-. No he oído nada de eso.

– Brass -dijo Dei-, vuelve a empezar.

– He dicho que hemos obtenido en la base de datos una concordancia de la marca de los dientes en el chicle. Tiene un noventa y cinco por ciento de integridad, que es una de las mayores que he visto nunca.

– ¿Quién? -preguntó Rachel.

– Rach, te va a encantar. Ted Bundy. Ese chicle lo mascó Ted Bundy.

– Eso es imposible -dijo Dei-. En primer lugar, Bundy llevaba años muerto antes de que desapareciera ninguno de estos hombres. Y además, nunca se supo que estuviera en Nevada o en California ni que sus objetivos fueran hombres. Hay algún fallo en la base de datos, Brass. Tiene que ser una mala lectura o…

– Lo comprobamos dos veces. Las dos veces salió Bundy.

– No -dijo Rachel-. Es correcto.

Dei se volvió y miró de nuevo a su compañera. Rachel estaba pensando en Bundy. El asesino en serie por antonomasia. Atractivo, inteligente y despiadado. También mascaba chicle. Había sido el único que le había puesto carne de gallina. Por los demás sólo había sentido desprecio y asco.

– ¿Cómo sabes que es correcto, Rachel?

– Sólo lo sé. Hace veinticinco años Backus ayudó a montar la base de datos del Programa de Detención de Criminales Violentos. Brass lo recuerda. En los ocho años siguientes se recopiló información. Enviaron a agentes de la unidad a entrevistar a todos los asesinos en serie y violadores que había encarcelados en el país. Eso fue antes de que yo llegara, pero incluso después, cuando estaba yo, seguíamos haciendo entrevistas para añadir a la base de datos. A Bundy lo entrevistamos varias veces, sobre todo Bob. Justo antes de su ejecución llamó a Bob a Raiford y yo fui con él. Pasamos tres horas entrevistándolo. Recuerdo que Ted le iba pidiendo chicles a Bob. Era Juicy Fruit, el preferido de Bob.

– ¿Entonces qué? ¿Lo escupió en la mano de Bob? -preguntó Zigo con incredulidad.

– No, lo tiraría en la papelera. Lo entrevistamos en el corredor de la muerte, en el despacho del capitán. Había una papelera. Cuando terminábamos cada día, sacaban a Bundy. Hubo muchas ocasiones en que Bob se quedó solo en aquel despacho. Simplemente podía haberse llevado el chicle de la papelera.

– ¿O sea que estás diciendo que Bob más o menos revolvió entre la basura para coger el chicle de Ted Bundy y se lo guardó para poder ponerlo en una tumba tantos años después?

– Estoy diciendo que sacó el chicle de esa prisión, sabiendo que tenía las marcas de los dientes de Bundy. Quizás entonces era sólo un souvenir. Pero después se convirtió en otra cosa, algo con lo que burlarse de nosotros.