– No les dé a Backus -dijo Rachel-. Dígales que los agentes querían hablar con un hombre llamado Thomas Walling acerca del caso de las personas desaparecidas. Pero Walling había colocado explosivos en su remolque y éste explotó cuando llegaron los agentes.
Alpert asintió. Le sonaba bien.
– ¿Y Bosch?
– Yo lo dejaría al margen. No tenemos ningún control sobre él. Si un periodista se dirige a él, podría revelarlo todo.
– Y el cadáver. ¿Decimos que era Walling?
– Diremos que no lo sabemos, porque no lo sabemos. Esperamos la identificación y tal y tal. Eso debería bastar.
– Si los periodistas van a los burdeles conocerán toda la historia.
– No, nunca le contamos a nadie toda la historia.
– Por cierto, ¿qué ha pasado con Bosch?
Dei respondió a la pregunta.
– Le tomé declaración y lo puse en libertad. Lo último que vi es que iba de camino a Las Vegas.
– ¿Mantendrá la boca cerrada?
Dei miró a Rachel y después a Alpert.
– Digámoslo de este modo, no va a ir a buscar a nadie para hablar de esto. Y mientras no lo mencionemos, no habrá ninguna razón para que nadie vaya a buscarlo a él.
Alpert asintió. Hundió una mano en uno de sus bolsillos y la sacó con un teléfono móvil.
– Cuando hayamos terminado aquí he de hacer una llamada a Washington. ¿Cuál es su reacción instintiva? ¿Era Backus el de la caravana?
Rachel vaciló, porque no quería responder en primer lugar.
– En este momento no hay forma de saberlo -dijo Dei-. Si me está preguntando si debe decirle al director que lo tenemos, mi respuesta ahora mismo es que no, no le diga eso al director. Podía ser cualquiera el de la caravana. Por lo que sabemos es una undécima víctima y puede que nunca sepamos quién era. Sólo alguien que fue a uno de los burdeles y fue interceptado por Backus.
Alpert miró a Rachel, esperando su opinión.
– La mecha -dijo ella.
– ¿Qué pasa con la mecha?
– Era demasiado larga. Era como si quisiera que viera el cadáver, pero sin que me acercara demasiado. Pero también quería que saliera de allí.
– ¿Y?
– En el cadáver había un sombrero negro. Recuerdo que había un hombre en mi vuelo de Rapid City con un sombrero vaquero negro.
– Por el amor de Dios, volaba desde Dakota del Sur. ¿Acaso no lleva todo el mundo sombrero allí?
– Pero él estaba allí, conmigo. Creo que todo este asunto era una trampa. La nota en el bar, la mecha larga, las fotos en la caravana y el sombrero negro. Quería que yo saliera de allí a tiempo para decirle al mundo que había muerto.
Alpert no respondió. Miró al teléfono que sostenía.
– Hay demasiadas cosas que todavía no sabemos, Randal -propuso Dei.
Alpert volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo.
– Muy bien, Cherie, ¿tienes el coche aquí?
– Sí.
– Lleva ahora a la agente Walling a la oficina de campo.
Alpert las dejó salir, pero no sin mirar una última vez a Rachel y dedicarle una mueca más.
– Recuerde, agente Walling, en mi escritorio a las ocho.
– Lo tendrá -dijo Rachel.
35
Eleanor Wish salió a abrirme, y eso me sorprendió. Dio un paso atrás para dejarme pasar.
– No me mires así, Harry -dijo ella-. Tienes la impresión de que nunca estoy aquí y de que salgo todas las noches y dejo a Maddie con Marisol. No es así. Trabajo tres o cuatro noches por semana y normalmente eso es todo.
Levanté las manos en ademán de rendición y ella vio la venda en torno a la palma de mi mano derecha.
– ¿Qué te ha pasado?
– Me corté con un trozo de metal.
– ¿Qué metal?
– Es una historia larga.
– ¿Esa movida del desierto de hoy?
Asentí con la cabeza.
– Debería haberlo sabido. ¿Te va a impedir tocar el saxofón?
Aburrido con mi jubilación, había empezado a tomar lecciones el año anterior de un jazzman retirado con el que me había cruzado en un caso. Una noche, cuando las cosas estaban bien entre Eleanor y yo, me había llevado el instrumento y había tocado una canción llamada Lullaby. A ella le gustó.
– De hecho, tampoco he estado tocando.
– ¿Cómo es eso?
No quería decirle que mi maestro había muerto y que la música había desaparecido temporalmente de mi vida.
– Mi maestro quería que cambiara del alto al tenor, más bien al «temor» de tener que escucharme.
Ella sonrió ante mi lamentable chiste y dejamos el tema. La había seguido a lo largo de la casa hasta la cocina, donde la mesa era de hecho una mesa de póquer de fieltro, con manchas de cereales que había dejado Maddie. Eleanor había jugado seis manos descubiertas para practicar. Se sentó y empezó a recoger las cartas.
– Por mí, no lo dejes -dije-. Sólo he venido para ver si podía acostar a Maddie. ¿Dónde está?
– Marisol la está bañando. Pero contaba con acostarla yo esta noche. He trabajado las últimas tres noches.
– Oh, bueno, no importa. Entonces sólo le diré hola. Y adiós. Me vuelvo hoy.
– Entonces, ¿por qué no te ocupas tú? Tengo un libro nuevo para leerle. Está en el mostrador.
– No, Eleanor, quiero que lo hagas tú. Sólo quiero verla porque no sé cuándo voy a volver.
– ¿Sigues trabajando en un caso?
– No, eso más o menos ha terminado en el desierto.
– Las noticias de la tele no decían gran cosa cuando las he visto. ¿Qué es?
– Es una larga historia.
No tenía ganas de contarla de nuevo. Me acerqué a la encimera para mirar el libro que ella había comprado. Se llamaba Billy's Big Day y en la cubierta se veía a un mono de pie en el peldaño más alto de una ceremonia de entrega de premios al estilo de los Juegos Olímpicos. Estaban colgando la medalla de oro del cuello del mono. Un león recibía la medalla de plata y un elefante la de bronce.
– ¿Vas a volver al departamento?
Estaba a punto de abrir el libro, pero lo dejé y miré a Eleanor.
– Todavía me lo estoy pensando, pero eso parece.
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Alguna opinión nueva?
– No, Harry. Quiero que hagas lo que tú quieras.
Me pregunté por qué cuando la gente te dice que hagas lo que quieras, siempre lo dice con sospecha y críticas a posteriori. ¿De verdad quería Eleanor que hiciera lo que quisiera? ¿O lo estaba diciendo como una forma de minar todo el planteamiento?
Antes de que pudiera decir nada, mi hija entró en la cocina y se quedó de pie para que la contempláramos. Llevaba un pijama a rayas azules y naranjas y tenía el pelo húmedo y peinado hacia atrás.
– Se presenta una pequeña dama -dijo.
Eleanor y yo sonreímos al unísono y simultáneamente abrimos los brazos para recibirla. Maddie fue primero hacia su madre. Yo no tenía problema con eso, pero me sentí un poco como cuando tiendes la mano y el otro no hace el menor caso. Bajé los brazos y al cabo de unos momentos Eleanor acudió en mi ayuda.
– Ve a darle un abrazo a papá.
Maddie vino hacia mí y yo la levanté en un abrazo. Pesaba apenas dieciocho kilos. Es asombroso poder sostener todo lo que es importante para ti con un solo brazo. Mi hija puso su cabeza mojada en mi pecho y no me importó en absoluto que me estuviera mojando la camisa.
– ¿Cómo estás, peque?
– Estoy bien. Hoy te he dibujado
– ¿De verdad? ¿Puedo verlo?
– Bájame.
Hice lo que me pidió y ella salió de la cocina corriendo descalza por el suelo de baldosas hacia su habitación. Miré a Eleanor y sonreí. Los dos conocíamos el secreto. No importaba lo que tuviéramos o dejáramos de tener el uno para el otro, siempre tendríamos a Madeline y eso podría ser suficiente.
La carrera de los pies descalzos se hizo de nuevo audible y Maddie enseguida estuvo de vuelta en la cocina, arrastrando un trozo de papel que sostenía en alto como una cometa. Lo cogí y lo estudié. Mostraba la figura de un hombre con bigote y ojos oscuros. Tenía las manos extendidas y en una de ellas empuñaba una pistola. En el otro lado de la hoja había otra figura. Esta, dibujada en rojos y naranjas, tenía las cejas unidas en una severa uve negra para indicar que era uno de los malos.