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Me agaché hasta la altura de mi hija para mirar el dibujo con ella.

– ¿Yo soy el de la pistola?

– Sí, porque eras policía.

– ¿Y quién es este hombre tan peligroso?

Maddie señaló con el dedo la otra figura del dibujo.

– Es el señor Demonio.

Sonreí.

– ¿Quién es el señor Demonio?

– Es un luchador. Mamá dice que tú luchas contra los demonios, y él es el jefe.

– Ya veo.

Miré por encima de la cabecita a Eleanor y sonreí. No estaba enfadado con nada. Simplemente estaba enamorado de mi hija y de su forma de ver el mundo: la forma literal en que lo interpretaba y lo elaboraba todo. Sabía que no duraría demasiado, así que atesoraba cada momento en que la veía y la escuchaba.

– ¿Me puedo quedar este dibujo?

– ¿Por qué?

– Porque es precioso y quiero guardarlo siempre. He de irme durante un tiempo y me gustaría poder verlo cuando quiera. Me recordará a ti.

– ¿Adónde vas?

– Voy a volver al sitio que llaman la Ciudad de Los Ángeles.

Ella sonrió.

– Es una tontería. Los ángeles no se pueden ver.

– Ya lo sé, pero mira, mamá tiene un libro nuevo para leerte de un mono que se llama Billy. Así que yo te voy a decir buenas noches ahora y volveré a verte en cuanto pueda. ¿Te parece bien, peque?

– Vale, papá.

La besé en ambas mejillas y la abracé con fuerza. Después la besé en el pelo y la solté. Me levanté con el dibujo y le di el libro que Eleanor iba a leerle.

– ¿Marisol? -llamó Eleanor.

Marisol apareció al cabo de unos segundos, como si hubiera estado esperando en la sala de estar vecina su momento de entrar en escena. Yo sonreí y la saludé con la cabeza mientras ella recibía las instrucciones.

– ¿Por qué no llevas a Maddie a la habitación? Yo iré en cuanto le diga buenas noches a su padre.

Observé cómo mi hija salía con su niñera.

– Lo siento -dijo Eleanor.

– ¿Qué, el dibujo? No te preocupes. Me gusta. Lo voy a poner en la nevera.

– No sé dónde lo oyó. No le he dicho directamente a ella que tú luchas con los demonios. Debe de haberme escuchado al teléfono o algo.

En cierto modo habría preferido que se lo hubiera dicho directamente a nuestra hija. La idea de que Eleanor estuviera hablando de mí de ese modo con alguien más -alguien al que no mencionó- me molestó. Traté de disimularlo.

– No pasa nada -dije-. Míralo de esta forma, cuando vaya a la escuela y los niños digan que su papá es abogado o bombero, ella tendrá el comodín. Dirá que su padre lucha contra los demonios.

Eleanor se echó a reír, pero se interrumpió al pensar en algo.

– Me pregunto qué dirá que hace su madre.

No podía responder a eso, así que cambié de tema.

– Me gusta porque su visión del mundo está despejada de significados más profundos -dije mientras volvía a mirar el dibujo-. Es tan inocente…

Negué con la cabeza y recordé una historia.

– Cuando era niño y todavía vivía con mi madre, hubo una vez en que teníamos coche. Un Plymouth Belvedere de dos colores con transmisión automática. Creo que se lo dejó su abogado durante un par de años. El caso es que ella de repente decidió que quería recorrer el país de vacaciones. Así que cargamos el coche y simplemente nos fuimos. Ella y yo.

»Bueno, en algún sitio del sur, no recuerdo dónde, paramos a echar gasolina y había dos fuentes de agua al lado de la estación de servicio. Había dos carteles. Uno decía "Blancos" y el otro "De color". Y el caso es que yo fui al que ponía "De color" porque quería saber de qué color sería el agua. Antes de hacerlo, mi madre me agarró y me explicó algunas cosas.

»Recuerdo eso y la verdad es que me habría gustado que me hubiera dejado ver el agua sin explicarme nada.

Eleanor sonrió.

– ¿Qué edad tenías?

– No lo sé. Unos ocho.

Ella se levantó entonces y se me acercó. Me besó en la mejilla y yo dejé que lo hiciera. La enlacé suavemente por la cintura.

– Buena suerte con tus demonios, Harry.

– Sí.

– Si alguna vez cambias de idea, estoy aquí. Estamos aquí.

Asentí.

– Ella hará que tú cambies de idea, Eleanor. Espera y verás.

Eleanor sonrió, pero de manera triste, y me acarició la barbilla con suavidad.

– Asegúrate de que la puerta queda bien cerrada.

– Claro.

La solté y vi que caminaba hacia la cocina. Después miré el dibujo del hombre que peleaba con su demonio. Mi hija me había puesto una sonrisa en el rostro.

36

Antes de ir a mi apartamento en el Double X, me detuve en la oficina y comuniqué al señor Gupta, el vigilante nocturno, que dejaba el apartamento. El me explicó que, como había alquilado el apartamento por semanas, ya me habían cargado la semana en la tarjeta de crédito. Le dije que muy bien, pero que de todos modos me iba. Le aseguré que dejaría la llave en la mesa del salón después de recoger mis pertenencias. Estaba a punto de salir de la oficina cuando dudé y le pregunté por mi vecina Jane.

– Sí, también se ha ido. Lo mismo.

– ¿Qué quiere decir lo mismo?

– Le cobramos una semana, pero no se quedó una semana.

– Eh, ¿le importa que le pregunte? ¿Cuál es su nombre completo?

– Se llama Jane Davis. ¿Le gusta?

– Sí, era simpática. Habíamos hablado desde los balcones. No tuve ocasión de despedirme. No ha dejado alguna dirección o algo parecido, ¿no?

Gupta sonrió ante esa posibilidad. Tenía unas encías muy rosadas para una persona de piel tan oscura.

– Ninguna dirección -dijo-. Ella no.

Hice un asentimiento con la cabeza para darle las gracias por la información que me había proporcionado. Salí de la oficina, subí por la escalera y recorrí el pasillo hasta mi apartamento.

Tardé menos de cinco minutos en recoger mis cosas. Tenía algunas camisas y pantalones en perchas. Después saqué del armario la misma caja en la que había traído todo y la llené con el resto de mis pertenencias y un par de juguetes que guardaba allí para Maddie. Buddy Lockridge se había aproximado mucho al llamarme Maleta Harry, aunque Caja de Cervezas Harry habría sido más preciso.

Antes de irme miré en la nevera y vi que quedaba una botella. La saqué y la destapé. Supuse que una cerveza para el camino no me haría ningún daño. Había hecho cosas peores en el pasado antes de ponerme al volante. Pensé en prepararme otro sándwich de queso, pero lo olvidé cuando me acordé de la rutina de Backus de comer sándwiches calientes de queso a diario en Quantico. Salí al balcón con la cerveza para echar un último vistazo a los jets de los millonarios. Era un atardecer frío y seco. Las luces azules en la lejana pista centelleaban como zafiros.

Los dos jets negros ya no estaban: sus propietarios eran o bien ganadores rápidos o perdedores rápidos. El gran Gulfstream permanecía en su lugar, con tapones de protección rojos sobre las turbinas de sus motores de reacción. Iba a quedarse un tiempo. Me pregunté qué relación podía haber entre los jets y la estancia de Jane Davis en el Double X.

Miré al balcón vacío de Jane a poco más de un metro del mío. El cenicero seguía en la barandilla y estaba lleno de cigarrillos a medio fumar. Todavía no habían limpiado su apartamento.

Y eso me dio una idea. Miré alrededor y al aparcamiento. No vi movimiento humano alguno salvo en Koval, donde el tráfico estaba detenido ante un semáforo. No vi ninguna señal del vigilante de seguridad nocturno ni de nadie más en el aparcamiento. Rápidamente me alcé hasta la barandilla y estaba a punto de saltar al balcón de al lado cuando oí que llamaban a mi puerta. Volví a bajar. Entré en el apartamento y fui a abrir.