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Ella se encogió de hombros como si no supiera la respuesta, pero finalmente respondió.

– Vivíamos en una isla, y a mí ya no me gustaba. No creo que fuera un gran secreto que yo quería que nos trasladáramos al continente. El problema era que su trabajo en el FBI le había hecho temer por nuestros hijos. Tenía miedo. Quería proteger a los niños del mundo. Yo no. Yo quería que vieran el mundo y estuvieran preparados para él.

– ¿Y eso era todo?

– Había otras cosas. A mí no me gustaba que él siguiera investigando casos.

Me levanté y me puse a su lado, junto a la puerta. La abrí para que saliera parte del aire viciado. Me di cuenta de que debería haberla abierto en cuanto habíamos entrado. El lugar olía a agrio. Llevaba fuera dos semanas.

– ¿Qué casos?

– El era como usted. Estaba atormentado por los que se escaparon. Tenía archivos, cajas de archivos, abajo en el barco.

Yo había estado en el barco mucho tiempo atrás. McCaleb había convertido un camarote de proa en un despacho. Recordaba haber visto las cajas con los archivos en la litera superior.

– Durante mucho tiempo trató de ocultármelo, pero se convirtió en algo obvio y olvidamos el pretexto. En los últimos meses viajaba mucho al continente. Cuando no tenía excursiones de pesca. Discutimos sobre eso, y él simplemente dijo que era algo que no podía dejar.

– ¿Era sólo un caso o más de uno?

– No lo sé. Nunca me dijo exactamente en qué estaba trabajando y yo no se lo pregunté. No me importaba. Sólo quería que parara. Quería que pasara tiempo con sus hijos. No con esa gente.

– ¿Esa gente?

– La gente con la que estaba fascinado: los asesinos y sus víctimas. Sus familias. Estaba obsesionado. A veces creo que eran más importantes para él que nosotros.

Graciela miró al otro lado del paso de Sepúlveda mientras decía esto. Al abrir la puerta había dejado que entrara el sonido del tráfico. La autovía sonaba como una distante ovación en algún tipo de estadio donde los partidos no terminaban nunca. Abrí la puerta del todo y salí a la terraza. Miré a los matorrales y pensé en la lucha a vida o muerte que se había desarrollado allí el año anterior.

Había sobrevivido para descubrir que, como Terry McCaleb, yo era padre. En los meses transcurridos desde entonces había aprendido a descubrir en los ojos de mi hija lo que Terry me había dicho en una ocasión que él había descubierto en los ojos de la suya. Yo supe buscarlo porque él me lo había dicho. Estaba en deuda con él por eso.

Graciela salió detrás de mí.

– ¿Hará esto por mí? Creo lo que mi marido dijo de usted. Creo que puede ayudarme y ayudarle a él.

Y tal vez ayudarme a mí mismo, pensé, pero no lo dije. En lugar de eso, bajé la mirada a la autovía y vi que el sol se reflejaba en los parabrisas de los coches que avanzaban por el paso de Sepúlveda. Era como un millar de ojos brillantes y plateados observándome.

– Sí-dije-. Lo haré.

4

Mi primera entrevista fue en los muelles del puerto deportivo de Cabrillo, en San Pedro. Siempre me había gustado ir allí, aunque rara vez lo hacía. No sé por qué. Es una de esas cosas de las que te olvidas hasta que vuelves a hacerla y entonces recuerdas que te gusta. La primera vez que estuve era un fugitivo de dieciséis años. Fui hasta los muelles de San Pedro y pasé mis días haciéndome un tatuaje y observando los barcos de atún que llegaban. Pasé las noches durmiendo en un remolcador que no estaba cerrado con llave, el Rosebud. Hasta que un capitán de puerto me pilló y me devolvió a la casa de acogida con las palabras Hold Fast tatuadas en los nudillos.

El puerto de Cabrillo era más nuevo que en mi recuerdo. Aquéllos no eran los muelles de pesca donde yo había ido a parar tantos años antes. Cabrillo Marina proporcionaba amarres para la flota de placer. Los mástiles de un centenar de veleros asomaban, detrás de unas verjas cerradas, como un bosque después de un incendio devastador. Más atrás había filas de yates de motor, de muchos millones de dólares.

Otros no. El barco de Buddy Lockridge no era un castillo flotante. Lockridge, de quien Graciela McCaleb me había dicho que era el compañero de su marido en el negocio de las excursiones de pesca y su amigo más cercano al final, vivía en un velero de diez metros de eslora que daba la impresión de que tenía en cubierta todo lo que podía contener uno de veinte. Era un basurero, no por culpa del barco en sí, sino por cómo lo cuidaban. Si Lockridge hubiera vivido en una casa habría tenido coches amontonados en el patio y paredes de periódicos apilados en el interior.

Me había abierto la verja desde el barco y había salido del camarote con unos shorts, sandalias y una camiseta gastada y lavada tantas veces que la inscripción que lucía en el pecho resultaba ilegible. Graciela había llamado para avisarlo. Lockridge sabía que quería hablar con él, pero no la razón exacta por la que deseaba hacerlo.

– Bueno -dijo al bajar del barco y pisar el muelle-. Graciela dijo que está investigando la muerte de Terry. ¿Es una cuestión del seguro?

– Sí, podría decirse.

– ¿Es usted detective privado o algo así?

– Algo así, sí.

Me pidió la identificación y yo le mostré la cartera con la copia laminada de mi licencia que me habían enviado desde Sacramento. Levantó una ceja en un gesto de perplejidad ante mi nombre formal.

– Hieronymus Bosch. Como ese pintor loco, ¿eh?

Era raro que alguien reconociera mi nombre. Eso me explicaba algo de Buddy Lockridge.

– Algunos dicen que estaba loco. Otros dicen que predijo el futuro con precisión.

La licencia pareció calmarlo y dijo que podíamos hablar en su barco o dar un paseo hasta la tienda de artículos náuticos para tomar un café. Me habría gustado echar un vistazo a su hogar y barco -era una estrategia básica de investigación-, pero no quería resultar demasiado obvio al respecto, así que le respondí que no me vendría mal un poco de cafeína.

La tienda de náutica estaba a cinco minutos paseando del muelle. Charlamos por el camino y yo sobre todo escuché la queja de Buddy acerca de su retrato en la película inspirada en el trasplante de corazón de McCaleb y en su búsqueda del asesino de su donante.

– Le pagaron, ¿no? -pregunté cuando hubo terminado.

– Sí, pero ésa no es la cuestión.

– Sí lo es. Ponga el dinero en el banco y olvídese de lo demás. Es sólo una película.

Había algunas mesas y bancos en el exterior de la tienda y nos tomamos el café allí. Lockridge comenzó a formular preguntas antes de que yo tuviera ocasión de empezar. Dejé que echara la caña. Lo consideraba una parte muy importante de mi investigación, puesto que conocía a Terry McCaleb y era uno de los dos testigos de su muerte.

Quería que se sintiera cómodo conmigo, así que le permití que preguntara.

– ¿Cuál es su curriculum? -preguntó-. ¿Fue poli?

– Casi treinta años. En el Departamento de Policía de Los Ángeles. La mitad del tiempo trabajé en homicidios.

– Homicidios, ¿eh? ¿Conocía a Terror?

– ¿Qué?

– Me refiero a Terry. Yo lo llamaba Terror. -¿Cómo es eso?

– No lo sé. Simplemente lo hacía. Le pongo mote a todos. Terry había sido testigo presencial del terror en el mundo, así que lo llamaba Terror.

– ¿ Y yo? ¿ Cuál va a ser mi mote?

– Usted… -Me miró como un escultor sopesando un bloque de granito-. Um…, Maleta Harry. -¿Por qué?

– Porque lleva la ropa bastante arrugada, como si la guardara en una maleta.

Asentí.

– Muy bien.

– Así que ¿conocía a Terry?

– Sí, lo conocía. Coincidimos en algunos casos cuando él estaba en el FBI. Y después en otro más después de que recibió su nuevo corazón.