Lockridge chascó los dedos y me señaló.
– Ahora lo recuerdo, usted era el poli. Usted es el que estuvo aquella noche en su barco cuando aparecieron dos matones para liquidarlo. Salvó a Terry y después él lo salvo a usted.
Dije que sí con la cabeza.
– Exacto. ¿Puedo hacerle unas preguntas, Buddy?
El abrió las manos, dando a entender que estaba preparado y que no tenía nada que ocultar.
– Oh, claro, tío. No pretendía acaparar el micrófono, en serio.
Saqué mi libreta y la puse sobre la mesa. -Gracias. Empecemos con la última salida en barco. Cuénteme.
– Bueno, ¿qué quiere saber?
– Todo.
Lockridge resopló.
– Es mucho pedir-dijo.
Sin embargo, empezó a contarme la historia. Lo que inicialmente me explicó coincidía con los escuetos relatos que había leído en los periódicos de Las Vegas y con lo que había oído cuando asistí al funeral de McCaleb. McCaleb y Lockridge habían salido en una excursión de pesca de cuatro días y tres noches, llevando a una partida de un solo hombre a las aguas de Baja California para pescar marlines. El cuarto día, cuando regresaban al puerto de Avalon, en la isla de Catalina, McCaleb se desplomó en el timón. Estaban a veintidós millas de la costa, a medio camino entre San Diego y Los Ángeles. Se emitió una llamada de auxilio por radio a la Guardia Costera y enviaron un helicóptero de rescate. McCaleb fue aerotransportado a un hospital de Long Beach, donde ingresó cadáver.
Cuando hubo terminado su relato asentí como si todo coincidiera con lo que ya había oído.
– ¿Lo vio derrumbarse?
– No, aunque lo noté.
– ¿Qué quiere decir?
– Bueno, él estaba arriba, al timón. Yo estaba en cubierta con el cliente. Navegábamos hacia el norte, rumbo a casa. El cliente ya había tenido bastante pesca por entonces, o sea que ni siquiera teníamos las cañas en el agua. Terry iba al máximo, probablemente a veinticinco nudos. Así que Otto, el cliente, y yo estábamos en el puente de mando y el barco de repente hizo un giro de noventa grados hacia el oeste. A mar abierto, tío. Sabía que eso no estaba planeado, así que subí por la escalera y en cuanto asomé la cabeza vi a Terry doblado sobre el timón. Se había desplomado. Llegué hasta él y estaba vivo, pero completamente en las nubes.
– ¿Qué hizo?
– Fui socorrista. En Venice Beach. Todavía sé hacer una reanimación. Llamé a Otto para que se ocupara del timón y me puse a atender a Terry mientras Otto tomaba el control del barco y sacaba la radio para llamar a la Guardia Costera. No conseguí reanimar a Terry, pero no paré de echar aire en sus pulmones hasta que apareció el helicóptero. Tardaron mucho.
Tomé una nota en mi libreta. No porque fuera importante, sino porque quería que Lockridge supiera que lo tomaba en serio y que lo que él considerara importante también era importante para mí.
– ¿Cuánto tardaron?
– Veinte, veinticinco minutos. No estoy seguro de cuánto fue, pero parece una eternidad cuando estás tratando de que alguien siga respirando.
– Sí, toda la gente con la que he hablado dijo que hizo todo lo posible. Así que Terry nunca pronunció ni una palabra. Sólo se desplomó sobre el timón.
– Exactamente.
– ¿Entonces qué fue lo último que le dijo?
Lockridge empezó a morderse la uña de uno de sus pulgares mientras intentaba recordarlo.
– Buena pregunta. Supongo que fue cuando volvió a la barandilla que da al puente de mando y gritó que estaríamos en casa al anochecer.
– ¿Y cuánto tiempo pasó entre que dijo eso y se desplomó?
– Una media hora, o un poco más.
– ¿Y tenía buen aspecto?
– Sí, parecía el Terror de siempre. Nadie habría adivinado lo que iba a pasar.
– Por entonces llevaban cuatro días en el barco, ¿no?
– Eso es. Bastante apretados porque el cliente ocupó el camarote principal. Terry y yo dormíamos en el camarote de proa.
– ¿Durante ese tiempo vio si Terry se tomaba sus medicinas todos los días? Todas las pastillas que tenía que tomarse.
Lockridge asintió con énfasis.
– Ah, sí, no paraba de tomar pastillas. Cada mañana y cada noche. Hemos estado juntos en muchas excursiones de pesca. Era su ritual, era como un reloj. Nunca fallaba. Y en este viaje tampoco.
Tomé un par de apuntes más, sólo para mantenerme en silencio e incitar a Lockridge a seguir hablando. Pero no lo hizo.
– ¿Mencionó que tenían un gusto diferente o que se sentía diferente después de tomarlas?
– ¿De eso se trata? ¿Están tratando de decir que Terry se tomó las pastillas equivocadas para no tener que pagar el seguro? De haberlo sabido, nunca habría aceptado hablar con usted.
Empezó a levantarse. Yo me estiré y lo agarré por el brazo.
– Siéntese, Buddy. No sé trata de eso. Y yo no trabajo para la compañía de seguros.
El se dejó caer pesadamente en el banco y se miró el brazo en el lugar donde lo había agarrado.
– ¿Entonces de qué se trata?
– Ya sabe de qué se trata. Sólo me estoy asegurando de que la muerte de Terry fue como se supone que fue.
– ¿Se supone que fue?
Me di cuenta de que no había elegido bien mis palabras.
– Lo que estoy tratando de decir es que quiero asegurarme de que no le ayudaron.
Lockridge me estudió durante varios segundos y asintió lentamente.
– ¿Se refiere a que las pastillas estaban contaminadas o manipuladas?
– Quizá.
Lockridge cerró la mandíbula con fuerza y resolución. No me pareció que estuviera actuando. -¿Necesita alguna ayuda?
– Podría necesitarla, sí. Mañana por la mañana voy a ir a Catalina. Voy a mirar en el barco. ¿Puede reunirse conmigo allí?
– Por supuesto.
Parecía entusiasmado y sabía que al final tendría que poner coto a eso, pero por el momento quería su cooperación plena.
– Bien. Ahora deje que le haga unas pocas preguntas más. Hábleme del cliente de la excursión. ¿Conocían a ese tipo Otto de antes?
– Ah, sí, llevamos a Otto un par de veces al año. Vive en la isla, y ésa es la única razón por la que hicimos la excursión de varios días. Ése era el problema con el negocio, pero a Terror nunca le importó. El era feliz quedándose en aquel puertecito y esperando la mitad de los días.
– Pare un momento, Buddy. ¿De qué está hablando?
– Estoy hablando de que Terry mantenía el barco en la isla. Lo que conseguíamos allí era gente que estaba visitando Catalina y que quería salir unas horas a pescar. No conseguíamos las excursiones importantes. En los trabajos de tres, cuatro o cinco días es donde se saca buen dinero. Otto era la excepción porque vive allí y le gustaba ir a pescar a México un par de veces al año y de paso echar una cana al aire.
Lockridge me estaba dando más información y vías de interrogatorio de las que podía manejar de una vez. Me quedé con McCaleb, pero sin duda iba a volver a Otto, el cliente de la excursión.
– ¿Está diciendo que Terry se conformaba con un negocio de poca monta?
– Exactamente, yo no paraba de decirle: «Traslada el negocio al continente, pon unos anuncios y consigue trabajo de verdad.» Pero él no quería.
– ¿Alguna vez le preguntó por qué?
– Claro, él quería quedarse en la isla. No quería estar siempre separado de la familia. Y quería tener tiempo para trabajar en sus archivos.
– ¿Se refiere a sus viejos casos?
– Sí, y también a algunos nuevos.
– ¿ Cuáles?
– No lo sé. Siempre estaba recortando artículos del periódico y guardándolos en carpetas, haciendo llamadas telefónicas, cosas así.
– ¿En el barco?
– Sí, en el barco. Graciela no se lo habría permitido en la casa. Terry me contó que a ella no le gustaba que lo hiciera. A veces llegaba al punto de quedarse a dormir en el barco por la noche. Al final. Creo que era por los archivos. Se había obsesionado con algo y ella había terminado diciéndole que se quedara en el barco hasta que lo superara.