Выбрать главу

Eleanor Wish me había ocultado el secreto definitivo: una hija. El día que finalmente me presentó a Maddie, pensé que todo estaba bien en el mundo. Al menos en mi mundo. Vi la salvación en los ojos oscuros de mi hija, mis propios ojos. Lo que no vi ese día fueron las fisuras. Las grietas debajo de la superficie. Y eran profundas. El día más feliz de mi vida iba a conducir a algunos de los más desagradables. Días en los que no podía olvidar el secreto y lo que me había sido vedado durante tantos años. Si bien en un momento pensé que tenía todo lo que podía desear en mi vida, pronto aprendí que era un hombre demasiado débil para mantenerlo, para aceptar la traición oculta en ello a cambio de lo que me había sido dado.

Otros, mejores personas, podrían hacerlo. Pero yo no. Abandoné la casa de Eleanor y Maddie. Mi hogar en Las Vegas es un apartamento amueblado de una habitación al que sólo un aparcamiento separa de los hangares donde jugadores millonarios y multimillonarios aparcan sus jets privados y se dirigen a los casinos en rumorosas limusinas. Tengo un pie en Las Vegas y el otro permanece en Los Ángeles, un lugar que sé que nunca podré abandonar de manera permanente mientras esté vivo.

Después de decirme buenas noches, mi hija le pasó el teléfono a su madre, porque era una de esas raras noches en que ella estaba en casa. Nuestra relación era más tensa de lo que lo había sido nunca. Estábamos enfrentados por nuestra hija. Yo no quería que se educara con una madre que trabajaba en los casinos por las noches. No quería que cenara en Burger King. Y no quería que aprendiera la vida en una ciudad que llevaba sus pecados como estandarte.

Pero no estaba en posición de cambiar las cosas. Sabía que corría el riesgo de parecer ridículo, porque vivo en un lugar donde el crimen y el caos siempre acechan, y donde el veneno literalmente está suspendido en el aire, pero no me seduce la idea de que mi hija crezca donde está. Lo veo como la sutil diferencia entre la esperanza y el deseo. Los Ángeles es una ciudad que funciona en la esperanza, y todavía hay algo puro en ello. Te ayuda a ver a través del aire sucio. Las Vegas es diferente. Para mí opera sobre el deseo, y en esa senda está el desengaño definitivo. No es eso lo que quiero para mi hija. Ni siquiera quiero eso para su madre. Estoy dispuesto a esperar, pero no demasiado. A medida que paso tiempo con mi hija y la conozco mejor y la quiero más, mi buena voluntad se deshilacha como un puente de cuerda que atraviesa un profundo abismo.

Cuando Maddie le pasó el teléfono a su madre ninguno de los dos tenía mucho que decir, así que no lo hicimos. Yo sólo dije que iría a ver a Maddie en cuanto pudiera y colgamos. Al soltar el teléfono, sentí un dolor interior al que no estaba acostumbrado. No era el dolor de la soledad o el vacío. Conocía esos dolores y había aprendido a convivir con ellos. Era el dolor que acompaña al miedo por lo que el futuro depara para alguien tan preciado, alguien por quien darías tu propia vida sin pensarlo dos veces.

6

El primer ferry me llevó a Catalina a las nueve y media de la mañana siguiente. Había llamado a Graciela McCaleb desde el móvil mientras estaba cruzando, así que ella me estaba esperando en el muelle. Era un día frío y despejado, y se podía saborear la diferencia en el aire sin contaminar. Graciela me sonrió cuando yo me aproximé a la verja donde la gente esperaba a los viajeros de los barcos.

– Buenos días. Gracias por venir.

– No hay de qué. Gracias por venir a recibirme.

Medio había esperado que Buddy Lockridge estuviera con ella. No lo había visto en el transbordador y había supuesto que tal vez había tomado el de la noche anterior.

– ¿Todavía no ha llegado Buddy?

– No, ¿va a venir?

– Quería revisar con él las cosas del barco. Dijo que estaría en el primer ferry, pero no apareció.

– Bueno, hay dos. El siguiente llegará dentro de cuarenta y cinco minutos. Probablemente irá en ése. ¿Qué quiere hacer primero?

– Quiero ir al barco, empezaré por ahí.

Caminamos hasta el muelle de las embarcaciones pequeñas y tomamos una Zodiac con un motor de un caballo hasta la dársena donde estaban los yates alineados en filas, amarrados a boyas y moviéndose con la corriente de manera sincronizada. El barco de Terry, el Following Sea, era el penúltimo de la segunda fila. Tuve una sensación ominosa al aproximarnos, y ésta se incrementó al golpear en el casco por la popa. Terry había muerto en ese barco. Mi amigo y marido de Graciela. Para mí era un truco del oficio fabricarme una conexión emocional con el caso. Me ayudaba a atizar el fuego y me daba el impulso necesario para ir a donde necesitaba ir, y hacer lo que tenía que hacer. Sabía que en este caso no tendría que buscarlo. No tenía que fabricarme nada. Ya era parte del trato. La parte más importante.

Miré el nombre del barco pintado en letras negras en la popa, y recordé que Terry me había explicado en una ocasión que se refería a la ola que tenías que vigilar, la que te llegaba por tu punto ciego y te golpeaba por detrás. Una buena filosofía. No pude evitar preguntarme por qué Terry no había visto qué ni quién le venía por detrás.

Con precario equilibrio, bajé de la embarcación hinchable y subí al espejo de popa del barco. Me volví para buscar la soga con la que atarlo, pero Graciela me detuvo.

– Yo no voy a subir a bordo -dijo.

Sacudió la cabeza como para desalentar cualquier intento de coerción por mi parte y me pasó un juego de llaves. Yo las cogí.

– No quiero subir -repitió-. Con la vez que fui a recoger sus medicamentos tuve bastante.

– Entiendo.

– Así la Zodiac estará en el muelle para Buddy si aparece.

– ¿Si aparece?

– No siempre es tan cumplidor. Al menos es lo que decía Terry.

– Y si no aparece, ¿qué hago yo?

– Ah, pare un taxi acuático. Pasan cada quince minutos. No tendrá problema. Cóbremelo. Lo que me recuerda que no hemos hablado de dinero.

Era algo que Graciela tenía que sacar a relucir para asegurarse, pero tanto ella como yo sabíamos que ese trabajo no era por dinero.

– No será necesario -dije-. Sólo hay una cosa que quiero a cambio de esto.

– ¿Qué?

– Terry me habló una vez de su hija. Me dijo que la llamaron Cielo Azul.

– Exacto. El eligió el nombre. -¿Le dijo alguna vez por qué?

– Dijo que le gustaba. Me explicó que una vez conoció a una niña llamada Cielo Azul.

Asentí.

– Lo que quiero como pago por hacer esto es verla algún día, me refiero a cuando todo esto haya terminado.

Graciela reflexionó un momento, pero enseguida dijo que sí con la cabeza.

– Es un encanto. Le gustará.

– Estoy seguro.

– ¿Harry, usted la conocía? ¿A la chica por la que Terry le puso el nombre a nuestra hija?

Yo la miré y bajé la cabeza.

– Sí, podría decirse que la conocía. Algún día, si quiere, le hablaré de ella.

Graciela asintió de nuevo y empezó a empujar la Zodiac para apartarse de la popa. Yo la ayudé con los pies.

– La llave pequeña abre la puerta del salón -dijo-. El resto ya se lo imaginará. Espero que encuentre algo que ayude.

Sostuve las llaves en alto como si fueran a abrir todas las puertas que pudiera hallar en adelante. Observé que ella se dirigía de nuevo al muelle y subí al puente de mando.