Todo parecía en orden. Era una entrega de rutina. Rápidamente me aparté del mostrador y me dirigí a la puerta. Al abrirla oí un timbre electrónico, pero no me preocupé por eso. Volví al Mercedes, corriendo bajo la lluvia después de haberme guardado el libro autografiado debajo de mi impermeable.
– ¿Qué hacías tumbado por encima del mostrador? -preguntó Rachel una vez que estuve de nuevo tras el volante.
– Tiene un sistema de seguridad. Hubo una entrega y quería asegurarme de que no era Backus antes de salir. Son las tres en Washington.
– Ya lo sé. Bueno, ¿qué has averiguado? ¿O sólo estabas comprando un libro?
– He averiguado mucho. Tom Walling es un cliente. O lo era, hasta que le estafó en un pedido de libros de Edgar Allan Poe. Eran pedidos por correo, como pensábamos. Nunca lo vio, sólo le enviaba los libros a Nevada.
Rachel se sentó más erguida.
– ¿Estás de broma?
– No. Los libros eran de una colección que Ed estaba vendiendo. Así que estaban marcados y podían rastrearse. Por eso Backus los quemó en el bidón. No podía arriesgarse a que sobrevivieran a la explosión intactos y pudieran rastrearse hasta Thomas.
– ¿Por qué?
– Porque decididamente él está en juego aquí. Thomas es su objetivo. Arranqué el coche.
– ¿Adónde vas?
– Voy a dar la vuelta para confirmar lo de la entrega. Además, es bueno cambiar de sitio de vez en cuando.
– Ah, ahora vas a darme la lección básica de la vigilancia.
Sin responder, rodeé el centro comercial por atrás y vi la furgoneta marrón de UPS aparcada junto a la puerta trasera abierta de Book Carnival. Pasamos en el coche y durante el breve atisbo que tuve de la parte de atrás de la furgoneta y la puerta abierta del almacén, vi que el hombre que había realizado la entrega empujaba varias cajas por una rampa de la parte de atrás de la furgoneta. Las devoluciones, supuse. Seguí conduciendo sin titubear.
– Todo en orden -dijo Rachel.
– Sí.
– No te has delatado con Thomas, ¿verdad?
– No. Sospechaba algo, pero digamos que me salvó la campana. Quería hablar contigo antes. Creo que hemos de decírselo.
– Harry, ya hemos hablado de esto. Si se lo decimos cambiaría su rutina y su actitud. Podía delatarse. Si Backus ha estado observándolo, cualquier pequeño cambio lo delataría.
– Y si no lo avisamos y esto falla, entonces…
No terminé. Habíamos sostenido la misma discusión dos veces antes, con cada uno de nosotros cambiando de posición alternativamente. Era un clásico conflicto de intenciones. ¿Apuntalábamos la seguridad de Thomas a riesgo de perder a Backus? ¿O arriesgábamos la seguridad de Thomas para acercarnos a Backus? Se trataba de si el fin justificaba los medios, y ninguno de los dos estaríamos satisfechos tomáramos la decisión que tomásemos.
– Supongo que eso significa que no podemos dejar que nada vaya mal -dijo ella.
– Exacto. ¿Y refuerzos?
– También creo que es demasiado arriesgado. Cuanta más gente metamos en esto, más posibilidades hay de delatar nuestra mano.
Asentí con la cabeza. Ella tenía razón. Encontré un sitio en el extremo del aparcamiento opuesto al lugar desde donde habíamos vigilado antes. Sin embargo, no me estaba engañando a mí mismo. No había muchos coches en el aparcamiento en medio de un día laborable lluvioso y éramos perceptibles. Empecé a pensar que tal vez éramos como las cámaras de Ed. Meramente un instrumento di-suasorio. Tal vez Backus nos había visto y eso lo había detenido en su idea de llevar a cabo su plan. Por el momento.
– Cliente -dijo Rachel.
Miré al otro lado del aparcamiento y vi a una mujer que se dirigía a la tienda. Me sonaba familiar y la recordé del Sportman's Lodge.
– Es su mujer. La vi una vez. Creo que se llama Pat.
– ¿Crees que le lleva la comida?
– Quizá. O quizá trabaja aquí.
Observamos durante un rato, pero no había rastro de Thomas ni de su mujer en la parte delantera de la tienda. Empecé a preocuparme. Saqué el móvil y llamé a la tienda, esperando que la llamada los llevara a la parte delantera, donde estaba el teléfono.
Pero una mujer contestó de inmediato y todavía no había nadie en el mostrador. Colgué rápidamente.
– Debe de haber un teléfono en el almacén.
– ¿Quién ha contestado?
– La mujer.
– ¿Debería entrar?
– No, si Backus está vigilando te reconocerá. No puede verte.
– Muy bien, ¿entonces qué?
– Entonces nada. Probablemente están comiendo en la mesa que vi en la parte de atrás. Ten paciencia.
– No quiero tener paciencia. No me gusta estar aquí sentada…
Se detuvo cuando vio a Ed Thomas saliendo por la puerta delantera. Llevaba un impermeable y cargaba con un paraguas y un maletín. Se metió en el coche en el que le habíamos visto llegar a la tienda esa mañana, un Ford Explorer verde. A través del escaparate de la librería vi que su mujer se sentaba en un taburete tras el mostrador.
– Allá vamos -dije.
– ¿Adónde va?
– Puede que vaya a comer.
– ¿Con un maletín? Seguimos con él, ¿no?
Volví a arrancar el coche.
– Sí.
Observamos mientras Thomas salía de su estacionamiento en su Ford. Se dirigió a la salida y dobló a la derecha en Tustin Boulevard. Después de que su coche quedó absorbido en el tráfico yo me dirigí a la salida y lo seguí bajo la lluvia. Saqué mi teléfono y llamé a la tienda. Respondió la mujer de Ed.
– Hola, ¿está Ed?
– No, no está. ¿Puedo ayudarle?
– ¿Eres Pat?
– Sí, ¿quién es?
– Soy Bill Gilbert. Creo que nos conocimos en el Sportsman's Lodge hace un tiempo. Trabajaba con Ed en el departamento. Iba a estar por esa zona y pensaba pasarme por la librería a saludar. ¿Estará más tarde?
– Es difícil de decir. Ha ido a una tasación y ¿quién sabe?, podría pasarse el resto del día. Con esta lluvia y la distancia que ha de recorrer.
– ¿Una tasación? ¿Qué quieres decir?
– De una colección de libros. Alguien quiere venderse su colección y Ed acaba de salir para ver cuánto vale. Está en el valle de San Fernando y por lo que he entendido es una colección grande. Me ha dicho que probablemente hoy tendré que cerrar yo.
– ¿Es más de la colección Rodway? Me comentó algo de ella la última vez que hablamos.
– No, ésa ya está toda vendida. Este es un hombre llamado Charles Turrentine y tiene más de seis mil libros.
– Guau, es un montón.
– Es un coleccionista conocido, pero creo que necesita el dinero porque le ha dicho a Ed que quiere venderlo todo.
– Es extraño. Un tipo se pasa tanto tiempo coleccionando y después lo vende.
– Veremos qué pasa.
– Bueno, Pat, gracias. Ya veré a Ed en otra ocasión. Y mándale un saludo.
– ¿Me repites tu nombre?
– Tom Gilbert. Hasta luego.
Cerré el teléfono.
– Al principio de la conversación eras Bill Gilbert.
– Vaya.
Repetí la conversación para Rachel. Después llamé a información del código de área 818, pero no figuraba ningún Charles Turrentine. Pregunté a Rachel si tenía algún contacto en la oficina de campo del FBI en Los Ángeles que pudiera conseguirle una dirección de Turrentine y tal vez un número que no figurara en la guía.
– ¿No tienes a nadie en el departamento al que podamos usar?
– En este momento creo que he usado todos los favores que me debían. Además, yo soy un outsider. Tú no.
– Eso no lo sé.
Rachel sacó el teléfono y se puso manos a la obra y yo me concentré en las luces de freno del Explorer de Thomas que tenía a sólo cincuenta metros en la autovía 22. Sabía que Thomas tenía una elección por delante. Podía doblar al norte en la 5 e ir por el centro de Los Ángeles o podía continuar y luego tomar la 405 hacia el norte. Ambas rutas conducían al valle de San Fernando.