La luz reveló una cabellera de pelo negro enmarañado sobre la almohada. La cara quedaba oculta a mi vista. Le aparté los rizos del rostro y me incliné para besarla en la mejilla. Me coloqué de lado, para que mi oreja quedara más cerca de ella. Escuché el sonido de su respiración y eso me recompensó, liberándome de un instante de miedo infundado.
Me acerqué a la cómoda y apagué el escucha bebés, la otra parte del cual sabía que estaba en la sala de televisión o en el dormitorio de Marisol. Ya no había necesidad de él.
Maddie dormía en una cama queen size, con toda clase de gatos en el estampado de la colcha. El cuerpecito de mi hija ocupaba tan poco espacio en la cama que quedaba mucho sitio para que yo apoyara la segunda almohada contra el cabezal y me recostara a su lado. Pasé la mano bajo las mantas y la apoyé suavemente en su espalda. Esperé hasta que percibí el leve subir y bajar de su respiración. Con la otra mano abrí el expediente del Poeta y empecé a leer.
En la cena había revisado casi todo el expediente. Este incluía el perfil del sospechoso, realizado en parte por la agente Walling, así como los informes de investigación y las fotos de la escena del crimen que se acumularon cuando la investigación estaba en curso y el FBI mantuvo una persecución del asesino conocido como el Poeta a lo largo y ancho del país. Eso había sido ocho años antes, cuando el Poeta asesinó a ocho detectives de homicidios, viajando de este a oeste, antes de que su carrera llegara a su fin en Los Ángeles.
En casa de Eleanor, con mi hija durmiendo a mi lado, empecé con los informes que llegaron después de que el agente especial del FBI Robert Backus hubiera sido identificado como el sospechoso. Después de que Rachel Walling le disparara y desapareciera.
El informe de la autopsia de un cadáver hallado por un inspector del Departamento de Aguas y Energía en un túnel de alcantarillado de Laurel Canyon formaba parte del expediente. El cadáver fue hallado casi tres meses después de que, tras recibir un disparo, Backus cayera a través de la ventana de una casa en voladizo y desapareciera en la oscuridad y los matorrales que había debajo. En el cadáver se encontraron las credenciales del FBI y una placa pertenecientes a Robert Backus. La ropa, deteriorada, también era suya: un traje hecho a mano para Backus en Italia cuando había sido enviado a Milán como asesor en la investigación de un asesino en serie.
Sin embargo, la identificación científica del cadáver no era concluyente. Los restos estaban muy descompuestos, con lo cual el análisis de las huellas dactilares resultaba imposible. E incluso faltaban partes del cuerpo. Inicialmente se supuso que habían sido devoradas por las ratas y otros animales que habitaban en los túneles. No se halló la mandíbula ni el maxilar superior, lo que impedía una comparación con los registros dentales de Robert Backus.
La causa de la muerte tampoco pudo determinarse, aunque el cadáver presentaba una herida de bala en el abdomen superior, el lugar donde la agente Rachel Walling dijo haber impactado y había una costilla fracturada, posiblemente por la fuerza del disparo. Sin embargo, no se recuperaron fragmentos de bala, lo cual apuntaba a que el proyectil atravesó el cuerpo, y por tanto no fue posible realizar una comparación balística con el arma de Walling.
Nunca se llevó a cabo una comparación o identificación por medio del ADN. Después del disparo -cuando se pensó que Backus podría seguir con vida y fugitivo-, los agentes fueron a la casa y el despacho del agente. Pero estaban buscando pruebas de los crímenes que había cometido y pistas de por qué lo había hecho. No pensaron en la posibilidad de que un día podrían necesitarlo para identificar sus restos putrefactos. A causa de una metedura de pata que acecharía la investigación y dejaría al FBI expuesto a posteriores acusaciones de negligencia y encubrimiento, no se recogieron potenciales contenedores de ADN: pelo y piel del desagüe de la ducha, saliva del cepillo de dientes, fragmentos de uñas recortadas de las papeleras, caspa y pelo del respaldo de la silla del despacho. Y tres meses después, cuando se encontró el cadáver en el túnel de alcantarillado, era demasiado tarde. Esos contenedores estaban comprometidos o ya no existían. El edificio donde Backus poseía un apartamento se incendió misteriosamente tres semanas después de que el FBI hubiera acabado con él. Y la oficina de Backus había sido heredada y completamente renovada y redecorada por un agente llamado Randal Alpert, que ocupó su puesto en la unidad de Ciencias del Comportamiento.
La búsqueda de muestras de sangre perteneciente a Backus resultó inútil y de nuevo supuso una situación embarazosa para el FBI. Cuando la agente Walling disparó a Backus en la casa de Los Ángeles una pequeña cantidad de sangre salpicó el suelo. Se recogió una muestra, pero luego ésta fue destruida inadvertidamente en el laboratorio de Los Ángeles cuando eliminaron los residuos médicos.
Una búsqueda de sangre que pudiera haberse extraído a Backus durante las revisiones médicas o como donaciones a bancos de sangre resultó infructuosa. Gracias a su astuta planificación y a una buena dosis de suerte y negligencia burocrática, Backus había desaparecido sin dejar el menor rastro.
La búsqueda de Backus terminó oficialmente con el hallazgo del cadáver en el túnel de alcantarillado. Pese a que nunca llegó a confirmarse científicamente la identidad, las credenciales, la placa y el traje italiano bastaron a las autoridades del FBI para actuar con celeridad y anunciar el cierre de un caso que había acaparado la atención de los medios y había minado severamente la ya maltrecha imagen de la agencia federal.
Sin embargo, entretanto, continuó una investigación callada del historial psicológico del agente asesino. Esos eran los informes que ahora estaba leyendo. La investigación, conducida por la Sección de Ciencias del Comportamiento -la misma unidad en la que había trabajado Backus-, parecía más preocupada con la cuestión del porqué de sus crímenes que por la pregunta de cómo había podido llevarlos a cabo bajo las mismas narices de los máximos expertos en criminología. Esta vía de la investigación era probablemente una medida de protección. Miraban al sospechoso, no al sistema. El archivo estaba repleto de informes sobre la primera infancia, adolescencia y educación del agente Backus. A pesar de la cantidad de observaciones, especulaciones y resúmenes escritos con esmero, había poca cosa. Sólo unas cuantas hebras desenmarañadas del complejo tejido de la personalidad. Backus seguía siendo un enigma, y su patología un secreto. En última instancia, él era el caso que los profesionales mejores y más brillantes no podían descifrar.
Repasé las hebras. Backus era el hijo de un padre perfeccionista -un agente del FBI, nada menos- y una madre que nunca conoció. Se informó de que el padre había sido físicamente brutal con el niño, al que posiblemente culpaba de que la madre hubiera abandonado a la familia, y lo castigaba con severidad por infracciones como mojar la cama y burlarse de las mascotas de los vecinos. Un informe se debía a un compañero de clase de séptimo grado que informó de que Robert Backus le había confiado que cuando era más pequeño su padre le castigaba por mojar la cama esposándolo al toallero que había dentro de la mampara de la ducha. Otro ex compañero de clase explicó que Backus, según le había confesado en una ocasión, dormía todas las noches con una almohada y una manta en la bañera porque temía el castigo que podían infligirle por mojar la cama. Un vecino de infancia informó de la sospecha de que había sido Backus quien había matado a un perro salchicha cortándolo por la mitad y dejando sus partes en un descampado.
De adulto, Backus exhibió tendencias obsesivo-compulsivas. Tenía fijaciones con la limpieza y el orden. Muchos testimonios en este sentido provenían de agentes compañeros suyos en Ciencias del Comportamiento. Backus era bien conocido en la unidad por retrasar durante muchos minutos reuniones programadas mientras estaba lavándose las manos. Nadie lo vio comer nada en la cafetería de Quantico salvo sándwiches calientes de queso. Día tras día, un sándwich caliente de queso. También mascaba chicle de manera compulsiva y ponía mucho esmero en asegurarse de que nunca se quedaba sin Juicy Fruit, su marca preferida. Un agente describió su masticación como mesurada, lo que significaba que creía que Backus incluso contaba las veces que mascaba cada chicle y, cuando alcanzaba una cifra concreta, tiraba el chicle y empezaba con otro.