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– No sé cómo crees que sabes todo esto, pero no puedes…

– Mira, sé lo que sé. Y sé que ya se había consumido su seguro médico y que si iba a tener que esperar otro corazón, lo perdería todo: la casa, el barco, todo. Todo por otro corazón.

Hice una pausa y continué en voz más calmada.

– No quería eso. Tampoco quería que su familia viera cómo se consumía y moría, en el subsidio público. Y no le gustaba la idea de que otra persona muriera para que él viviera. Además, ya había pasado por eso.

Me detuve allí para ver si protestaba otra vez y trataba de disuadirme. Esta vez ella permaneció en silencio.

– Las únicas cosas que le quedaban eran su seguro de vida y su pensión. Quería que ellos las conservaran. Así que fue él quien cambió sus pastillas. Había un recibo de una tienda de alimentos de salud debajo del asiento de su coche. He llamado esta mañana para ver si vendían polvo de cartílago de tiburón. Lo venden.

»Cambió sus pastillas y siguió tomándolas. Supuso que siempre que las tomara con ostentación no habría autopsia y todo funcionaría.

– Pero no fue así, ¿no?

– No, pero tenía un plan alternativo para eso. Por eso esperó a un crucero largo. Quería morir en el barco. Quería que fuera en aguas bajo jurisdicción federal. Su esperanza era que si algo se torcía, sus amigos del FBI se ocuparían de todo por él.

»El único problema con este gran plan al completo era que no tenía ni idea del Poeta. No tenía idea de que su mujer acudiría a mí o que unas líneas garabateadas en una carpeta conducirían a todo lo que ocurrió. -Negué con la cabeza-. Debería haberlo visto. El cambio de medicamentos no era el estilo de Backus. Demasiado complicado. Los complicados suelen ser trabajos internos.

– ¿Y la amenaza a su familia? Tanto si sabía que era Backus como si no, sabía que alguien había amenazado a su familia. Recibió esas fotografías de alguien vigilando a su familia. ¿Estás diciendo que abandonó y dejó a su mujer y sus hijos en riesgo? Ese no es el Terry McCaleb que yo conocía.

– Quizá pensó que estaba acabando con el riesgo. La amenaza a su familia estaba dirigida a él. Si él desaparecía, también desaparecía la amenaza.

Rachel asintió, pero no era ningún tipo de confirmación.

– Como mínimo tu cadena de hechos es interesante, Harry. Eso te lo concedo. Pero ¿qué te hace pensar que lo sabíamos, que yo lo sabía?

– Oh, tú lo sabías. La forma en que despreciaste mis preguntas sobre William Bing por un lado. Y después lo que hiciste en la casa el otro día. Cuándo estaba apuntando a Backus, él estaba a punto de decir algo sobre Terry y tú lo cortaste. Saltaste sobre lo que estaba a punto de decir. Creo que iba a decir que no mató a Terry.

– Ah, claro, un asesino negando a una de sus víctimas. ¡Qué raro!

Su sarcasmo me sonó defensivo.

– Esta vez lo habría sido. Ya no se estaba escondiendo. Estaba al descubierto y habría tomado crédito si se le debía dar crédito. Lo sabías y por eso lo cortaste. Sabías que iba a negarlo.

Rachel se apartó de la barandilla y se plantó delante de mí.

– Vale, Harry, crees que lo has resuelto todo. Has encontrado un pequeño suicidio triste entre todos los asesinatos. ¿Qué vas a hacer? ¿Vas a salir y anunciarlo al mundo? La única cosa que conseguirías es quitarle el dinero a la familia. ¿Es eso lo que quieres? Quizá puedes ganarte la recompensa del chivato.

Ahora fui yo quien le dio la espalda y se apoyó en la barandilla.

– No, no es eso lo que quiero. Simplemente no me gusta que me mientan.

– Ah, ya lo entiendo. En realidad no se trata de Terry. Se trata de ti y de mí, ¿no?

– No sé de qué se trata, Rachel.

– Bueno, cuando lo sepas, cuando lo resuelvas todo, dímelo, ¿vale?

Ella de repente se me acercó y me besó con fuerza en la mejilla.

– Adiós, Bosch. Quizá nos veamos cuando llegue mi traslado.

No me volví para verla marchar. Escuché sus pasos airados que atravesaban la terraza y después el suelo de arce del interior. Escuché el portazo de la puerta de la calle con una irrevocabilidad que reverberó en mi interior. Era otra vez esa bala que rebota.

45

Me quedé de pie en el porche, con los codos en la barandilla durante un buen rato después de que Rachel se fue. Mi apuesta era que no iba a volver a verla, tanto si la transferían a Los Ángeles como si no. Sentía una pérdida. Sentía como si me hubieran quitado algo bueno antes de saber cuánto de bueno podía ser.

Traté de apartarla de mi mente durante un rato. A Terry McCaleb también. Miré la ciudad y pensé que era hermosa. La lluvia había limpiado el cielo y mi vista alcanzaba hasta las montañas de San Gabriel y los picos cubiertos de nieve, más atrás. El aire parecía tan limpio y puro como el que respiraban los gabrieleños y los padres fundadores tantos años antes. Vi lo que ellos habían visto en el lugar. Era la clase de día en que sentías que podías construir un futuro.

Agradecimientos

El autor quisiera dar las gracias a muchas personas que me ayudaron en la redacción de este libro. Entre ellos Michael Pietsch, Jane Wood, Pamela Marshall, Perdita Burlingame, Jane Davis, Terry Hansen, Terrill Lee Lankford, Ed Thomas, Frederike Leffelaar, Jerry Hooten y la investigadora Carolyn Chriss. También fueron de gran ayuda para el autor Philip Spitzer, Joel Gotler, Shannon Byrne, Sophie Cottrell, John Houghton, Mario Pulice, Mary Capps, Ken Delavigne, Patricia y George Companioni, y todo el personal de Little, Brown and Company, así como del grupo Time Warner Book.

Dos libros muy útiles para el autor fueron: Zzyzx: History of an Oasis, de Anne Q. Duffield-Stoll, y Rio L. A.: Tales from the Los Angeles River, de Patt Morrison, con fotografías de Mark Lamonica.

Mi agradecimiento especial al jefe William Bratton y al detective Tim Marcia del Departamento de Policía de Los Ángeles y a los agentes especiales Gayle Jacobs y Nina Roesberry de la oficina de campo del FBI en Las Vegas.

Michael Connelly

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Hieronymus Bosch

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Night hawks

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