Maggie sabía que su amiga percibía sus flaquezas, a pesar de sus intentos de ocultárselas. Aquella era una de las maldiciones de su amistad; una fuente de consuelo y también de irritación. A veces se preguntaba por qué coño la aguantaba Gwen y, al mismo tiempo, no quería conocer la respuesta. Se alegraba simplemente de contar con aquella sabia y afectuosa mentora que con sólo mirarla a los ojos era capaz de adivinar sus tormentos, rebuscar entre los restos del naufragio e ingeniárselas para extraer fuerza y ánimo de alguna reserva escondida cuya existencia la propia Maggie desconocía. Y esa noche Gwen había sido capaz de hacer todo eso sin una sola palabra. Pero si ella pudiera aferrarse a esa fuerza…
Al convertirse en especialista en perfiles criminales, había creído que podría aprender a compartimentar sus sentimientos y sus emociones, a separar su vida personal de las horrendas imágenes que veía cotidianamente en el desempeño de su trabajo. En Quantico no enseñaban tales cosas, pero ¿por qué no iba poder hacer con su carrera lo que había hecho siempre con los recuerdos desagradables de su niñez? El problema era que, siempre que creía conocer la técnica al dedillo, uno de aquellos malditos compartimentos empezaba a gotear. Era para volverse loca. Y particularmente irritante resultaba el hecho de que Gwen se diera cuenta por más que intentara ocultárselo.
Apretó el paso. Harvey resollaba a su lado, pero no se quejaba. Desde que lo había adoptado, el perro, un labrador blanco, se había convertido en su sombra. La protegía quizás en exceso, saltaba al oír ruidos que Maggie no advertía y ladraba al oír pasos, ya fueran los del cartero o los de un repartidor de pizza. Claro, que Maggie no podía reprochárselo.
La primavera anterior, Harvey había presenciado cómo su dueña era violentamente secuestrada de su propia casa por un asesino en serie llamado Albert Stucky al que Maggie había enviado a la cárcel ya una vez y que, sin embargo, había logrado escapar. Y aunque Harvey había defendido a su dueña con uñas y dientes, no había podido detener al asesino. Después de que Maggie lo adoptara, se había pasado meses mirando por las ventanas de la enorme casa estilo Tudor, como si esperara el regreso de su ama. Cuando por fin se dio cuenta de que no volvería, se pegó a Maggie con tal celo que ésta se preguntaba a veces si había decidido no perder por segunda vez a su dueña.
¿Qué pensaría Harvey si pudiera comprender que su anterior dueña había sido secuestrada y asesinada sencillamente porque la conocía a ella? Era culpa de Maggie que Albert Stucky se hubiera llevado a su ama. Ésa era una de las cosas que llevaba sobre su conciencia; uno de los motivos de sus pesadillas. Y una de las cosas que, supuestamente, tenían su propio compartimento estanco.
Maggie respiraba rítmicamente, al compás de sus pies y del latido de su corazón. Durante un par de minutos su mente se aclaró, y se concentró en los reflejos elementales de su cuerpo, en sus ritmos naturales, en su energía. Llevó su cuerpo hasta el límite de sus fuerzas y, cuando sintió que se le agarrotaban las piernas, aceleró aún más. Luego, de pronto, notó que Harvey cojeaba de la pata derecha, a pesar de que no había aminorado el paso y seguía corriendo a su lado. Maggie se paró en seco y tiró de la correa.
– Harvey -se detuvo para tomar aliento y el perro esperó, levantando la cabeza-. ¿Qué te pasa en la pata?
Señaló la pata y Harvey se sentó como si esperara una regañina. Maggie tomó su recia pata con las dos manos. Antes de darle la vuelta sintió un pinchazo. Incrustada profundamente entre las almohadillas del perro había una espina de lampazo.
– Harvey…
El perro se pegó al suelo, acobardado, a pesar de que Maggie no pretendía regañarle.
Le rascó detrás de las orejas para que comprendiera que no había hecho nada malo. Harvey odiaba que le sacaran las espinas de entre los dedos, y prefería disimular y soportar el dolor. Pero Maggie había aprendido a actuar con rapidez y eficacia. Agarró el pincho con las uñas, en lugar de con las yemas de los dedos, y dio un tirón. Harvey se lo agradeció al instante lamiéndole los dedos.
– Harvey, tienes que avisarme en cuanto te pasen estas cosas. Creía que habíamos acordado que ninguno de los dos volvería a hacerse el héroe.
El perro la escuchaba mientras le daba lengüetazos, con una oreja más alta que la otra.
– ¿Trato hecho?
Él la miró y profirió un fuerte ladrido. Luego se levantó, listo para emprender de nuevo la carrera, y comenzó a agitar los cuartos traseros.
– ¿Qué te parece si nos tomamos con calma el resto del camino?
Maggie sabía que se había excedido. Al levantarse sintió que le amagaba un calambre en la corva. Sí, harían andando el resto del camino, a pesar de que el viento helaba su cuerpo empapado en sudor y la hacía temblar.
Una voluminosa luna anaranjada asomaba tras la hilera de pinos y las colinas que separaban el nuevo vecindario de Maggie del resto del mundo. Las casas se hallaban alejadas de la calle, y los grandes terrenos ajardinados que mediaban entre ellas impedían ver a los vecinos de al lado. A Maggie le encantaba aquel aislamiento, aquella sensación de intimidad. Aunque, sin farolas en las calles, la oscuridad caía de golpe. Todavía la asustaba un poco correr de noche. Había muchos Albert Stucky por el mundo. Y aunque sabía que Stucky estaba muerto -ella misma lo había matado- a veces todavía salía a correr con su Smith amp;Wesson sujeta a la cintura.
Antes de llegar a la amplia glorieta que daba acceso a su casa distinguió el brillo de un parabrisas. Reconoció el impecable Mercedes blanco y quiso dar media vuelta. Lo habría hecho, si él no la hubiera visto. Pero Greg la saludó desde el porche, en cuya barandilla se había apoyado como si estuviera en su casa.
– Es un poco tarde para andar corriendo por ahí, ¿no?
Aquel saludó sonó más bien como un reproche, y Maggie se puso en guardia instintivamente, como había hecho Harvey poco antes. Aquel gesto representaba el microcosmos de su relación, que había quedado reducida a una serie de tácticas instintivas de supervivencia. Y Greg todavía se extrañaba aún de que quisiera el divorcio…
– ¿Qué quieres, Greg?
Él parecía salido de las páginas de GQ. Iba vestido con un traje oscuro cuyas minuciosas costuras Maggie veía incluso a la tenue luz de la luna. No se veía en él una sola arruga. Llevaba el pelo peinado con espuma, sin un solo mechón fuera de su sitio. Sí, su futuro ex marido era ciertamente guapo, de eso no había duda. Maggie sabía que debía de ir camino a casa tras cenar con unos amigos o algún socio. Tal vez tuviera una cita. Maggie se preguntó al instante qué sentía al respecto. Alivio, se dijo enseguida.
– No quiero nada -parecía dolido, y Maggie notó que adoptaba una actitud defensiva, otra táctica de supervivencia de su propio arsenal-. Sólo se me ha ocurrido pasar a ver qué tal estabas.
A medida que se acercaban, Harvey comenzó a gruñir; de esa forma advertía a cualquier extraño que hubiera en su propiedad. Greg, que no se había fijado en él, retrocedió
– ¡Cielo santo! ¿Ese es el perro que adoptaste?
– ¿Para qué has venido a verme?
Greg seguía pendiente de Harvey. Maggie sabía que odiaba a los perros, aunque durante su matrimonio alegaba como excusa que era alérgico a ellos. Pero, al parecer, sólo era alérgico al gruñido de Harvey.
– Greg -Maggie esperó hasta que volvió a prestarle atención-, ¿a qué has venido?
– Me he enterado de lo de Richard.
Maggie se quedó mirándolo como si esperara una explicación. Al ver que no decía nada, añadió:
– Eso ocurrió hace días.
Se refrenó para no decirle que, si tan preocupado estaba, por qué había esperado tanto.