Alguna clase de sentido del deber me hizo trepar por la escalera que conducía al timón de la cubierta superior antes de entrar en el barco. Tiré de la lona para destapar el panel de mandos y me quedé por un momento de pie junto al timón y el asiento. Me representé la historia que Buddy Lockridge me había explicado de Terry desplomándose ahí. De algún modo parecía apropiado para él desplomarse al timón, aunque con lo que ahora sabía, también parecía muy equivocado. Puse la mano encima de la silla como si me apoyara en el hombro de alguien. Decidí que encontraría las respuestas a todas las preguntas antes de darme por vencido.
La pequeña llave cromada del llavero que Graciela me había dado abría la puerta corredera de espejo que conducía al interior del barco. La dejé abierta para airear el ambiente. Dentro había un olor salobre y peculiar. Lo rastreé hasta las cañas y los carretes almacenados en estanterías de techo, con los cebos artificiales todavía colocados. Supuse que no los habían limpiado y cuidado apropiadamente después de la última salida de pesca. No había habido tiempo. No había habido motivo.
Quería bajar por la escalera al camarote de proa donde sabía que Terry guardaba todos los archivos de sus investigaciones, pero decidí dejarlo para el final. Resolví empezar en el salón e ir bajando.
El salón tenía una distribución funcional, con un sofá, una silla y una mesita de café en el lado derecho antes de llegar a una mesa de navegación instalada detrás del asiento del timón interior. El lado opuesto era como el reservado de un restaurante, con acolchado de piel roja. Había una televisión encerrada en una partición que separaba el salón de la cocina y, por último, una escalera corta que sabía que conducía a los camarotes de proa de abajo y a un lavabo.
El salón estaba ordenado y limpio. Me quedé de pie en medio de la estancia y me limité a observarla durante medio minuto antes de acercarme a la mesa de navegación y abrir los cajones. McCaleb guardaba allí los archivos de su pequeño negocio. Encontré listados de clientes y un calendario con reservas. También había registros relacionados con comprobantes de tarjetas Visa y MasterCard que evidentemente aceptaba como forma de pago. La sociedad tenía una cuenta bancaria y en el cajón había asimismo un talonario de cheques. Comprobé los resguardos y vi que prácticamente lo mismo que entraba salía para cubrir los gastos de combustible y amarre, así como artículos de pesca y otros necesarios para las excursiones. No había registro de depósitos en efectivo, con lo cual concluí que si el negocio era rentable lo era por los pagos en efectivo de clientes, y siempre dependiendo de cuántos de ellos hubiera.
En el cajón de abajo había una carpeta de cheques impagados. No eran muchos y estaban repartidos en el tiempo; ninguno era tan cuantioso como para dañar seriamente el negocio.
Me fijé en que tanto en el talonario de cheques como en la mayoría de los registros aparecían los nombres de Buddy Lockridge y Graciela como operadores del negocio de las salidas de pesca. Sabía que era porque, como me había contado Graciela, Terry estaba severamente limitado en lo que podía ganar como ingreso oficial. Si superaba determinada cifra-que era sorprendentemente baja- no podía recibir la asistencia médica estatal y federal. Si perdía eso, terminaría costeándose él mismo los gastos médicos: una vía rápida a la bancarrota personal para el receptor de un trasplante.
En la carpeta de cheques impagados también encontré copia de una denuncia al sheriff que no estaba relacionada con un cheque sin fondos. Era un informe de un incidente de hacía dos meses referido a un presunto robo en el Following Sea. El demandante era Buddy Lockridge y el informe indicaba que sólo se habían llevado del barco una cosa, un lector manual de GPS. Su valor se establecía en 300 dólares y el modelo era un Gulliver 100. Una adenda informaba de que el demandante no podía proporcionar el número de serie del dispositivo faltante, porque lo había ganado en una partida de póquer a una persona a la que no podía identificar y nunca se había preocupado por anotar el número de serie.
Después de llevar a cabo una rápida inspección de los cajones de la mesa de navegación, volví a los archivos de clientes y empecé a repasarlos de manera más concienzuda, estudiando cuidadosamente cada persona que McCaleb y Lockridge habían subido a bordo en las seis semanas anteriores a la muerte de Terry. Ninguno de los nombres me llamó la atención por resultarme curioso o sospechoso, y no había anotaciones de Terry ni de Buddy que suscitaran ninguna de estas sensaciones. Aun así, saqué una libreta del bolsillo de atrás de mis vaqueros y elaboré una lista en la que constaba el nombre del cliente, el número de participantes en la excursión y la fecha de ésta. Una vez elaborada la lista advertí que las excursiones no eran en modo alguno regulares. Tres o cuatro excursiones de medio día representaban una buena semana para el negocio. Hubo una semana en la que no hubo ninguna salida y otra en la que sólo hubo una. Estaba empezando a entender la opinión de Buddy de la necesidad de trasladar el negocio al continente para incrementar la frecuencia y la duración de los cruceros. McCaleb cuidaba del negocio como un hobby, y ésa no era la manera de hacerlo prosperar.
Por supuesto, sabía por qué lo hacía de esta forma. Tenía otro hobby -si se lo puede llamar así- y necesitaba consagrarle tiempo. Estaba volviendo a poner los documentos en el cajón de la mesa de navegación, con la intención de dirigirme a la proa a explorar el otro hobby de Terry cuando oí que la puerta del salón se abría detrás de mí.
Era Buddy Lockridge. Había subido a bordo sin que yo oyera el pequeño motor de la Zodiac o sintiera su empujón contra el casco de la embarcación. Tampoco había notado el considerable peso de Buddy al subir al barco.
– Buenas -dijo-. Siento llegar tarde.
– No importa. Tenía mucho que mirar por aquí.
– ¿Ha encontrado ya algo interesante?
– La verdad es que no. Estoy a punto de bajar a revisar sus archivos.
– Genial. Le ayudaré.
– De hecho, Buddy, en lo que podría ayudarme es llamando al hombre que vino en el último crucero. -Miré el apellido escrito en la página de mi libreta-. Otto Woodall. ¿Podría llamarlo para decirle que responde de mí y preguntarle si puedo pasar a verlo esta tarde?
– ¿Nada más? ¿Quería que viniera hasta aquí sólo para hacer una llamada de teléfono?
– No, tengo que hacerle preguntas. Le necesito aquí, pero creo que no debería revisar los archivos de allí abajo. Al menos todavía no.
Tenía la sensación de que Buddy Lockridge ya había leído detenidamente todos los archivos del camarote de proa, pero estaba manejando la situación de esta manera a propósito. Tenía que mantenerlo cercano y al mismo tiempo distante. Hasta que lo hubiera descartado a mi satisfacción. Él era el socio de McCaleb y había sido alabado por sus esfuerzos en salvar la vida de su amigo caído, pero había visto muchas cosas extrañas en mi profesión. En ese momento no tenía sospechosos, y eso significaba que tenía que sospechar de todo el mundo.
– Haga la llamada y después baje a verme.
Lo dejé allí y bajé el breve tramo de escaleras que conducía a la parte inferior del barco. Había estado allí antes y conocía la distribución. Las dos puertas del lado izquierdo del pasillo conducían al lavabo y a un trastero. Enfrente había una puerta que daba al pequeño camarote de proa. La puerta de la derecha conducía al camarote principal, el lugar donde me habrían matado cuatro años antes si McCaleb no hubiera levantado una pistola y disparado a un hombre que estaba a punto de sorprenderme. Eso había ocurrido momentos después de que yo salvara a McCaleb de un final similar.
Comprobé los paneles del pasillo donde recordaba que dos de los disparos de McCaleb habían astillado la madera. La superficie tenía una gruesa capa de barniz, pero no me cabía duda de que era madera nueva.