Rachel buscó por el río, pero no vio por ninguna parte la cabeza de Backus. Miró de nuevo a Bosch mientras éste se alejaba. Vio que él la miraba a ella. Bosch levantó un brazo por encima del agua y señaló. Ella siguió la dirección que Bosch le indicaba y vio el Mercedes aparcado encima del puente. Vio que el limpiaparabrisas estaba en marcha y supo que las llaves seguían allí.
Echó a correr.
El agua estaba fría, más de lo que habría imaginado. Y yo ya estaba débil por la lucha con Backus. Me sentía pesado en el agua y me costaba mantener la cara sobre la superficie. El agua parecía viva, como si me estuviera agarrando y tirando de mí hacia el fondo.
Había perdido la pistola y no había rastro de Backus. Extendí los brazos y traté de maniobrar el cuerpo de manera que simplemente pudiera cabalgar los rápidos hasta que recuperara parte de la fuerza y pudiera hacer un movimiento o Rachel consiguiera ayuda. Me acordé del niño que había caído al río tantos años antes. Los bomberos, los policías, incluso los viandantes trataron de salvarlo, echando al agua mangueras, escaleras y cuerdas. Pero fallaron y el niño se ahogó. Al final, el rabión lo devoró todo.
Traté de no pensar en eso. Traté de no caer preso del pánico. Giré las palmas hacia abajo y tuve la sensación de que podía mantener la cabeza fuera del agua con más facilidad. La nueva posición incrementó mi velocidad en la corriente, pero me permitió conservar la cabeza a flote. Me dio confianza. Empecé a pensar que podía lograrlo. Durante un rato. Todo dependía de cuándo llegara la ayuda. Miré al cielo. No había helicópteros. No había bomberos. Todavía no había ayuda. Sólo el vacío gris del cielo y la lluvia que caía.
El operador del servicio de emergencias le dijo a Rachel que se mantuviera en línea, pero ella no podía conducir deprisa y con seguridad con el teléfono en la oreja. Lo soltó en el asiento del pasajero sin desconectarlo. Cuando llegó a la siguiente señal de stop frenó tan en seco que el teléfono cayó al suelo, fuera de su alcance. No le importó. Estaba acelerando por la calle mirando a su izquierda en cada cruce en busca del siguiente puente que cruzara el canal.
Cuando finalmente vio uno, aceleró hasta él y detuvo el Mercedes encima del puente, en medio de la calzada. Bajó de un salto y corrió a la barandilla.
No se veía ni a Bosch ni a Backus. Pensó que podía haberlos adelantado. Cruzó la calle. Un motorista hizo sonar la bocina, pero ella pasó a la barandilla del otro lado sin preocuparse por eso.
Examinó la superficie turbulenta durante unos segundos, hasta que vio a Bosch. Tenía la cabeza encima de la superficie e inclinada hacia atrás, con la cara hacia el cielo. Rachel sintió pánico. ¿Seguía vivo? ¿O se había ahogado y su cuerpo simplemente era arrastrado por la corriente? Entonces, casi con la misma rapidez con que el miedo la había atenazado, vio que Bosch sacudía la cabeza, como hacen con frecuencia los nadadores para apartarse el pelo y el agua de los ojos. Estaba vivo y a unos cien metros del puente. Vio que pugnaba por modificar su posición en la corriente. Rachel se inclinó hacia delante y miró al agua. Sabía lo que él estaba haciendo. Iba a intentar agarrarse a uno de los soportes del puente. Si podía agarrarse y aguantar, podrían sacarlo y salvarlo allí mismo.
Rachel corrió de nuevo al coche y abrió la puerta del maletero. Buscó en la parte de atrás algo que pudiera ayudarla. Allí estaba su bolsa y poco más. La echó al suelo de un tirón y levantó el panel de suelo alfombrado. Alguien atrapado detrás del Mercedes en la calle empezó a tocar el claxon. Ella ni siquiera se volvió a mirar.
Golpeé con tanta fuerza el pilar central del puente que me quedé sin respiración y pensé que me había roto cuatro o cinco costillas. Pero me agarré. Sabía que era mi oportunidad. Me aferré con todas las fuerzas que me quedaban.
La corriente tenía garras. Sentía miles de garras tirando de mí, tratando de devolverme al torrente oscuro. El agua me azotaba la cara. Con un brazo a cada lado del muelle, traté de trepar por el hormigón resbaladizo, pero cada vez que ganaba unos centímetros las garras me aferraban y tiraban de mí hacia abajo. Rápidamente entendí que lo mejor que podía hacer era agarrarme. Y esperar.
Al abrazarme al hormigón pensé en mi hija. Pensé en ella suplicándome que resistiera, diciéndome que tenía que hacerlo por ella. Me dijo que no importaba dónde estuviera o qué hiciera, ella todavía me necesitaba. Incluso en aquel momento supe que era una ilusión, pero me pareció reconfortante. Me proporcionó la fuerza para no soltarme.
Había herramientas y una rueda de repuesto en el compartimento, nada que sirviera. Entonces, debajo de la rueda, a través de los agujeros del diseño de la llanta, Rachel vio cables negros y rojos. Cables de batería.
Puso los dedos en los agujeros de la llanta y tiró hacia arriba. Era grande, pesada y difícil de agarrar, pero no se amilanó. Sacó la rueda de un tirón y la dejó en el suelo.
Cogió los cables y cruzó de nuevo la calle a la carrera, causando que un coche patinara de costado cuando el conductor pisó los frenos.
En la barandilla, miró al río, pero no vio a Bosch hasta que miró justo debajo y lo vio agarrado al pilar de soporte. El agua le impactaba en el rostro y tiraba de él. Tenía las manos y los dedos llenos de arañazos y sangrantes. Estaba mirándola a ella con lo que le pareció una pequeña sonrisa en el rostro, casi como si le estuviera diciendo que iba a salvarse.
Insegura de cómo iba a completar el rescate, ella tiró el extremo de uno de los cables al agua. Eran demasiado cortos.
– ¡Mierda!
Había una tubería que recorría el lateral del puente. Si lograba bajar hasta la tubería quizá pudiera hacer descender los cables un metro y medio más… Eso podría bastar.
– Señora, ¿está bien?
Ella se volvió. Tenía un hombre a su lado, debajo de un paraguas. Estaba cruzando el puente.
– Hay un hombre en el río. Llame al novecientos once. ¿Tiene móvil? Llame al novecientos once.
El hombre empezó a sacar un teléfono móvil del bolsillo de la chaqueta. Rachel se volvió de nuevo hacia la barandilla y empezó a treparla.
Ésa era la parte sencilla. Pasar por encima de la barandilla y bajar por la tubería era la maniobra arriesgada. Se puso los cables en torno al cuello y lentamente bajó un pie a la tubería y luego el otro. Se dejó resbalar hasta quedar con una pierna a cada lado de la tubería, como si estuviera montando a caballo.
Esta vez sabía que el cable llegaría a Bosch. Empezó a bajarlo y él se estiró a cogerlo. Pero justo cuando la mano de Bosch lo agarró, Rachel vio un borrón de color en el agua y Bosch fue golpeado por algo y no pudo evitar desasirse del pilar de soporte. En ese momento Rachel se dio cuenta de que había sido Backus, vivo o muerto, lo que lo había soltado.
Ella no estaba preparada. Cuando Bosch se soltó, se mantuvo aferrado al cable, pero su peso y el peso de Backus y la corriente fueron demasiado para Rachel. Su extremo del cable se le escapó y cayó en el agua, bajo el puente.
– ¡Ya vienen! ¡Ya vienen!
Rachel miró al hombre que estaba debajo del paraguas asomado a la barandilla.
– Es demasiado tarde -dijo ella-. Se ha soltado.
Yo estaba débil, pero Backus estaba aún más débil. Sabía que no tenía la misma fuerza que había mostrado en la confrontación al borde del río. Me había arrancado del puente porque no lo había visto venir y porque me había golpeado con todo su peso, pero se agarraba a mí como un ahogado, sólo trataba de no soltarse.
Dimos tumbos en la corriente, que nos atrajo hasta el fondo. Traté de abrir los ojos, pero el agua era demasiado oscura para ver a través de ella. Lo llevé con fuerza hasta el lecho de hormigón y me situé detrás de él. Coloqué el cable que todavía sujetaba en torno al cuello de Backus. Tiré del cable una y otra vez hasta que él me soltó y llevó las manos a su propio cuello. Me ardían los pulmones. Necesitaba aire. Me empujé en Backus para salir a la superficie. Al separarnos intentó por última vez agarrarse de mis tobillos, pero yo logré liberarme.