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No nos detuvimos a apreciar la roca ni la obra pictórica. La rodeé con el Mercedes y enseguida llegamos a un claro donde vimos un pequeño remolque posado en bloques de hormigón. Junto a él había un coche abandonado con las cuatro ruedas sin aire y un bidón de aceite que se utilizaba para quemar basura. En el otro lado había un depósito de fuel de grandes dimensiones y un generador eléctrico.

Para preservar posibles pruebas de escena del crimen, me detuve justo antes del descampado y apagué el motor. Me fijé en que el generador estaba en silencio. Había una calma en el conjunto de la escena que me pareció ominosa en cierto modo. Tenía la clara sensación de que había llegado al fin del mundo, a un lugar de oscuridad. Me pregunté si era allí donde Backus había llevado a sus víctimas, si éste era el fin del mundo para ellas. Probablemente, concluí. Era un lugar donde esperaba el mal.

Rachel quebró el silencio.

– Bueno, ¿vamos a quedarnos mirando desde aquí o vamos a entrar?

– Estaba esperando que dieras el primer paso.

Ella abrió su puerta y a continuación yo abrí la mía. Nos reunimos delante del coche. Fue entonces cuando me fijé en que todas las ventanas del remolque estaban abiertas; no era lo que uno esperaría de alguien que se ausenta de una casa durante un largo periodo. Después de reparar en eso llegó el olor.

– ¿Hueles eso?

Rachel asintió. La muerte estaba en el aire. Era mucho peor, mucho más intenso que en Zzyzx. Instintivamente supe que lo que íbamos a encontrar allí no eran los secretos enterrados del asesino. Esta vez no. Había un cadáver en la caravana -al menos uno- que estaba al aire libre y en proceso de descomposición.

– Con mi último acto -dijo Rachel.

– ¿Qué? Lo que escribió en la tarjeta.

Asentí. Rachel estaba pensando en el suicidio.

– ¿Tú crees?

– No lo sé. Vamos a verlo.

Caminamos lentamente hacia el remolque, sin que ninguno de los dos volviera a decir ni una palabra. El olor se hizo más intenso y los dos supimos que quien estuviera muerto en el interior de la caravana llevaba bastante tiempo cociéndose allí dentro.

Me aparté de Rachel y me acerqué hasta un conjunto de ventanas situado a la izquierda de la puerta del remolque. Ahuecando las manos en el mosquitero, traté de distinguir algo en el oscuro interior. En cuanto toqué la tela metálica, las moscas empezaron a zumbar alarmadas en el interior de la caravana. Rebotaban contra el mosquitero y trataban de salir como si la escena y el olor del interior fueran demasiado incluso para ellas.

No había cortina en la ventana, pero no podía ver gran cosa desde aquel ángulo, al menos no podía ver un cadáver ni indicación de que lo hubiera. Parecía una pequeña sala de estar, con un sofá y una silla. Había una mesa con dos pilas de libros de tapa dura. Detrás de la silla había una estantería llena de libros.

– Nada-dije.

Retrocedí de la ventana y miré a lo largo del remolque. Vi que los ojos de Rachel se centraban en la puerta y en el pomo. Entonces entendí algo, algo que no encajaba.

– Rachel, ¿por qué te dejó la nota en el bar?

– ¿Qué?

– La nota. La dejó en el bar. ¿Por qué allí? ¿Por qué no aquí?

– Supongo que quería asegurarse de que la recibía.

– Si no la hubiera dejado en el bar, de todos modos habrías venido aquí. La habrías encontrado aquí. Ella negó con la cabeza.

– ¿Qué estás diciendo? No…

– No intentes abrir la puerta, Rachel. Esperemos.

– ¿De qué estás hablando? -No me gusta esto.

– ¿Por qué no miras por la parte de atrás a ver si hay otra ventana desde la que puedas ver algo?

– Lo haré. Tú espera.

Ella no me respondió. Rodeé el remolque por la parte izquierda, pasé por encima del enganche y me dirigí hacia el otro lado. Pero entonces me detuve y caminé hasta el bidón de basura.

El bidón estaba lleno de restos calcinados hasta una tercera parte. Había un mango de escoba quemado por un extremo. Lo cogí y revolví entre las cenizas del bidón, como estaba seguro que habría hecho Backus cuando el fuego estaba ardiendo. Había querido asegurarse de que todo se quemaba.

Al parecer lo que había destruido eran sobre todo papeles y libros. No había nada reconocible hasta que encontré una tarjeta de crédito ennegrecida y fundida. Supuse que los expertos forenses quizá podrían identificarla como la de una de las víctimas. Continué hurgando y vi trozos de plástico negro fundido. Entonces me fijé en un libro con las tapas quemadas, pero que todavía conservaba parcialmente intactas algunas páginas del interior. Lo levanté con los dedos y lo abrí con cautela. Parecía poesía, aunque era difícil estar seguro puesto que todas las páginas estaban parcialmente quemadas. Entre dos de estas páginas encontré un recibo medio quemado del libro. En la parte superior se leía «Book Car», pero el resto estaba quemado.

– Bosch, ¿dónde estás?

Era Rachel. Yo estaba fuera de su campo visual. Coloqué el libro de nuevo en el bidón y metí también el mango de la escoba. Me dirigí de nuevo hacia la parte posterior de la caravana. Vi otra ventana abierta.

– Espera un momento.

Rachel aguardó. Se estaba impacientando. Estaba esperando el sonido distante de los helicópteros que cruzaban el desierto. Sabía que en cuanto lo oyera sus oportunidades se agotarían. La apartarían y probablemente incluso la sancionarían por la forma en que había manejado a Bosch.

Miró de nuevo al pomo. Pensó en Backus y en si ésa podía ser su última jugada. ¿Había tenido bastante con cuatro años en el desierto? ¿Había matado a Terry McCaleb y les había enviado el GPS sólo para conducirlos finalmente a aquello? Pensó en la nota que él había dejado, en que le había dicho que le había enseñado bien. La rabia se hinchó en su interior, una rabia que le pedía a gritos que echara la puerta abajo y…

– ¡Tenemos un cadáver!

Era Bosch, que llamaba desde el otro lado de la caravana.

– ¿Qué? ¿Dónde?

– Da la vuelta, desde aquí se ve una cama y un cadáver. De hace dos o tres días. No puedo ver la cara. -Bien, ¿algo más?

Ella esperó. Bosch no dijo nada. Rachel puso la mano en el pomo. Lo giró.

– No está cerrado con llave.

– Rachel, no abras -gritó Bosch-. Creo… creo que hay gas. Huelo algo además del cadáver. Algo además de lo obvio. Como por debajo.

Rachel vaciló, pero luego giró el pomo completamente y entreabrió la puerta un par de centímetros.

No ocurrió nada.

Lentamente, Rachel abrió la puerta del todo. Nada. Las moscas vieron la abertura y salieron zumbando a la luz pasando a su lado. Ella ahuyentó las que se le ponían ante los ojos.

– Bosch, voy a entrar.

Entró en la caravana. Más moscas. Las había por todas partes. El olor la golpeó de lleno, invadiéndola y tensándole el estómago.

En cuanto sus ojos se adaptaron a la penumbra después del brillo del exterior, Rachel vio las fotos. Estaban apiladas en las mesas y adheridas a las paredes y a la nevera. Fotos de las víctimas, vivas y muertas, llorando, implorando, lastimeras. La mesa de la cocina del remolque había sido convertida en puesto de trabajo. Había un portátil conectado a una impresora en un lado y tres pilas de fotos separadas. Ella cogió la pila más grande y empezó a ojearlas, reconociendo de nuevo a varios de los hombres desaparecidos cuyos retratos se había llevado consigo a Clear. Pero éstas no eran las clásicas fotos de familia que ella había llevado. Eran fotos de un asesino y sus víctimas. Hombres cuyos ojos imploraban a la cámara, rogando perdón y clemencia. Rachel se fijó en que todas las fotos estaban tomadas desde arriba, con el fotógrafo -Backus- en la posición dominante, enfocando a sus víctimas mientras éstas imploraban por sus vidas.