En los últimos momentos Backus vio a su padre. Muerto e incinerado hacía mucho tiempo, a él se le apareció vivo, con los ojos severos que Backus siempre recordaba. Tenía una mano a la espalda, como si ocultara algo. La otra mano llamaba a su hijo para que siguiera adelante. Para que fuera a casa.
Backus sonrió y después rió. El agua le entró en la boca y en los pulmones. No sintió pánico. Le dio la bienvenida. Sabía que renacería. Volvería. Sabía que el mal nunca podía ser derrotado. Sólo cambiaba de un sitio a otro y aguardaba.
Salí a la superficie y tragué aire. Me revolví en el agua buscando a Backus, pero había desaparecido. Me había librado de él, pero no del agua. Estaba exhausto. Notaba los brazos tan pesados en el agua que apenas podía sacarlos a la superficie. Pensé en el chico otra vez, en lo asustado que tuvo que estar, completamente solo y con las garras aferrándose a él.
Delante de mí, vi donde el agua se vaciaba en el canal principal del río. Estaba a cincuenta metros de distancia y sabía que allí el río sería más ancho, más llano y más violento. Pero los muros de hormigón hacían pendiente en el canal principal y sabía que podría tener una oportunidad de salir si conseguía frenar mi velocidad y encontrar un agarre.
Bajé los ojos y decidí situarme lo más cerca posible de la pared sin ser empujado con fuerza contra ella. Entonces vi una salvación más inmediata. El árbol que había visto en el canal desde la ventana de la casa de Turrentine estaba a cien metros de distancia, en el río. Debía de haberse enganchado en el puente y le había dado alcance.
Con mi última reserva de fuerzas, empecé a nadar con la corriente, cogiendo velocidad y dirigiéndome al árbol. Sabía que podía ser mi bote salvavidas. Podría llevarme hasta el Pacífico si era necesario.
Rachel perdió de vista el río. Las calles la alejaron de él y enseguida lo perdió. No podía volver. En el coche había una pantalla de GPS, pero ella no sabía cómo funcionaba y de todas formas dudaba de que dispusiera de conexión con el satélite con semejante clima. Se inclinó hacia delante y golpeó el volante con rabia con la palma de la mano. Sentía que estaba abandonando a Harry, que sería culpa suya si se ahogaba.
Entonces oyó el helicóptero. Volaba bajo y se movía con rapidez. Se inclinó hacia delante para mirar a través del parabrisas. No vio nada. Bajó del coche y giró en círculos bajo la lluvia, mirando. Todavía lo oía, pero seguía sin verlo.
Tenía que ser el rescate, pensó. Con esa lluvia, ¿quién más podía estar volando? Se metió de nuevo en el Mercedes y siguió la pista del sonido. Dobló a la derecha por la primera calle que pudo y empezó a seguir la dirección del sonido. Conducía con la ventanilla bajada y la lluvia la empapaba. Escuchó el sonido del helicóptero en la distancia.
Enseguida lo vio. Estaba volando en círculos un poco más adelante y a la derecha. Rachel continuó y cuando llegó a Reseda Boulevard giró de nuevo a la derecha y vio que, de hecho, había dos helicópteros, uno encima del otro. Los dos eran rojos con letras blancas en el lado. No eran de la televisión ni de la radio. Los dos aparatos llevaban las siglas del Departamento de Bomberos de Los Ángeles.
Había un puente delante, y Rachel vio coches detenidos y gente saliendo bajo la lluvia y corriendo hacia la barandilla. Miraban al río.
Ella detuvo el coche en medio de un carril de tráfico e hizo lo mismo. Corrió a la barandilla a tiempo de asistir al rescate. Bosch llevaba un arnés de seguridad amarillo y estaba siendo elevado en un cable desde un árbol caído que estaba encajado en la parte más baja, donde el río se ensanchaba hasta una distancia de cincuenta metros.
Mientras era alzado al helicóptero, Bosch miró la enfurecida corriente. El árbol no tardó en desencajarse y empezó a dar tumbos en los rápidos. Cogió velocidad y pasó bajó el puente, con sus ramas rompiéndose en los pilares de soporte y arrancándose.
Rachel observó que los rescatadores metían a Bosch en el helicóptero. No apartó la vista hasta que él estuvo a salvo dentro del helicóptero y éste empezó a alejarse. Y fue sólo entonces cuando otros curiosos reunidos en el puente empezaron a gritar y a señalar al río. Ella miró y vio a otro hombre en el agua. Pero para ese hombre no había rescate posible. Flotaba boca abajo, con los brazos inertes y el cuerpo sin vida. Tenía cables rojos y negros enrollados en el cuerpo y en el cuello. Su cráneo afeitado parecía la pelota perdida de un niño cabeceando en la corriente.
El segundo helicóptero siguió al cuerpo desde lo alto, esperando que se estancara como antes había hecho el árbol antes de arriesgarse a sacarlo del agua. En esta ocasión no había prisa.
Cuando la corriente se arremolinó entre los pilares del puente, el cadáver giró en el agua. Justo antes de que pasara bajo el puente, Rachel atisbo la cara de Backus.
Tenía los ojos abiertos bajo el brillo del agua, y a Rachel le pareció que la miraba justo antes de desaparecer bajo el puente.
Hace muchos años, cuando servía en el ejército en Vietnam, me hirieron en un túnel. Me sacaron de allí mis camaradas y me pusieron en un helicóptero que me devolvió al campo base. Recuerdo que, cuando el aparato se elevó y me alejó del camino del peligro, sentí una euforia que oscurecía con creces el dolor de mi herida y el cansancio que sentía.
Sentí lo mismo ese día en el río. Déjà vu. Lo había logrado. Había sobrevivido. Estaba a salvo. Estaba sonriendo cuando un bombero con un casco de seguridad me envolvió con una manta.
– Vamos a llevarle al USC para que le hagan un chequeo -gritó por encima del ruido del rotor y de la lluvia-. Llegaremos en diez minutos.
Me levantó el dedo pulgar y yo repetí el mismo signo. Al hacerlo me fijé en que mis dedos habían adquirido un color blanco azulado y que yo estaba temblando a causa de algo más que frío.
– Siento lo de su amigo -gritó el bombero.
Vi que estaba mirando a través del panel de cristal de la parte inferior de la puerta que acababa de cerrar. Me incliné y vi a Backus en el agua. Estaba boca arriba y se movía lánguidamente en la corriente.
– Yo no lo siento -dije, pero no lo bastante alto para que me oyera.
Me recosté en el asiento en el que me habían colocado. Cerré los ojos y saludé con la cabeza a la imagen conjurada de mi compañero silencioso, Terry McCaleb, sonriendo y de pie en la popa de su barco.
43
El cielo se despejó un par de días después y la ciudad empezó a secarse y a salir de los escombros. Se habían producido deslizamientos de tierra en Malibú y Topanga. La autopista de la costa había quedado reducida a dos carriles para el futuro inmediato. En las colinas de Hollywood se habían registrado inundaciones en las calles bajas. Una casa de Fareholm Drive había sido arrastrada por la corriente, dejando a una anciana estrella de Hollywood sin hogar.
Dos muertes fueron atribuidas a la tormenta, la de un golfista que inexplicablemente había decidido hacer unos hoyos en plena tormenta y que recibió el impacto de un rayo cuando intentaba conectar un swing, y Robert Backus, el asesino en serie fugitivo. El Poeta estaba muerto, dijeron los titulares y los presentadores de noticias. El cuerpo de Backus fue rescatado del río en la presa de Sepúlveda. Causa de la muerte: ahogamiento.
El mar también estaba en calma y, por la mañana, yo tomé un transbordador a Catalina para ver a Graciela McCaleb. Alquilé un cochecito de golf y subí hasta la casa, donde ella me abrió la puerta y me recibió con su familia. Conocí a Raymond, el hijo adoptado, y a Cielo, la niña de la que Terry me había hablado. Encontrarlos me hizo echar de menos a mi propia hija y me recordó la nueva vulnerabilidad que pronto tendría en mi vida.