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Podía haber vuelto al Double X para dedicar una hora a leer el expediente del Poeta, pero decidí conducir. Paradise Road estaba mucho menos congestionado que el Strip. Siempre es así. Enfilé Harmon y después giré hacia el norte y casi de inmediato me metí en el aparcamiento del Embassy Suites. Pensé que tal vez Rachel Walling querría tomar una taza de café y recibir una explicación más completa de la excursión del día siguiente.

Recorrí el aparcamiento a escasa velocidad buscando un coche del FBI que pudiera resultarme obvio por los tapacubos baratos y la matrícula federal. Pero no vi ninguno. Saqué el móvil, llamé a información y obtuve el número del Embassy Suites. Marqué, pregunté por la habitación de Rachel Walling y me pasaron. El teléfono sonó repetidamente, pero nadie respondió. Colgué y pensé un momento. Entonces reabrí el teléfono y llamé al número de móvil que ella me había dado. Me contestó al momento.

– Hola, soy Bosch, ¿en qué estás? -dije de la manera más despreocupada que pude.

– Nada, por aquí.

– ¿Estás en el hotel?

– Sí, por qué, ¿qué pasa?

– Nada, sólo pensaba que quizá te apetecería una taza de café o algo. Estoy fuera y tengo un rato. Puedo estar en tu hotel en un par de minutos.

– Oh, gracias, pero creo que esta noche no voy a salir.

«Claro que no puedes salir, ni siquiera estás ahí.»

– Tengo bastante jet-lag, a decir verdad. Siempre me afecta el segundo día. Además, mañana hemos de empezar temprano.

– Entiendo.

– No, no es que no quiera, quizá mañana, ¿vale?

– Vale. ¿Sigue en pie a las ocho?

– Allí estaré.

Colgamos y sentí el primer peso de la duda en mi estómago. Ella tramaba algo, estaba jugando conmigo de algún modo.

Enseguida traté de descartarlo. Su misión era vigilarme. Había sido clara en eso. Quizá me estaba poniendo paranoico.

Hice otro circuito por el aparcamiento, buscando un Crown Vic o un LTD, pero no vi ninguno. Rápidamente salí y volví a meterme en Paradise Road. En Flamingo doblé al oeste, volví a cruzar el Strip y pasé por encima de la autovía. Aparqué en el estacionamiento de un steakhouse cerca de Palms, el casino favorito de muchos de los residentes en Las Vegas porque estaba apartado del Strip y atraía a un montón de celebridades. La última vez que Eleanor y yo habíamos hablado civilizadamente me dijo que estaba pensando en cambiar su fidelidad al Bellagio por el Palms. El Bellagio seguía siendo el sitio donde iba el dinero, pero las cantidades más grandes se jugaban en el bacará, el pai gow o el crap. Al póquer le correspondía un estilo diferente, por ser el único juego donde no compites contra la casa. Ella había oído comentar que todas las celebridades y deportistas que venían de Los Ángeles al Palms estaban jugando al póquer y perdiendo enormes sumas en su proceso de aprendizaje.

En la barra del steakhouse pedí un filete y una patata asada. La camarera trató de convencerme de que no pidiera la carne bastante hecha, pero me mantuve firme. En los sitios donde había crecido nunca vi ninguna comida que estuviera rosada en el centro y no podía empezar a disfrutarlo ahora.

Después de que ella se alejó, pensé en una cocina del ejército en la que había estado una vez en Fort Benning. Había costillares completos de buey hervidos en una docena de cubas enormes. Un tipo con una pala estaba espumando aceite de la superficie de una de las cubas. Esa cocina era lo peor que había olido hasta que al cabo de unos meses me metí en los túneles y una vez entré reptando en un lugar donde el Vietcong escondía sus cadáveres de los estadísticos del ejército.

Abrí el archivo del Poeta, y estaba enfrascado en una cuidadosa lectura cuando sonó mi móvil. Contesté sin fijarme en la pantalla de identificación.

– ¿Hola?

– Harry, soy Rachel. ¿Todavía te apetece el café? He cambiado de idea.

Supuse que había vuelto a toda prisa al Embassy Suites para que no la pillara en una mentira.

– Um, acabo de pedir la cena en la otra punta de la ciudad.

– Mierda, lo siento. Bueno, así aprenderé. ¿Estás solo?

– Sí, tengo algunas cosas de trabajo aquí.

– Bueno, ya sé cómo es eso. Yo ceno sola todas las noches.

– Sí, yo también, cuando ceno.

– ¿En serio? ¿Y tu niña?

Ya no estaba cómodo ni confiado hablando con ella. No sabía qué estaba tramando. Y no tenía ganas de hablar de mi triste experiencia conyugal o como padre.

– Ah, escucha, me están mirando mal. Creo que los móviles van contra las reglas.

– Bueno, no queremos romper las reglas. Te veo mañana a las ocho, entonces.

– Vale, Eleanor, adiós.

Estaba a punto de colgar el teléfono cuando oí su voz.

– ¿Harry?

– ¿Qué?

– Yo no soy Eleanor.

– ¿Qué?

– Acabas de llamarme Eleanor.

– Oh, me he equivocado. Lo siento.

– ¿Te recuerdo a ella?

– Puede. Más o menos. No ahora, sino de hace un tiempo.

– Oh, bueno, espero que no sea de hace demasiado tiempo.

Ella se estaba refiriendo a la caída en desgracia de Eleanor en el FBI. Una caída tan mala que ni siquiera se contempló la posibilidad de darle un destino en condiciones rigurosas en Minot.

– Te veo mañana, Rachel.

– Buenas noches, Harry.

Cerré el teléfono y pensé en mi error. Había salido directo del inconsciente, pero una vez al descubierto resultaba obvio. No quería pensar en eso. Quería refugiarme en el archivo que tenía delante. Sabía que estaría más cómodo estudiando la sangre y la locura de otra persona y otro tiempo.

27

A las ocho y media llamé a la puerta de la casa de Eleanor Wish y salió a abrirme la mujer salvadoreña que vivía allí y cuidaba de mi hija. Marisol tenía una cara amable aunque envejecida. A sus cincuenta y tantos, parecía mucho mayor. Su historia de supervivencia era demoledora y cuando pensaba en ella me sentía afortunado de mi propia biografía. Desde el primer día, cuando me había presentado de manera inesperada en aquella casa y había descubierto que tenía una hija, Marisol me había tratado con amabilidad. Nunca me había visto como una amenaza y siempre era completamente cordial y respetuosa de mi posición de padre y outsider. Se echó atrás y me dejó pasar.

– Está durmiendo -dijo.

Levanté la carpeta que llevaba.

– No importa. Tengo trabajo. Sólo quería sentarme un rato a su lado. ¿Cómo estás, Marisol?

– Oh, yo estoy bien.

– ¿Eleanor ha ido al casino?

– Sí, ha ido.

– ¿Y cómo se ha portado Maddie esta noche?

– Maddie es una buena niña. Ella juega.

Marisol siempre mantenía sus informes escuetos. Había intentado hablar con ella en castellano en otras ocasiones, creyendo que la razón de que hablara tan poco era su desconocimiento del inglés. Sin embargo, ella me dijo poco más en su lengua nativa, prefiriendo mantener sus informes sobre la vida y las actividades de mi hija en unas pocas palabras en cualquier idioma.

– Bueno, gracias -dije-. Si quieres acostarte, ya me iré luego yo solo. Me aseguraré de cerrar la puerta.

No tenía llave de la casa, pero la puerta de la calle se cerraba de golpe.

– Sí, bueno.

La saludé con la cabeza y enfilé el pasillo hacia la izquierda. Entré en la habitación de Maddie y cerré la puerta. Había una lámpara de noche enchufada en la pared del fondo que emitía un brillo azul en la habitación. Me abrí camino hasta uno de los laterales de la cama y encendí la luz de la mesilla. Sabía por experiencia que a Maddie no le molestaba la luz. Su sueño de niña de cinco años era tan profundo que al parecer podía dormir con cualquier cosa, incluso con una final de los Lakers en televisión o con un terremoto de cinco grados en la escala de Richter.