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Buena parte del trabajo policial se basa en el instinto y las corazonadas. Uno vive y muere por los hechos y las pruebas. Eso es innegable. Pero es tu instinto el que con frecuencia te proporciona esa información crucial y después la une como la cola. Y yo estaba siguiendo el instinto. Tenía una corazonada acerca de Clear. Sabía que podía sentarme en la mesa del comedor y trazar triángulos y puntos en el mapa durante horas si quería. Pero el triángulo que había trazado con la ciudad de Clear en el vértice superior me dejó parado al mismo tiempo que la adrenalina me fluía en la sangre. Creía que había trazado el triángulo de McCaleb. No, más que creerlo. Lo sabía. Mi compañero silencioso. Usando sus crípticas notas como guía, ahora sabía adonde iba. Añadí dos líneas al mapa valiéndome de mi licencia de conducir a modo de regla y completé el triángulo. Golpeé cada uno de los vértices en el mapa y me levanté.

El reloj de la pared de la cocina decía que eran casi las cinco. Concluí que era demasiado tarde para ir hacia el norte esa noche. Podía llegar casi a oscuras y eso podía ser peligroso. Rápidamente puse en marcha un plan para salir al alba y tendría casi un día entero para hacer lo que necesitaba hacer en Clear.

Estaba pensando en lo que necesitaría para el viaje cuando una llamada a la puerta me sobresaltó, aunque la estaba esperando. Me levanté para ir a abrir a Buddy Lockridge.

24

Harry Bosch abrió la puerta y Rachel se dio cuenta de que estaba enfadado. Iba a decir algo cuando vio que era ella y se contuvo. Rachel comprendió que Harry Bosch estaba esperando a alguien y que ese alguien se estaba retrasando.

– Agente Walling.

– ¿Esperaba a alguien?

– Ah, no, en realidad no.

Rachel vio que Bosch miraba por encima de ella al aparcamiento de la parte de atrás.

– ¿Puedo pasar?

– Perdón, claro, pase.

Dio un paso atrás y le sostuvo la puerta. Rachel entró en un pequeño apartamento, triste y escasamente amueblado. En la izquierda había una mesa de comedor que sería de la década de 1960 y Rachel vio una botella de cerveza, una libreta y un atlas de carreteras abierto por un mapa de Nevada. Bosch se acercó con rapidez a la mesa. Cerró el atlas y su libreta y los apiló uno encima de otro. Ella se fijó entonces en que su licencia de conducir también estaba sobre la mesa.

– Bueno, ¿qué le trae a este lugar de ensueño? -preguntó Bosch.

– Sólo quería ver en qué anda -dijo ella, eliminando la sospecha de su voz-. Espero que nuestro recibimiento en la caravana no haya sido demasiado duro para usted hoy.

– No. Gajes del oficio.

– Sin duda.

– ¿Cómo me ha encontrado?

Ella se adentró en la sala.

– Paga este sitio con tarjeta de crédito.

Bosch asintió con la cabeza, pero no se mostró sorprendido por la rapidez o la cuestionable legalidad de la investigación que ella había llevado a cabo. Rachel continuó, señalando con el mentón el libro de mapas que descansaba sobre la mesa del comedor.

– ¿Planeando unas pequeñas vacaciones? Ahora que ya no está trabajando en el caso.

– Un viaje por carretera, sí.

– ¿Adónde?

– Todavía no estoy seguro.

Ella sonrió y se volvió hacia la puerta abierta del balcón. Vio un jet negro de aspecto caro sobre el asfalto, más allá del aparcamiento del motel.

– Según los registros de su tarjeta de crédito hace casi nueve meses que alquila este sitio. De manera intermitente, pero sobre todo aquí.

– Sí, me hacen un descuento por larga estancia. Resulta a veinte dólares por día, más o menos.

– Probablemente es demasiado.

Bosch se volvió y examinó el apartamento como si lo viera por primera vez.

– Sí.

Los dos continuaban de pie. Rachel sabía que él no quería que se sentara ni que se quedara por el visitante al que estaba esperando. Así que decidió forzar la situación y se sentó en el sofá raído sin que la invitaran.

– ¿Por qué ha alquilado este sitio nueve meses?

Bosch apartó una silla de la mesa del comedor y se sentó.

– No tiene nada que ver con esto, si es lo que quiere decir.

– No, no pensaba eso. Simple curiosidad. No tiene pinta de jugador, al menos de jugador de casino. Y esto parece un sitio para ludópatas.

Bosch asintió con la cabeza.

– Lo es. Eso y gente con otras adicciones. Estoy aquí porque mi hija vive en la ciudad. Con su madre. Yo estoy intentando conocerla. Supongo que ella es mi adicción.

– ¿Qué edad tiene?

– Pronto cumplirá seis.

– Qué bien. Y su madre es Eleanor Wish, la antigua agente del FBI.

– La misma. ¿Qué puedo hacer por usted, agente Walling?

Ella sonrió. Le gustaba Bosch. Iba al grano. Al parecer, no dejaba que nada ni nadie lo intimidara. Se preguntó por el origen de esa actitud. ¿Era por haber llevado placa o por otra cosa?

– Para empezar puedes llamarme Rachel, pero creo que se trata más de lo que yo puedo hacer por ti. Querías que contactara contigo, ¿no?

El rió, pero sin el menor atisbo de humor.

– ¿De qué estás hablando?

– De la entrevista. Las miradas, las señas, las sonrisas, todo eso. Me has elegido como una especie de aliada. Tratabas de conectar. Supongo que querías equilibrar la situación de tres contra uno.

Bosch se encogió de hombros y miró por el balcón.

– Era un palo de ciego. Yo…, no sé, simplemente pensé que no te estaban tratando demasiado bien ahí, nada más. Y supongo que sé lo que es eso.

– Hace ocho años que el FBI no me trata muy bien.

Bosch la miró.

– ¿Todo por Backus?

– Eso y otras cosas. Cometí algunos errores y el FBI nunca perdona.

– Yo también sé cómo es eso. -Se levantó-. Me estoy tomando una cerveza -dijo-. ¿Quieres una, o es una visita de servicio?

– Puedo tomarme una, de servicio o no.

Bosch se levantó, cogió la botella abierta de la mesa del comedor y fue a la pequeña cocina del apartamento. Puso la botella en el fregadero y sacó otras dos de la nevera. Las abrió y se las llevó a la sala. Rachel sabía que debía tener cuidado y estar alerta. La línea entre quién jugaba con quién en ese tipo de situaciones era muy fina.

– Hay vasos del apartamento en los armarios, pero no me fiaría de ellos -dijo, pasándole una botella.

– La botella está bien.

Rachel cogió la suya y la hizo sonar con la de Bosch antes de tomar un pequeño trago. Sierra Nevada, estaba buena. Sabía que él estaba observando si bebía realmente. Se limpió la boca con el dorso de la mano, aunque no tenía que hacerlo.

– Está buena.

– Mucho. Entonces, ¿qué parte de esto te están dejando a ti? ¿O sólo tienes que quedarte mirando y en silencio, como el agente Zigo?

Rachel se rió.

– Sí, creo que todavía no le he oído farfullar una frase entera. Aunque yo sólo llevo aquí un par de días. Básicamente, me trajeron porque no tenían mucha elección. Yo tenía mi propia historia con Bob Backus y el GPS me lo mandó a mí a Quantico, aunque yo no había puesto los pies allí en ocho años. Como te has dado cuenta en la caravana, esto podría tratarse de mí. Tal vez, tal vez no, pero me da un papel.

– ¿Y de dónde te trajeron?

– De Rapid City.

Bosch hizo una mueca.

– No, no está tan mal -dijo ella-. Antes estuve en Minot, Dakota del Norte. Una oficina de un solo agente. Creo que en mi segundo año allí hubo una primavera de verdad.

– ¡Qué putada! En Los Ángeles lo que hacen cuando quieren sacarte de en medio es lo que llaman «terapia de autovía», te transfieren a la división que está más lejos de donde tú vives para que tengas que tragarte los embotellamientos todos los días. Un par de años de dos horas diarias de cola y los tipos entregan las placas.

– ¿Es lo que te ocurrió a ti?