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– Pensabas…

Rachel se agachó y dejó la linterna en el suelo. Todavía no la había usado y no podía arriesgarse a hacerlo en ese momento. Se adentró en la oscuridad más profunda del pasillo. Ya había comprobado las habitaciones delanteras y sabía que las voces procedían de algún lugar situado más al fondo de la casa.

El pasillo conducía a un vestíbulo desde el cual las puertas se abrían en tres direcciones diferentes. Al llegar allí oyó las voces de dos hombres y pensó que con seguridad procedían de un lugar situado a la derecha.

– ¡Escríbelo!

– ¡No veo!

Después un sonido seco y otro como de desgarro. Alguien había descorrido unas cortinas.

– ¿Ahora ves? Escribe o termino ahora mismo.

– De acuerdo, de acuerdo.

– Exactamente como yo lo digo. «Una vez, al filo de una lúgubre medianoche…»

Ella sabía lo que era. Reconoció las palabras de Edgar Allan Poe. Y sabía que era Backus, aunque la voz era diferente. Estaba recurriendo otra vez a la poesía, recreando el crimen que no había conseguido cometer hacía tanto tiempo. Bosch tenía razón.

Rachel entró en la habitación de la derecha y la encontró vacía. Había una mesa de billar en el centro de la estancia, con cada centímetro cuadrado de su superficie ocupado por más pilas de libros. Entendió lo que Backus había hecho. Había atraído a Ed Thomas hasta la casa porque el hombre que vivía allí -Charles Turrentine- era un coleccionista. Sabía que Thomas iría a ver su colección.

Empezó a volverse para retirarse y descartar la siguiente habitación que daba al vestíbulo. Pero antes de que se hubiera movido más de unos centímetros sintió en el cuello el cañón frío de una pistola.

– Hola, Rachel -dijo Robert Backus con su voz modificada quirúrgicamente-. Qué sorpresa verte aquí.

Ella se quedó de piedra y en ese momento supo que no se le podía engañar de ninguna manera, que conocía todos los engaños y todos los ángulos. Sabía que sólo tenía una oportunidad: Bosch.

– Hola, Bob. Ha pasado mucho tiempo.

– Sí. ¿ Quieres dejar la pistola aquí y reunirte conmigo en la biblioteca?

Rachel dejó la Sig en una de las pilas de la mesa de billar.

– Pensaba que todo este sitio era una biblioteca, Bob.

Backus no respondió. Ella sintió que la cogía por la nuca, que le apretaba la pistola en la espalda y después la empujaba en la dirección en que quería que fuera. Salieron de la habitación y entraron en la siguiente, una pequeña sala con dos sillones de madera de respaldo alto dispuestos frente a una gran chimenea de piedra. No había fuego y Rachel oyó que la lluvia goteaba por el hueco de la chimenea hasta el hogar. Vio que se estaba formando un charco. El agua de la lluvia caía por las ventanas de ambos lados de la chimenea, dejándolas traslúcidas.

– Resulta que tenemos sillones suficientes -dijo Backus-. Toma asiento.

Bruscamente la hizo girar en torno a uno de los sillones y la obligó a sentarse. La registró rápidamente en busca de otras armas y después retrocedió y dejó caer algo en el regazo de Rachel. Esta miró en la otra butaca y vio a Ed Thomas. Todavía estaba vivo. Tenía las muñecas sujetas a los brazos del sillón mediante bridas de plástico. Habían unido otras dos bridas y después las habían utilizado para sujetarle el cuello al respaldo de la butaca. Lo habían amordazado con una servilleta de tela y tenía la cara exageradamente roja por el esfuerzo y la falta de oxígeno.

– Bob, tú puedes detener esto -dijo Rachel-. Ya has demostrado lo que querías. No puedes…

– Ponte la brida en torno a la muñeca derecha y ciérrala en el brazo del sillón.

– Bob, por favor. Deja…

– ¡Hazlo!

Ella pasó la brida de plástico en torno al brazo del sillón y de su muñeca. Después pasó el extremo a través del cierre.

– Fuerte, pero no demasiado. No quiero dejarte marca.

Cuando Rachel hubo terminado, Backus le ordenó que pusiera el brazo libre en el otro reposabrazos. Entonces se acercó y le agarró el brazo para mantenerlo en su lugar mientras le pasaba otra brida y la cerraba. Retrocedió y admiró su obra.

– Ya está.

– Bob, hicimos mucho trabajo bueno juntos. ¿Por qué estás haciendo esto?

El la miró desde arriba y sonrió.

– No lo sé. Pero hablemos de eso después. Tengo que acabar con el detective Thomas. Ha pasado mucho tiempo para él y para mí. Y sólo piensa, Rachel, que puedes observar. Qué rara oportunidad para ti.

Backus se volvió hacia Thomas. Se acercó y le quitó la mordaza de la boca. Después metió la mano en el bolsillo y sacó una navaja plegable. La abrió y en un movimiento fluido cortó la brida que mantenía el brazo derecho de Thomas sujeto a la butaca.

– Ahora, ¿dónde estábamos, detective Thomas? Era el tercer verso, ¿no?

– Yo diría que es el final.

Rachel reconoció la voz de Bosch y se volvió para verlo, pero la butaca era demasiado alta.

Mantuve la pistola firmemente, tratando de pensar en la mejor manera de manejar la situación.

– Harry -me gritó Rachel con calma-. Tiene una pistola en la izquierda y un cuchillo en la derecha. Es diestro.

Mantuve la posición y le ordené que bajara las armas. Backus obedeció sin vacilar. Eso me dio que pensar, como si hubiera pasado rápidamente al plan B. ¿Había otra arma? ¿Otro asesino en la casa?

– Rachel, Ed, ¿estáis bien?

– Estamos bien -dijo Rachel-. Túmbalo, Harry. Tiene bridas en el bolsillo.

– Rachel, ¿dónde está tu pistola?

– En la otra habitación. Túmbalo, Harry.

Di un paso más para adentrarme en la habitación, pero entonces me detuve para estudiar a Backus. Había cambiado otra vez. Ya no se parecía al hombre que se había hecho llamar Shandy. Sin barba, sin gorra sobre el pelo gris. Se había afeitado la cabeza y la cara. Tenía un aspecto completamente diferente.

Di otro paso, pero me detuve de nuevo. De repente pensé en Terry McCaleb y en su mujer y su hija y en su hijo adoptivo. Pensé en la misión compartida y en lo que se había perdido.

¿Cuántos hombres malvados andarían libres por el mundo porque Terry McCaleb había muerto? En mi interior creció una rabia más poderosa que el río. No quería poner a Backus en el suelo, esposarlo y observar cómo se lo llevaban en un coche patrulla para que viviera detrás de los barrotes una vida de celebridad, atención y fascinación. Quería quitarle todo lo que él le había quitado a mi amigo y a todos los demás.

– Tú mataste a mi amigo -dije-. Por eso…

– Harry, no -dijo Rachel.

– Lo siento -dijo Backus-, pero he estado bastante ocupado. ¿Quién vendría a ser tu amigo?

– Terry McCaleb. También era amigo tuyo y…

– De hecho, quería ocuparme de Terry. Sí, tenía el potencial de convertirse en un incordio, pero…

– ¡Cállate, Bob! -gritó Rachel-. No le llegabas ni a la suela del zapato a Terry. Harry, esto es demasiado peligroso. ¡Túmbalo! ¡Ahora!

Me despejé de mi rabia y me centré en el momento presente. Terry McCaleb retrocedió en la penumbra. Me acerqué a Backus, preguntándome qué me estaba diciendo Rachel. ¿Túmbalo? ¿Quería que le disparara?

Di dos pasos más.

– ¡Al sucio! -ordené-. Lejos de las armas.

– Lo que tú digas.

Se volvió como para apartarse de donde había dejado las armas y para elegir un lugar para tumbarse.

– ¿Te importa?, aquí hay un charco. La chimenea gotea.

Sin esperar mi respuesta dio un paso hacia la ventana. Y de repente lo vi. Supe lo que iba a hacer.

– ¡Backus, no!

Mis palabras no lo detuvieron. Plantó su pie y se lanzó de cabeza por la ventana. La ventana, con el marco maltrecho por años de luz solar y lluvias como la de ese día, cedió con la facilidad del atrezo de Hollywood. La madera se astilló y el cristal se hizo añicos al ser atravesado por el cuerpo de Backus. Corrí rápidamente al hueco de lo que había sido la ventana e inmediatamente vi el relampagueo del cañón de la segunda pistola de Backus. PlanB.