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– Su hija, sí. ¿Ya puedo interrumpirte?

– ¿Quieres decir que aún no lo has hecho?

Esta vez, fue ella quien arrugó el ceño.

– Muy gracioso.

– Le llevaré el informe a Cunninghan el lunes a primera hora. ¿No puedes esperar hasta entonces?

Maggie no contestó. Dobló por la mitad la larga tira de regaliz, la sostuvo delante de sí para medirla y a continuación la partió por el pliegue y le dio una mitad a Ganza. Éste aceptó el soborno sin rechistar. Satisfecho, abandonó el microscopio, se puso a mordisquear el regaliz y buscó en la encimera una carpeta.

– En las cápsulas había cianuro de potasio. Un noventa por ciento, con una mezcla de hidróxido de potasio, un poco de carbonato y una pizca de cloruro potásico.

– ¿Es difícil conseguir cianuro de potasio hoy día?

– No, no es difícil. Se usa en muchas industrias. Normalmente, como fijador o para limpiar. Se utiliza en la fabricación de plásticos, en algunos procesos de revelado fotográfico, hasta en la fumigación de barcos. Había unos setenta y cinco miligramos en la cápsula que escupió el chico. Habiendo poca comida en el tracto digestivo, esa dosis causa un colapso casi instantáneo y una parada respiratoria. Naturalmente, los efectos empiezan a notarse cuando la cobertura plástica de la cápsula se disuelve. Pero yo diría que es cuestión de minutos. El cianuro absorbe todo el oxígeno de las células. No es una forma agradable de morir. La víctima muere literalmente asfixiada de dentro afuera.

– Entonces, ¿por qué no se pegaron un tiro en la boca, como hacen casi todos los adolescentes que se suicidan? -ambas imágenes desagradaban a Maggie, y Ganza levantó las cejas al notar su tono de impaciencia y su sarcasmo.

– Tú conoces la respuesta a esa pregunta tan bien como yo. Psicológicamente, es mucho más fácil tragarse una píldora que apretar el gatillo. Sobre todo, si no estás muy por la labor desde el principio.

– Entonces, ¿no crees que fuera idea suya?

– ¿Tú sí?

– Ojalá fuera tan sencillo -Maggie se pasó los dedos por el pelo y notó que lo tenía enredado-. Encontraron una radio en la cabaña, así que estaban en contacto con alguien. Pero no sabemos con quién. Y debajo de la cabaña había un arsenal enorme, claro.

– Ah, sí, el arsenal -Ganza abrió una carpetilla y rebuscó entre sus papeles-. Hemos podido seguir el rastro de los números de serie de unas cuantas armas.

– Qué rápido. Supongo que eran robadas, ¿no?

– No exactamente -sacó varios documentos-. Esto no va a gustarte.

– Ponme a prueba.

– Proceden de un almacén de Fort Bragg.

– Así que fueron robadas.

– Yo no he dicho eso.

– Entonces, ¿qué quieres decir exactamente? -Maggie se acercó a él y miró por encima de su brazo el documento que había sacado.

– El ejército no se enteró nunca de que habían desaparecido.

– ¿Cómo es posible?

– Esas armas las retiraron hace tiempo y las mandaron al almacén. La persona que se las llevó debía tener acceso oficial, o algún tiempo de salvoconducto.

– ¿Bromeas?

– Esto se pone cada vez más interesante -Ganza le entregó un sobre con el sello del Departamento de Documentación y le indicó que lo abriera.

Maggie sacó una escritura del estado de Massachusetts sobre un terreno de diez acres que incluía una cabaña y derechos de embarcadero en el río Neponset.

– Genial -dijo tras leer por encima la copia-. Así que el terreno fue donado a una organización sin ánimo de lucro. Esos tipos saben lo que hacen.

– Es lo de siempre -dijo Ganza-. Muchos de esos grupos consiguen armas, dinero y hasta propiedades a través de falsas organizaciones benéficas. Así no pagan impuestos y al mismo tiempo pueden tocarle las narices al gobierno al que tanto dicen odiar. Eso suele ser lo único que se atreven a hacer.

– Pero este grupo está metido en algo mucho más peligroso que la evasión de impuestos. La persona que está detrás de esto es un maníaco dispuesto a sacrificar a sus propios hombres. Niños, en realidad -Maggie pasó las hojas-. ¿Qué demonios es la Iglesia de la Libertad Espiritual? Nunca la había oído nombrar -miró a Ganza y éste encogió sus huesudos hombros. ¿En qué clase de trampa se había metido Delaney?

Capítulo 10

Justin hubiera preferido no tener que quedarse al sermón. A fin de cuentas, llevaban todo el día trabajando para atraer a la gente. ¿No se merecían un descanso? Estaba cansado y hambriento. ¿Se daría cuenta el Padre si Alice y él se largaban? Aunque Justin sabía que Alice no querría. Ella vivía para aquel tostón, y parecía disfrutar de verdad con los cánticos, las palmas y los abrazos. La verdad era que él también disfrutaba con los abrazos, eso tenía que admitirlo. Y esa noche había allí algunas tías buenísimas.

Notó que Brandon estaba hablando con las rubias inseparables y que señalaba una de las paredes de granito, la que tenía grabada la frase: Libertad de Expresión, Libertad de Religión, Liberación de la Miseria, Liberación del Miedo. Justin había oído repetir aquellas mismas palabras al Padre muchas veces, sobre todo cuando le daba por ponerse a rajar sobre el gobierno y sus conspiraciones para liquidar a la gente. En realidad, durante un tiempo había creído que el creador de esas palabras era él.

Fuera cual fuese el rollo que les estaba contando Brandon, Justin notaba que las chicas se lo estaban tragando. Emma, la alta, se echaba el pelo hacia atrás cada dos por tres y ladeaba la cabeza de esa forma que las chicas de instituto tenían para ligar.

– Hola, Justin.

Sintió una palmada en el hombro y al volverse vio a Alice y a Ginny, la de los ojos negros. Enseguida se fijó en el enorme bollo y en la lata de coca-cola que llevaba Ginny. El olor del bollo hizo que le sonaran las tripas. Las dos lo oyeron y se echaron a reír. Ginny le ofreció el bollo.

– ¿Quieres un poco?

Él miró a Alice para ver si ponía mala cara, pero ella estaba mirando para otro lado como si buscara a alguien, y Justin se preguntó de inmediato si sería a Brandon.

– Bueno, sólo un poco -le dijo a Ginny.

Se inclinó, dio un mordisco y arrancó un trozo del esponjoso bollo mientras Ginny lo sujetaba y tiraba de él. Sabía de maravilla, y Justin pensó en pedirle otro trozo, pero Ginny ya estaba dándole un mordisco, exactamente en el mismo sitio donde había mordido él; a continuación se humedeció los labios sin dejar de mirarlo. ¡Hostia! ¡Se le estaba insinuando! Justin miró a Alice para ver si se había dado cuenta, pero Alice estaba saludando a alguien con la mano. Al darse la vuelta, vio al Padre flanqueado por su núcleo duro: varias mujeres mayores y un joven negro. Tras ellos, pisándoles los talones, iban sus guardaespaldas, tres tíos a lo Arnold Schwarzenegger.

Justin pensó que el Padre parecía más un actor de cine que un reverendo. Esa mañana, en el bus, hasta había visto a Cassie, su guapa ayudante negra, aplicándole maquillaje. Seguramente también le peinaba. El Padre se desvivía con aquellos mítines. Por lo general llevaba el pelo negro, tirando a largo, echado hacia atrás con gomina, pero esa tarde lo llevaba perfectamente peinado y colocado sobre las orejas y el cuello de la camisa, de tal manera que tenía un aspecto moderno, pero pulcro. Más tarde, durante el mitin, cuando experimentara uno de sus raptos, como él decía, se le caerían los mechones sobre la frente. A Justin le recordaba a Elvis Presley cuando le daba el tembleque. Se preguntó si al Padre le molestaría la comparación. Lo que estaba claro era que no le importaría que la gente lo llamara El Rey.

Por lo demás, el Padre parecía un ejecutivo bien pagado. Esa noche llevaba un traje gris oscuro, camisa blanca y corbata de seda negra. Los trajes parecían siempre caros. Justin lo notaba. Se parecían a los que llevaba su padre; seguro que costaban varios miles de pavos cada uno. Y luego estaban los gemelos de oro, y el Rólex, y el alfiler de corbata, todo ello regalo de ricos benefactores. Aquello ponía enfermo a Justin. ¿Por qué siempre había donantes para comprar joyas caras, pero ellos tenían que usar periódicos viejos en vez de papel higiénico? Y encima cachitos tan pequeños que ni siquiera podían leerse en ellos los resultados de la liga de fútbol universitario.