Rachel computó la información y se limitó a asentir.
– Bien. ¿Shandy es un cliente?
– No, es una especie de chófer. Hemos de ir al bar y preguntar allí.
– Entonces no podemos soltar a estos dos. Podrían venir a vernos allí. Además había cuatro motos fuera. ¿Dónde están los otros dos?
– No lo sé.
– Eh, ¡vamos! -gritó Gran Esteroide-. Estamos respirando polvo.
Rachel se acercó a los dos tipos que estaban en el suelo. -Muy bien, levantaos.
Ella esperó hasta que estuvieron en pie y mirándola con ojos malevolentes. Bajó la pistola a un costado y les habló con calma, como si ésa fuera la forma que tenía de conocer a la gente.
– ¿De dónde sois?
– ¿Por qué?
– ¿Por qué? Porque quiero conoceros. Estoy decidiendo si os detengo o no.
– ¿Por qué? Ha empezado él…
– Eso no es lo que yo he visto. He visto a dos tipos grandes asaltando a uno más pequeño.
– Estaba entrando sin autorización.
– La última vez que lo comprobé, entrar sin autorización no era una justificación válida para la agresión. Si quieres ver si me equivoco entonces…
– Pahrump
– ¿Qué?
– De Pahrump.
– ¿Y sois los dueños de esto?
– No, servicio de seguridad.
– Ya veo. Bueno, os diré el qué. Si encontráis a los dueños de las otras dos motos y os volvéis a Pahrump, dejaré que los fugados se fuguen.
– Eso no es justo. El estaba allí dentro preguntando…
– Soy del FBI, no me interesa lo que es justo. Tomadlo o dejadlo.
Después de un momento el más grande cambió de posición y empezó a caminar hacia el remolque. El más pequeño lo siguió.
– ¿Adonde vais? -espetó Rachel.
– Nos vamos, como nos has dicho.
– Bien. No olviden ponerse el casco, caballeros.
Sin mirar atrás el hombre más grande levantó un brazo musculoso y alzó el dedo corazón. El más pequeño lo vio e hizo lo mismo.
Rachel me miró y dijo:
– Espero que esto funcione.
32
Las mujeres del asiento de atrás estaban furiosas, pero a Rachel no le importaba. Era lo más cerca que había estado -lo más cerca que nadie había estado- de Backus desde aquella noche en Los Ángeles. La noche en que Rachel lo había visto caer de espaldas a través del cristal a un vacío que pareció tragárselo sin dejar ningún rastro.
Hasta ahora. Y lo último que iba a dejar que le importunara eran las protestas de las dos prostitutas que estaban en el asiento de atrás del coche de Bosch. Lo único que le preocupaba era su decisión de dejar conducir a Bosch. Tenían dos mujeres bajo custodia y las estaban trasladando en un coche privado. Era una cuestión de seguridad y ella todavía no había decidido cómo iba a manejar la parada en el bar.
– Ya sé lo que haremos -dijo Bosch mientras conducía alejándose de los tres burdeles situados al final de la carretera.
– Yo también -dijo Rachel-. Tú te quedas con ellas mientras yo entro.
– No, eso no funcionará. Necesitarás ayuda. Acabamos de comprobar que no podemos separarnos.
– Entonces, ¿qué?
– Pongo el cierre de niños en las puertas de atrás y no podrán abrir.
– ¿Y qué les va a impedir saltar a la parte de delante y salir?
– Mira, ¿adónde van a ir? No tienen elección, ¿verdad, señoras? -Bosch miró por el espejo retrovisor.
– Que te den por culo -dijo la que respondía al nombre de Mecca-. No puedes hacernos esto. Nosotras no hemos cometido ningún crimen.
– De hecho, como he explicado antes, podemos -dijo Rachel con tono aburrido-. Han sido tomadas en custodia federal como testigos materiales en una investigación criminal. Serán interrogadas formalmente y después puestas en libertad.
– Bueno, pues hazlo ahora y terminemos de una vez.
Rachel se había sorprendido al mirar la licencia de conducir de la mujer y ver que Mecca era su verdadero nombre. Mecca McIntyre. Menudo nombre.
– Bueno, Mecca, no podemos. Ya se lo he explicado.
Bosch aparcó en el estacionamiento de gravilla que había delante del bar. No había ningún otro coche. Bajó un par de centímetros las ventanillas y cerró el Mercedes.
– Voy a poner la alarma -dijo-. Si saltáis y abrís la puerta, se disparará la alarma. Entonces saldremos y os atraparemos. Así que no os molestéis, ¿de acuerdo? No tardaremos mucho.
Rachel salió y cerró la puerta. Miró de nuevo su teléfono móvil y comprobó que todavía no tenía cobertura. Vio que Bosch se fijaba en el suyo y negaba con la cabeza. Decidió que si había un teléfono en el bar llamaría a la oficina de campo de Las Vegas para informar de lo ocurrido. Suponía que Cherie Dei estaría enfadada y agradecida al mismo tiempo.
– Por cierto -dijo Bosch, mientras enfilaban la rampa que conducía a la puerta del remolque-, ¿llevas un cargador extra para tu Sig?
– Claro.
– ¿Dónde, en el cinturón?
– Sí, ¿por qué?
– Por nada, antes he visto que detrás de la caravana se te ha enganchado la mano en la chaqueta.
– No se me ha enganchado, sólo… ¿A qué viene esto?
– Nada, sólo iba a decir que yo siempre llevo mi cargador extra en el bolsillo de la chaqueta. Le da un poco de peso extra, ¿sabes? Así, cuando has de sacar el arma, la tela está estirada y no se engancha.
– Gracias por el consejo -dijo sin cambiar la voz-. ¿Podemos concentrarnos en esto ahora?
– Claro, Rachel. ¿Vas a llevar la voz cantante tú?
– Si no te importa.
– En absoluto.
Bosch la siguió por la rampa. A Rachel le pareció ver una sonrisa en el rostro de él en el reflejo del cristal de la puerta del remolque. La abrió, activando un timbre que anunció su llegada.
Entraron en un bar pequeño y vacío. A la derecha había una mesa de billar, con su fieltro verde desteñido por el tiempo y manchado con salpicaduras de bebida. Era una mesa pequeña, pero aun así no quedaba suficiente espacio para jugar con un mínimo de condiciones. Incluso abrir el juego requeriría sostener el taco en un ángulo de cuarenta y cinco grados.
A la izquierda de la puerta había una barra con seis taburetes, con tres estantes de vasos y veneno a elegir detrás. No había nadie en la barra, pero antes de que Rachel o Bosch pudieran decir hola, se abrieron unas cortinas negras a la izquierda de la barra y salió un hombre, con los ojos arrugados por el sueño aunque casi era mediodía.
– ¿Puedo ayudarles? Es muy temprano, ¿no?
Rachel respondió mostrando sus credenciales y eso pareció abrirle un poco más los ojos. Tendría sesenta y pocos, calculó ella, aunque el cabello descuidado y la barba canosa de varios días podrían haber desviado su estimación.
El hombre asintió como si hubiera resuelto algún tipo de misterio interno.
– Usted es la hermana, ¿no?
– Disculpe.
– Usted es la hermana de Tom, ¿no? Dijo que vendría.
– ¿Qué Tom?
– Tom Walling, ¿quién creía?
– Estamos buscando a un hombre llamado Tom que lleva a los clientes de los burdeles. ¿Es ése Tom Walling?
– Es lo que le estoy diciendo. Tom Walling era mi chófer. Me dijo que a lo mejor un día vendría su hermana a buscarlo. No me dijo que fuera usted agente del FBI.
Rachel asintió, tratando de ocultar la impresión. No era necesariamente la sorpresa lo que la sacudió, sino la audacia y el profundo significado y magnitud del plan de Backus.
– ¿Cuál es su nombre, señor?
– Billings Rett. Soy el dueño de este local y también el alcalde.
– El alcalde de Clear.
– Eso es.
Rachel sintió que algo le golpeaba el brazo y al bajar la mirada se encontró con el archivo que contenía las fotos. Bosch se lo estaba dando, pero permanecía en la retaguardia. Parecía saber que de repente las cosas habían dado un bandazo. Se trataba más de ella que de Terry McCaleb o de él mismo. Rachel cogió la carpeta y extrajo una de las fotografías que McCaleb había sacado del cliente de la excursión de pesca conocido por él como Jordán Shandy. Se la mostró a Billings Rett.