– Porque es lo que quería Terry -dije-, pero no se preocupe, si encuentro algo que el FBI no tiene, se lo daré. Como hoy. No trato de competir con ellos. Sólo estoy trabajando en el caso, Graciela.
– De acuerdo.
– Pero ya sabe que no ha de decirles esto si se lo preguntan. No creo que les hiciera ninguna gracia.
– Ya lo sé.
– Gracias, Graciela. La llamaré si hay novedades.
– Gracias, Harry, buena suerte.
– Probablemente la necesitaré.
Después de colgar, traté de llamar una vez más a Buddy Lockridge, pero de nuevo me salió el buzón de voz. Supuse que tal vez estaba en un avión con el móvil apagado. Al menos, eso esperaba. Esperaba que hubiera logrado entrar y salir del barco antes de que los agentes lo vieran. Dejé el teléfono y fui a la nevera. Me hice un sándwich de queso de máquina y pan blanco. Tenía las dos cosas en el frigorífico por si mi hija quería un sándwich caliente cuando me visitaba. Era uno de sus artículos de primera necesidad. Me salté la plancha y, de pie ante la encimera, me limité a comer rápidamente el sándwich insípido para llenar el vacío que tenía en el estómago. Después me senté en la mesa y abrí mi libreta por una página en blanco. Recurrí a un par de ejercicios de relajación que había aprendido años antes en mis clases de hipnosis. En mi mente vi una pizarra. Enseguida cogí la tiza y empecé a escribir en blanco sobre la superficie negra. Recreé lo mejor que pude las notas de Terry McCaleb del expediente del caso de los hombres desaparecidos: las notas que el FBI me había quitado. Cuando tuve todo lo que pude recordar en la pizarra empecé a reescribirlo en mi libreta. Pensé que tenía la mayor parte, salvo los números de teléfono, y eso no me importaba demasiado porque podía recuperarlos simplemente llamando a información.
A través del balcón abierto oí el agudo gañido de los motores de reacción. Otro avión estaba aparcando allí. Oí que los motores se apagaban y retornó el silencio.
Abrí el libro de mapas de carretera de McCaleb. Revisé cada una de las páginas y no vi ninguna otra anotación a mano aparte de las de la página que ilustraba el sur de Nevada y las secciones contiguas de California y Arizona. Una vez más observé lo que había hecho McCaleb. Había destacado con un círculo la zona de la reserva del Mojave, la cual incluía la salida de Zzyzx Road y la localización de la excavación de la escena del crimen del FBI. En el margen externo, había escrito una columna de números y los había sumado. El resultado era 138. Debajo había trazado una línea y había escrito: «Reaclass="underline" 148.»
Mi suposición era que esos números correspondían a kilómetros. Miré el mapa y descubrí que indicaba las distancias entre dos puntos cualesquiera de todas las carreteras significativas. En cuestión de segundos encontré números que coincidían con los que McCaleb había anotado en el margen de la página. Había sumado los totales entre Las Vegas y un lugar en la I-15, en medio del Mojave. Zzyzx Road era demasiado pequeño e inconsecuente para que su nombre apareciera en el mapa. Pero mi hipótesis era que ése era el lugar sin nombre de la interestatal 15 desde el que McCaleb había empezado a sumar kilometraje.
Anoté y sumé yo mismo los números en mi libreta. McCaleb tenía razón: 138 kilómetros, según el mapa. Pero después Terry había estado en desacuerdo o había trazado una ruta diferente, llegando al resultado de 148 kilómetros. Mi suposición era que había realizado el trayecto él mismo y había obtenido un resultado diferente al del mapa en el cuentakilómetros de su vehículo. La diferencia se debería a su localización en Las Vegas. El kilometraje del mapa debía haber usado un punto de partida diferente en la ciudad.
Desconocía el destino de McCaleb. No tenía ni idea de cuándo había hecho las anotaciones en el mapa ni de si éstas estaban relacionadas con el caso, pero creía que sí lo estaban porque empezaban a contar en Zzyzx Road. Eso no podía ser una coincidencia. Las coincidencias no existen.
Oí una tos procedente del exterior. Sabía que era la mujer de al lado que estaba fumando en su balcón. Me resultaba muy curiosa y estaba pendiente de ella cuando estaba en el Double X. No fumaba mucho y parecía salir al balcón sólo cuando llegaba un jet privado. Claro que a mucha gente le gusta observar los aviones. Pero yo pensaba que ella tramaba algo, y eso me daba más curiosidad. Pensaba que tal vez estaba localizando objetivos para los casinos o quizá para otros jugadores.
Me levanté y salí al balcón. Al hacerlo miré a la derecha y vi que mi vecina arrojaba algo al interior de su apartamento. Algo que no quería que yo viera.
– Jane, ¿qué tal?
– Bien, Harry. No te había visto últimamente.
– He estado fuera un par de días. ¿Qué tenemos aquí?
Miré al asfalto a través del aparcamiento. Otro jet de color negro brillante había estacionado junto a su hermano gemelo y una limusina negra aguardaba cerca de la escalerilla del avión. Un hombre con traje, gafas de sol y un turbante granate estaba bajando del aparato. Me di cuenta de que estaba echando por tierra la vigilancia de Jane si era una cámara o unos binoculares lo que había lanzado a su apartamento al verme.
– El sultán del swing -dije, sólo por decir algo.
Dio una calada al cigarrillo y volvió a toser. Sabía que Jane no era fumadora. Fumaba para que resultara plausible que estuviera en el balcón observando a hombres ricos y sus aviones. Tampoco tenía ojos marrones -la había visto en el balcón un día en que había olvidado ponerse las lentes de contacto tintadas- y el negro probablemente no era el color natural de su cabello.
Quería preguntarle qué tramaba, cuál era el juego o la estafa o el plan, pero también me gustaban nuestras conversaciones de balcón a balcón, y ya no era poli. Y lo cierto era que si Jane -no conocía su apellido- estaba metida en el negocio de separar a aquellos hombres ricos de parte de su fortuna, en el fondo no podía enfadarme demasiado. Toda la ciudad estaba construida sobre ese mismo principio. Echas los dados en la ciudad del deseo y obtienes lo que mereces.
Sentía que había algo intrínsecamente bueno en ella. Herido, pero bueno. Una vez que llevé a mi hija al apartamento nos topamos con Jane en la escalera y ella se detuvo para hablar con Maddie. A la mañana siguiente encontré una pantera de peluche en el felpudo, junto a mi periódico.
– ¿Cómo está tu hija? -preguntó ella, como si conociera mis pensamientos.
– Está bien. La otra noche me preguntó si el Rey de la Selva y la Reina de los Mares estaban casados.
Jane sonrió y yo vi otra vez la tristeza en sus ojos. Sabía que tenía que ver con niños. Le pregunté algo en lo que había estado pensando durante mucho tiempo.
– ¿Tienes hijos?
– Uno. Una niña un poco mayor que la tuya. Pero ya no está conmigo. Vive en Francia.
Fue lo único que dijo y yo lo dejé así, sintiéndome culpable por lo que tenía en mi vida y porque sabía antes de hacer la pregunta que estaba tentando el dolor en ella. Pero mi pregunta provocó que Jane asimismo me hiciera otra que probablemente había estado pensando durante mucho tiempo.
– ¿Eres poli, Harry?
Negué con la cabeza.
– Lo fui. En Los Ángeles. ¿Cómo lo sabes?
– Sólo intuición. Creo que fue por la forma en que bajaste del coche con tu hija, como si estuvieras preparado para saltar sobre cualquier cosa que se moviera.
Me encogí de hombros. Me había calado.
– Pensé que era bonito -añadió-. ¿ Qué haces ahora?
– En realidad nada. Me lo estoy pensando, ¿sabes?
– Sí.
De repente nos estábamos convirtiendo en algo más que vecinos que intercambian información superficial.
– ¿Y tú? -pregunté.
– ¿Yo? Estoy esperando algo.
Y punto. Sabía que era el final de la conversación en ese sentido. Le di la espalda y observé que otro sultán o jeque empezaba a bajar por la escalerilla del jet. La limusina estaba esperando con la puerta abierta. Me pareció que el chófer llevaba algo bajo la chaqueta, algo que podía sacar si las cosas se ponían feas en el trayecto. Miré a Jane.