Era Rachel Walling.
– ¿Rachel? Hola. ¿Pasa algo?
– No, nada que atrapar a Backus no pueda curar. ¿Puedo entrar?
– Claro.
Retrocedí para dejarla pasar. Vio la caja con mis pertenencias apiladas. Yo hablé antes que ella.
– ¿Cómo ha ido hoy cuando has vuelto a la ciudad?
– Bueno, he recibido la esperada azotaina verbal del agente especial al mando.
– ¿Me lo has cargado todo a mí?
– Como lo planeamos. Se puso hecho una furia, pero ¿qué va a hacer? Ahora mismo no quiero hablar de él.
– ¿Entonces qué?
– Bueno, para empezar, ¿tienes otra de ésas?
Se refería a la cerveza.
– No. Estaba terminándome ésta e iba a largarme.
– Entonces me alegro de haberte pillado.
– ¿Quieres compartirla? Te traeré un vaso.
– Dijiste que no te fiabas de los vasos de aquí.
– Bueno, puedo lavarlo…
Ella se estiró a coger la botella y le dio un trago. Me la devolvió, sin apartar sus ojos de los míos. Después se volvió y señaló la caja.
– Así que te vas.
– Sí, vuelvo a Los Ángeles una temporada.
– Supongo que echarás de menos a tu hija.
– Mucho.
– ¿Vendrás a verla?
– Con tanta frecuencia como pueda.
– Eso es bonito. ¿Algo más?
– ¿A qué te refieres? -pregunté, aunque pensaba que sabía lo que ella quería decir.
– ¿Vas a venir por algo más?
– No, sólo por mi hija.
Nos quedamos allí de pie mirándonos durante un largo rato. Sostuve la cerveza para ofrecérsela, pero cuando ella se adelantó lo hizo por mí. Me besó en los labios y rápidamente nos abrazamos.
Sabía que tenía algo que ver con el remolque, con el hecho de que habíamos estado a punto de morir juntos en el desierto. Eso hizo que nos apretáramos fuerte el uno contra el otro y nos moviéramos hacia la cama, eso hizo que dejara la cerveza en la mesa para poder usar las dos manos mientras nos quitábamos la ropa mutuamente.
Caímos en la cama e hicimos el amor como los supervivientes. Fue rápido y hasta cierto punto incluso brutal, por ambas partes. Pero por encima de todo satisfizo el instinto primario que los dos teníamos de luchar con la vida contra la muerte.
Cuando terminamos estábamos entrelazados sobre las mantas de la cama, ella encima de mí, mis puños todavía enredados en su pelo.
Rachel se inclinó hacia la izquierda y cogió la botella de cerveza, derribándola antes y vertiendo la mayor parte de lo que quedaba en la mesa y el suelo.
– Ahí se va mi depósito de seguridad.
Quedaba lo bastante en la botella para que ella tomara un trago y después me la pasara.
– Eso ha sido por hoy -dijo ella mientras yo bebía.
Le di el resto.
– ¿Qué quieres decir?
– Después de lo que pasó en el desierto teníamos que hacerlo.
– Sí.
– Es amor de gladiadores. Para eso he venido. Para cazarte.
Sonreí al recordar un chiste de gladiadores de una vieja peli que me gustaba, pero no se lo conté. Rachel probablemente pensó que sonreía por sus palabras. Se inclinó y puso su cabeza en mi pecho. Yo levanté parte de su pelo, esta vez con más suavidad, para mirar las puntas chamuscadas. Después bajé las manos y le acaricié la espalda, pensando que era extraño que estuviéramos siendo tan amables el uno con el otro, momentos después de haber sido gladiadores.
– Supongo que no te interesa abrir una nueva rama de tu despacho de investigaciones privadas en Dakota del Sur, ¿verdad?
Sonreí y contuve una carcajada.
– ¿Y en Dakota del Norte? -preguntó-. Puede que yo también vuelva allí.
– Hace falta un árbol para tener una rama.
Rachel me golpeó con el puño en el pecho, en broma.
– No lo creo.
Moví el cuerpo de manera que salí de ella. Ella protestó, pero se quedó encima de mí.
– ¿ Significa esto que quieres que me levante y me vaya?
– No, Rachel, en absoluto.
Miré por encima del hombro de Rachel y vi que la puerta no estaba cerrada. Imaginé al señor Gupta subiendo para ver si todavía no me había ido y descubriendo al monstruo de dos espaldas en la cama del apartamento supuestamente vacío. Sonreí. No me importaba.
Ella levantó la cara para mirarme.
– ¿Qué?
– Nada. Hemos dejado la puerta abierta. Podría entrar alguien.
– Tú la has dejado abierta. Es tu apartamento.
La besé y me di cuenta de que no la había besado en los labios al hacer el amor. Otra cosa extraña.
– ¿Sabes qué, Bosch?
– ¿Qué?
– Eres bueno en esto.
Sonreí y le dije que gracias. Una mujer puede usar esa carta siempre que quiera y siempre consigue la misma respuesta.
– Lo digo en serio.
Rachel me clavó las uñas en el pecho para subrayar su tesis. Con un brazo la apreté contra mi cuerpo y rodamos. Calculaba que al menos le llevaba diez años, pero no me preocupaba. Volví a besarla y me levanté, recogiendo mi ropa del suelo y caminando hasta la puerta para cerrarla.
– Creo que queda una última toalla limpia -dije-. Puedes usarla.
Rachel insistió en que yo me duchara primero, y lo hice. Después, mientras ella estaba en el cuarto de baño, salí del apartamento y me acerqué a una tienda abierta las veinticuatro horas de Koval Lañe para comprar otras dos cervezas. Iba a limitarlo a esa cantidad porque tenía que conducir esa noche y no quería que el alcohol me enlenteciera en llegar a la carretera o una vez en ella. Estaba sentado en el salón cuando ella salió del cuarto de baño completamente vestida y sonrió al ver las dos botellas.
– Sabía que servirías de algo.
Rachel se sentó y entrechocamos las botellas.
– Por el amor de gladiadores -dijo ella.
Bebimos y nos quedamos unos momentos en silencio. Estaba intentando descubrir qué significaba la última hora para mí y para nosotros.
– ¿En qué estás pensando? -preguntó ella.
– En cómo se puede complicar esto.
– No tiene por qué. Simplemente podemos esperar a ver qué pasa.
Eso no me parecía lo mismo a que me pidiera que me mudara a Dakota del Sur. -Vale.
– Será mejor que me vaya.
– ¿Adónde?
– Supongo que vuelvo a la oficina de campo. A ver qué se mueve.
– ¿Te has enterado de qué ha pasado con el bidón de basura después de la explosión? Olvidé mirar.
– No, ¿por qué?
– Miré dentro cuando estuvimos allí. Sólo un minuto. Parecía que había estado quemando tarjetas de crédito y tal vez documentos de identidad.
– ¿De las víctimas?
– Probablemente. También quemó libros.
– ¿Libros? ¿Por qué crees que lo hizo?
– No lo sé, pero es extraño. Dentro del remolque tenía libros por todas partes. O sea que quemó unos, y otros no. Eso parece extraño.
– Bueno, si queda algo del bidón, el equipo de recuperación de pruebas lo encontrará. ¿Por qué no lo mencionaste antes, cuando te entrevistaron allí?
– Supongo que porque me zumbaba la cabeza y me olvidé.
– Pérdida de memoria inmediata asociada a una conmoción.
– Yo no tengo una conmoción.
– Me refiero a la explosión. ¿Sabes qué libros había allí?
– La verdad es que no. No tuve tiempo. Elegí uno. Era el menos quemado de los que vi. Parecía poesía. Creo.
Ella me miró y asintió con la cabeza, pero no dijo nada.
– Lo que no entiendo es por qué quemó los libros. Preparó el remolque para que saltara por los aires, pero se tomó el tiempo de ir al bidón y quemar algunos libros. Casi como…
Paré de hablar y traté de ordenar la información.
– ¿Casi como qué, Harry?
– No lo sé. Como si no quisiera dejar el remolque al azar. Quería asegurarse de que esos libros se destruían.
– Estás suponiendo que ambas cosas están relacionadas. Quien sabe, quizá quemó los libros hace seis meses. No puedes relacionar dos cosas porque sí.
Asentí con la cabeza. Tenía razón en eso, pero la incongruencia seguía molestándome.
– El libro que encontré estaba cerca de la parte superior del bidón -dije-. Se quemó la última vez que se usó el bidón. También había un recibo. Medio quemado. Pero quizá puedan rastrearlo.
– Cuando vuelva lo comprobaré, pero no recuerdo haber visto el bidón después de la explosión.
Me encogí de hombros.
– Yo tampoco.
Ella se levantó y yo hice lo mismo.
– Hay algo más -dije al tiempo que metía la mano en el bolsillo interior de mi chaqueta. Saqué la foto y se la tendí a ella.
– Debí cogerla mientras estaba en la caravana y me olvidé de ella. La encontré en mi bolsillo.
Era la foto que había cogido de la bandeja de la impresora. La vivienda de dos plantas con el anciano en la fachada junto a la furgoneta.
– Genial, Harry. ¿Cómo voy a explicar esto?
– No lo sé, pero pensaba que querrías intentar identificar la casa o al anciano.
– ¿Y ahora qué diferencia hay?
– Vamos, Rachel, sabes que no ha terminado.
– No, no lo sé.
Me molestaba que no quisiera hablar conmigo después de la intimidad que habíamos compartido sólo unos minutos antes.
– Vale. -Cogí mi caja y las perchas con ropa.
– Espera un momento, Harry. ¿Vas a irte así? ¿Qué quieres decir con que no ha terminado?
– Quiero decir que los dos sabemos que no era Backus el que estaba allí. Si a ti y al FBI no os interesa, me parece bien. Pero no me andes con chorradas, Rachel. No después de lo que hemos pasado hoy y no después de lo que acabamos de hacer.
Ella transigió.
– Mira, Harry, no está en mis manos, ¿vale? Ahora mismo estamos esperando los resultados forenses. Probablemente hasta que el director comparezca mañana en rueda de prensa no se formulará la posición oficial del FBI.
– No me interesa la posición oficial del FBI. Estaba hablando contigo.
– Harry, ¿qué quieres que diga?
– Quiero que digas que vas a coger a este tío, diga lo que diga mañana el director.
Me dirigí a la puerta y ella me siguió. Salimos del apartamento y ella cerró la puerta por mí.
– ¿Dónde tienes el coche? -pregunté-. Te acompañaré.
Ella señaló el camino y bajamos por la escalera hasta su coche, aparcado cerca de la oficina del Double X. Después de que ella abrió la puerta nos volvimos y nos miramos a los ojos.
– Quiero coger a este tío -dijo ella-. Más de lo que te imaginas.
– Muy bien, bien. Estaremos en contacto.
– Bueno, ¿tú qué vas a hacer?
– No lo sé. Cuando lo sepa te lo diré.
– De acuerdo. Nos vemos, Bosch.
– Adiós, Rachel.
Ella me besó y se metió en el coche. Yo caminé hasta mi Mercedes, metiéndome entre los dos edificios que formaban el Double X para llegar hasta el otro aparcamiento. Estaba convencido de que no sería la última vez que veía a Rachel Walling.