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– Entiendo. Entonces, ¿cómo lo manejamos?

Casi sonriendo porque ella había usado el plural, le devolví la pregunta.

– No lo sé -dijo Rachel-. Supongo que simplemente entrando por la puerta.

Lo que significaba que iríamos de frente y simplemente entraríamos y haríamos preguntas. No estaba seguro de que fuera la forma adecuada de proceder, pero ella tenía placa y yo no.

Pasamos la localidad de Pahrump y al cabo de quince kilómetros llegamos a una intersección donde había un letrero que ponía «Clear» y una flecha a la izquierda. Doblé y el asfalto enseguida dio paso a una carretera de gravilla que levantaba una nube de polvo detrás del coche. La población de Clear podía vernos venir desde un kilómetro de distancia.

Si nos estaban buscando, claro. Pero la localidad de Clear, Nevada, resultó ser poco más que un parque de caravanas. La carretera de gravilla nos llevó a otro cruce y otro cartel con una flecha. Doblamos de nuevo al norte y enseguida llegamos a un descampado donde había un viejo remolque con óxido en los remaches. Un cartel situado en el borde superior del remolque decía: «Bienvenidos a Clear. Bar abierto. Se alquilan habitaciones.» No había coches aparcados en el descampado de delante del bar.

Continué conduciendo y la nueva carretera se curvó para adentrarse en un barrio de caravanas que se recalentaban como latas de cerveza al sol. Había pocas que estuvieran en mejor estado que la del cartel de bienvenida. Finalmente llegamos a una estructura permanente que parecía ser un ayuntamiento, así como la ubicación del manantial que daba nombre a la localidad. Proseguimos la marcha y nos vimos recompensados por otra flecha y otro cartel. Este decía simplemente «Burdeles».

Nevada autoriza más de treinta burdeles en todo el estado. En esos lugares la prostitución es legal, controlada y monitorizada. Encontramos tres de esos establecimientos con licencia estatal al final de la carretera de Clear. La carretera de gravilla se ensanchaba en una gran rotonda donde había tres burdeles de diseño similar esperando a los clientes. Se llamaban Sheila's Front Porch, Tawny's High Five Ranch y Miss Delilah's House of Holies.

– Bonito -dijo Rachel-. ¿Por qué estos sitios siempre llevan nombre de mujer, como si las mujeres fueran las dueñas?

– Me has pillado. Supongo que Mister Dave's House of Holies no funcionaría demasiado bien con los tíos.

Rachel sonrió.

– Tienes razón. Supongo que es sensato. Llamas a un lugar de degradación y esclavitud de mujeres con nombre de mujer y no suena tan mal, ¿no? Es el envoltorio.

– ¿Esclavitud? Lo último que sabía era que estas mujeres eran voluntarias. Se supone que algunas son amas de casa que vienen de Las Vegas.

– Si crees eso, eres un ingenuo, Bosch. Que puedas entrar y salir no significa que no seas un esclavo.

Asentí pensativamente, porque no quería entrar con ella en un debate acerca de ese tema, ya que sabía que me llevaría a examinar y cuestionar aspectos de mi propio pasado.

Rachel aparentemente también quería dejarlo ahí.

– Bueno, ¿con cuál quieres empezar? -preguntó ella.

Detuve el coche enfrente de Tawny's High Five Ranch. No se parecía demasiado a un rancho. Era un conglomerado de tres o cuatro caravanas que estaban conectadas por pasarelas cubiertas. Miré a mi izquierda y vi que el Sheila's Front Porch era de diseño y configuración similar y que no tenía porche delantero. Miss Delilah's, a mi derecha, era tres cuartos de lo mismo y tuve la impresión de que los burdeles aparentemente separados no eran competidores, sino ramas del mismo árbol.

– No lo sé -dije-. Tanto monta, monta tanto.

Rachel entreabrió la puerta del coche.

– Espera un segundo -dije-. Tengo esto.

Le pasé la carpeta de fotos que Buddy Lockridge me había traído el día anterior. Rachel la abrió y vio las fotos de frente y perfil del hombre conocido como Shandy, pero que presumiblemente era Robert Backus.

– Ni siquiera voy a preguntarte de dónde las has sacado.

– Perfecto. Pero cógelas. Tendrán más peso si las llevas tú, que eres la que lleva placa.

– Al menos por el momento.

– ¿Has traído las fotos de los hombres desaparecidos?

– Sí, las tengo aquí.

– Bien.

Ella cogió la carpeta y salió del coche. Yo hice lo mismo. Ambos rodeamos la parte delantera del Mercedes, donde nos detuvimos un instante para examinar otra vez los tres burdeles. Había varios coches aparcados delante de cada uno de ellos. Había asimismo cuatro Harleys alineadas como una fila de cromo amenazador enfrente de Miss Delilah's House of Holies. En el depósito de una de las motos, pintada con aerosol, se veía una calavera fumándose un porro y un halo de humo encima.

– Dejemos el Delilah's para el final -dije-. Quizá tendremos suerte antes de que necesitemos entrar ahí.

– ¿Por las motos?

– Sí, por las motos. Son Road Saints. Yo diría que mejor no meterse.

– Por mí perfecto.

Abriendo camino, Rachel marchó hacia la puerta de entrada de Sheila's. No me esperó porque sabía que iba a seguir su estela.

31

En el interior de Sheila's nos recibió el enfermizo olor dulce del perfume mezclado con un exceso de incienso. También nos recibió una mujer sonriente vestida con un quimono que no parecía en modo alguno sorprendida ni ofendida por el hecho de que una pareja entrara en el burdel. Su boca dibujó un gesto severo y afilado como una guillotina cuando vio que Rachel abría la cartera y mostraba las credenciales del FBI.

– Muy bonito -dijo ella con una nota de falsa amabilidad en la voz-. Ahora déjenme ver la orden.

– Hoy no tenemos orden -replicó Rachel tranquila-. Sólo queremos hacer unas cuantas preguntas.

– Yo no tengo que hablar con ustedes a no ser que haya una orden judicial que me obligue a ello. Regento un establecimiento legal y con todos los permisos.

Me fijé en dos mujeres que estaban sentadas en un sofá y que parecían salidas de una página del catálogo de Victoria's Secret. Estaban mirando una telenovela y mostraron escaso interés en la refriega verbal que se dirimía en la puerta del local. Ambas eran en cierto modo atractivas, pero la vida les había dejado su huella en torno a los ojos y en las comisuras de la boca. La escena me recordó de pronto a mi madre y algunas de sus amigas. La forma en que me miraban cuando yo era niño y observaba cómo se preparaban para salir de noche a trabajar. De repente, me sentí completamente incómodo en aquel lugar y deseé irme. Incluso esperaba que la mujer del quimono tuviera éxito y consiguiera echarnos.

– Nadie duda de la legalidad de su establecimiento -dijo Rachel-. Simplemente necesitamos hacerle unas preguntas a usted y a… su personal, y después nos iremos.

– Traiga la orden judicial y lo haremos encantadas.

– ¿Es usted Sheila?

– Puede llamarme así. Puede llamarme como quiera siempre que me esté diciendo adiós al hacerlo.

Rachel subió la apuesta al cambiar a su tono de voz de pocos amigos.

– Si voy a por esa orden, primero llamaré a una unidad del sheriff y pondré un coche patrulla enfrente de esta caravana hasta que me vaya. Puede que regente un establecimiento legal, Sheila, pero ¿cuál de estos sitios van a elegir los tíos cuando vean al sheriff en la puerta de éste? Calculo dos horas hasta Las Vegas, varias horas esperando a entrar a ver al juez y después otras dos horas de vuelta. Termino a las cinco, así que probablemente no volveré hasta mañana. ¿Le parece bien?

Sheila volvió a golpear con dureza y velocidad.

– Si llama al sheriff, pídale que mande a Dennis o a Tommy. Conocen bien el sitio y además son clientes.

Hizo una mueca a Rachel y se mantuvo firme. No se había tragado su farol, y a Rachel no le quedaba nada más. Simplemente se miraron la una a la otra mientras transcurrían los segundos. Estaba a punto de intervenir y decir algo cuando una de las mujeres del sofá se me adelantó.