Me cansé cada vez más y no tardé en cerrar los ojos para descansar unos minutos. Y pronto, yo también, soñé. Pero en mi sueño aparecían figuras en sombras y voces airadas, había movimientos bruscos y repentinos en la oscuridad. No sabía dónde estaba ni adonde me dirigía. Y de repente unas manos que no veía me atraparon y me sacaron de allí, de vuelta hacia la luz.
– Harry, ¿qué estás haciendo?
Abrí los ojos y Eleanor estaba tirando del cuello de mi chaqueta.
– Eh… Eleanor… ¿qué…?
Por alguna razón traté de sonreírle, pero todavía estaba demasiado desorientado para saber por qué.
– ¿Qué estás haciendo? Mira todo eso en el suelo.
Estaba empezando a registrar que estaba enfadada. Me incorporé y miré por el borde de la cama. El expediente del Poeta se había escurrido de la colcha y se había desparramado por el suelo. Las fotos de la escena del crimen estaban dispersas por todas partes. Tres fotos de un detective de la policía de Denver que había sido asesinado por Backus en su coche estaban prominentemente expuestas. La parte posterior del cráneo de la víctima había quedado destrozada y había sangre y tejido cerebral en todo el asiento. Había otras fotos de cadáveres flotando en canales, fotos de otro detective cuya cabeza fue arrancada por un disparo de escopeta.
– Oh, ¡mierda!
– ¡No puedes hacer esto! -dijo Eleanor en voz alta-. ¿Y si se despierta y lo ve? Tendría pesadillas el resto de su vida.
– Se va a despertar si no bajas la voz, Eleanor. Lo siento, ¿vale? No pensaba quedarme dormido.
Bajé de la cama y me arrodillé en el suelo para recoger rápidamente el contenido de la carpeta. Al hacerlo, miré mi reloj y vi que eran casi las cinco de la mañana. Había dormido durante horas. No era de extrañar que estuviera tan desorientado.
Al ver la hora también comprendí que Eleanor había vuelto a casa tarde. Normalmente no jugaba tanto. Probablemente había tenido una mala noche y había tratado de mitigar sus pérdidas: una mala estrategia. Guardé con rapidez las fotos y los informes en la carpeta y me levanté.
– Lo siento -dije otra vez.
– Maldita sea, no es lo que necesito encontrar cuando llego a casa.
No dije nada, sabía que no tenía opción de ganar en esa situación.
Me volví y miré la cama. Maddie continuaba durmiendo, con sus rizos castaños otra vez sobre la cara. Si podía dormir en cualquier situación, esperaba que pudiera dormir con el silencio atronador de la rabia que sus padres se arrojaban el uno al otro.
Eleanor salió rápidamente de la habitación y yo la seguí al cabo de un momento. La encontré en la cocina, recostada en la encimera con los brazos cruzados con fuerza delante de ella.
– ¿Una mala noche?
– No culpes mi reacción a esto a la clase de noche que he tenido.
Levanté las manos en ademán de rendición.
– No lo hago. Me culpo a mí. La he cagado. Sólo quería sentarme un rato a su lado y me he quedado dormido.
– Quizá no tendrías que volver a hacerlo.
– ¿Qué, venir a visitarla por la noche?
– No lo sé.
Ella se acercó a la nevera y sacó una botella de agua mineral. Se sirvió un vaso y luego me tendió a mí la botella. Le dije que no quería agua.
– De todos modos, ¿qué es esa carpeta? -preguntó ella-. ¿Estás trabajando en un caso?
– Sí. Un asesinato. Empezó en Los Ángeles y me ha llevado aquí. Hoy tengo que ir al desierto.
– ¡Qué oportuno! Por el camino podías pasarte por aquí y asustar a tu hija.
– Vamos, Eleanor, ha sido una estupidez y yo soy un idiota, pero al menos no ha visto nada.
– Podría haberlo visto. Tal vez lo ha hecho. Tal vez se ha despertado y ha visto esas fotos horribles y después se ha vuelto a dormir. Probablemente está teniendo una pesadilla horrible.
– Mira, no se ha movido en toda la noche. Seguro. Estaba dormida como un tronco. No volverá a pasar, ¿podemos dejarlo así?
– Claro, perfecto.
– Mira, Eleanor, ¿por qué no me hablas de tu noche?
– No, no quiero hablar de eso. Sólo quiero irme a la cama.
– Entonces yo te contaré algo.
– ¿Qué?
No había pensado sacarlo a relucir, pero la situación se había convertido en una bola de nieve y sabía que tenía que decírselo.
– Estoy pensando en volver a mi trabajo.
– ¿A qué te refieres, al caso?
– No, a la policía. El departamento tiene un programa. Los viejos tipos como yo pueden volver a ingresar. Están buscando experiencia. Si lo hago ahora no tendré que volver a pasar por la academia.
Ella dio un trago largo de agua y no respondió.
– ¿Qué piensas de eso, Eleanor?
Mi ex mujer se encogió de hombros como si no le importara.
– Haz lo que quieras, Harry. Pero no verás tanto a tu hija. Estarás metido en casos y… ya sabes cómo va eso.
Asentí con la cabeza.
– Puede ser.
– Y puede ser que no importe. Ella no te ha tenido cerca la mayor parte de su vida.
– ¿Y quién tiene la culpa?
– Mira, no volvamos a abrir la caja de los truenos.
– Si hubiera sabido que existía, habría estado aquí. No lo sabía.
– Ya lo sé, ya lo sé. Es culpa mía.
– No estoy diciendo eso. Estoy…
– Ya sé lo que estás diciendo. Ni siquiera tienes que decirlo.
Los dos nos quedamos un momento en silencio, dejando que la rabia refluyera. Miré al suelo.
– Tal vez ella también podría venir -dije.
– ¿De qué estás hablando?
– De lo que hablamos antes. De esta ciudad. De que crezca aquí.
Ella sacudió la cabeza pausadamente.
– Y no he cambiado de idea sobre eso. ¿Qué crees, que vas a educarla tú solo? Tú, con tus llamadas en medio de la noche, jornadas interminables, largas investigaciones, pistolas en la casa, fotos de la escena del crimen esparcidas por el suelo. ¿Es eso lo que quieres para ella? ¿Crees que eso es mejor que Las Vegas?
– No, estaba pensando que quizá tú también podías ir a Los Ángeles.
– Olvídalo, Harry. No voy a volver a hablar de esto. Voy a quedarme aquí, y Madeline también. Tú toma la decisión que sea mejor para ti, pero no lo hagas por mí y por Maddie.
Antes de que pudiera responder, Marisol entró en la cocina, con los ojos arrugados por el sueño. Llevaba una bata blanca con la palabra «Bellagio» escrita en letra cursiva en el bolsillo.
– Muy alto -dijo.
– Tienes razón, Marisol -dijo Eleanor-. Lo siento.
Marisol se acercó a la nevera y sacó la botella de agua. Se sirvió un vaso y la guardó. Salió de la cocina sin decir otra palabra.
– Creo que deberías irte -me dijo Eleanor-. Estoy demasiado cansada para hablar de esto ahora.
– Muy bien. Iré a ver a la niña y decirle adiós.
– No la despiertes.
– No me digas.
Volví a la habitación de mi hija. Habíamos dejado la luz encendida. Me senté en el borde de la cama, cerca de ella, y simplemente la miré durante unos momentos. Después la peiné y la besé en la mejilla. Olí el aroma de champú infantil en su pelo. La besé otra vez y le susurré las buenas noches. Apagué la luz y después me quedé allí sentado durante otro par de minutos, observando y esperando sin saber bien qué. Supuse que tal vez esperaba que Eleanor entrara y se sentara en la cama, que tal vez podríamos ver dormir a nuestra hija juntos.
Después de un rato, me levanté y encendí de nuevo el escucha bebés. Salí de la habitación. La casa estaba en silencio cuando yo caminaba hacia la puerta. No vi a Eleanor. Se había ido a acostar, no necesitaba volver a verme. Cerré la puerta de la calle y me aseguré de que quedaba bien cerrada al salir.
El fuerte clic de acero contra acero tenía en sí una irrevocabilidad que rebotó en mi interior como una bala.
30
A las ocho de la mañana estaba en mi Mercedes enfrente de la entrada del vestíbulo del Embassy Suites, en Paradise Road. Tenía dos cafés grandes de Starbucks en los portavasos y una bolsa de donuts. Acababa de ducharme y afeitarme. Me había cambiado la ropa con la que había dormido. Había llenado el depósito de gasolina y agotado mi límite de retirada de efectivo en el cajero automático. Estaba preparado para un día en el desierto, pero Rachel Walling no salió por las puertas de cristal. Había esperado cinco minutos y ya estaba a punto de llamarla cuando sonó mi teléfono. Era ella.