A Ben le dieron ganas de tirar los carretes contra la pared. Todo el mundo quería algo distinto, una puta exclusiva. Hacía casi dos años que sus fotografías de unas vacas muertas a las afueras de Manhattan, Kansas, hicieron saltar la noticia de una posible epidemia de ántrax. Antes de eso, había tenido una buena racha, y hasta parecía que Suerte era su segundo nombre. O, al menos, así era como se explicaba él el hecho de haberse hallado junto al túnel en el que se estrelló el coche de la princesa Diana. ¿Y acaso no era también cuestión de suerte el haber estado en Tulsa el mismo día del atentado de Oklahoma City? En cuestión de horas estaba allí, haciendo fotos exclusivas y enviándolas por cable al mejor postor.
Después de eso, durante varios años, todo cuanto fotografiaba parecía volverse de oro, y los periódicos y las revistas le reclamaban sin descanso. A veces sólo llamaban para ver qué tenía disponible esa semana. Iba donde quería y fotografiaba cuanto le interesaba, desde enfrentamientos entre tribus africanas a ranas con patas que les salían de la puta cabeza. Y todo se lo quitaban de las manos en cuanto revelaba los negativos por el único motivo de que eran fotografías suyas.
Después, las cosas cambiaron. Tal vez se le había agotado la suerte. Estaba hasta los huevos de desvivirse por estar en el sitio preciso en el momento justo. Harto de esperar que sucediera algo. Tal vez fuera hora de tomar cartas en el asunto. Estrujó los carretes. Ojalá fueran buenos.
Cuando iba a volverse de nuevo hacia el cuarto oscuro, notó que la luz del contestador parpadeaba dos veces, indicando un mensaje que no era el de Curtís. En fin, tal vez a Parentino o a Rubins les gustaran las fotos que Curtís no quería.
Sin soltar lo que llevaba en las manos, apretó el botón del contestador con el nudillo.
– Tiene dos mensajes -recitó aquella voz mecánica que le crispaba los nervios-. Primer mensaje, grabado hoy a las 23:45.
Ben miró el reloj de pared. Debía de haberse perdido la primera llamada justo antes de entrar.
Se oyó un chasquido y una pausa; tal vez era alguien que se había equivocado de número. Luego, una educada voz de mujer dijo:
– Señor Garrison, le llamo del servicio de atención al cliente de Taxi Amarillo. Espero que haya disfrutado de su viaje con nosotros esta noche.
Los cartuchos de los carretes cayeron al suelo y rodaron en distintas direcciones. Ben se agarró a la encimera y miró fijamente el contestador. Ninguna compañía de taxis llamaba a sus pasajeros para ver si habían disfrutado del viaje. No, tenían que ser ellos. Lo cual significaba que habían pasado de llamar para insultarlo a seguirle los pasos. Y ahora querían que supiera que le estaban vigilando.
Capítulo 16
Justin Pratt esperaba fuera del aseo del McDonald. ¿Quién hubiera dicho que el local estaría tan lleno de gente a esas horas de la noche? Pero ¿dónde iban a ir si no los chicos? ¡Mierda! ¡Qué no daría por un Big Mac! El olor de las patatas fritas hacía que le rugieran las tripas y que la boca se le llenara de saliva.
Se le había ocurrido sugerirle a Alice que compraran algo de comer. Pero se había dado cuenta de que iba a decirle que no antes de que ella arrugara la nariz y lo mirara con exasperación. Esa era una de las cosas que admiraba de ella: su férrea autodisciplina. Pero ¿qué mal podía haber en comerse una puta hamburguesa con queso?
Tenía que andarse con ojo con las cosas que decía. Miró de nuevo a su alrededor. Estaba tomando la costumbre de comprobar si alguien podía oír sus pensamientos. ¿Qué coño le pasaba? Se estaba cagando de miedo.
No podía creerse lo nervioso que estaba. Era como si no tuviera control sobre su cuerpo y sus pensamientos. Se rascó la mandíbula y se pasó los dedos por el pelo grasiento. Odiaba darse duchas cronometradas. El agua nunca se ponía caliente, y esa mañana habían pasado los dos minutos antes de que le diera tiempo a aclararse el champú.
Se apoyó en la pared y cruzó los brazos para estarse quieto. ¿Por qué tardaba tanto Alice? Sabía que, en parte, su nerviosismo se debía a la falta de nicotina y cafeína. Nada de cigarrillos, ni de café, ni de hamburguesas. Joder, ¿es que se había vuelto loco?
Justo entonces, Alice salió del aseo. Se había recogido el largo pelo rubio, dejando al descubierto algo más de su tersa piel blanca y sus labios carnosos, que eran de un rojo cereza sin necesidad de cosméticos. Sus ojos verdes centellearon al encontrarse con los de Justin, y sonrió como nadie le había sonreído jamás. Y, una vez más, a Justin dejó de importarle cuanto había dejado atrás, con tal de que aquel bello ángel siguiera sonriéndole así.
– ¿Brandon ha dado señales de vida? -preguntó ella, y Justin se sintió al instante arrancado con violencia de su fugaz ensoñación.
– No, aún no -miró por la ventana, fingiendo que vigilaba.
Lo cierto era que se había olvidado de Brandon y que no le importaba si aparecía o no. No se explicaba por qué coño su hermano Eric hacía tan buenas migas con aquel tipo. Brandon no se parecía nada a Eric. De hecho, Justin deseaba que Brandon desapareciera de la faz de la tierra. Estaba harto de él y de su actitud de machito, de Casanova y de mirad-cómo-molo. Y le importaba una mierda que fuera el preciado sucesor del Padre.
Justin tampoco entendía por qué Brandon tenía que pegarse siempre a Alice y a él. El muy capullo podía ligar con cualquier chica que le apeteciera. ¿Por qué coño no dejaba en paz a Alice? Claro, que Justin sabía que el Padre insistía en que ningún miembro de la iglesia viajara solo. Y, como Justin no era todavía un miembro de pleno derecho, se consideraba que cualquiera que viajaba con él viajaba solo.
Eric había intentado explicarle las normas y todo ese rollo, pero entonces el Padre mandó a Justin al bosque casi una semana. Decía que era un ritual de iniciación, y Eric no había rechistado, aunque Justin todavía no entendía qué tenía que ver con iniciarse en algo el hecho de acampar al aire libre, dormir en el suelo y comer latas de alubias frías.
Por suerte, se internó en el Parque Nacional de Shenandoah y se encontró con unos excursionistas que acabaron acogiéndole y dándole de comer. Le preocupaba haber ganado peso, en lugar de parecer el pajarito consumido y asustado que el Padre esperaba encontrar a su regreso. Por desgracia, cuando volvió, Eric se había ido; le habían mandado a una misión de alto secreto de la que no podía hablarse. Justin odiaba todo aquel teatro. Le parecía una gilipollez.
Alice se sentó a esperar en un asiento que hacía esquina. Justin vaciló. Le apetecía sentarse a su lado. Podía aprovechar la excusa de que tenía que estar pendiente de Brandon, pero eso ya lo estaba haciendo Alice, que parecía vigilar con tanto empeño que Justin odió de nuevo a Brandon por robarle su atención.
Se deslizó en el otro lado del asiento y paseó la mirada por el restaurante para ver si a alguien le molestaba que hubieran ocupado un asiento sin pedir nada. El local estaba lleno de clientes trasnochadores en busca de una cena rápida. Hacía largo rato que había pasado la hora de cenar. Con razón le dolía el estómago. No había tomado nada desde el almuerzo, excepto el bocado que le había dado al bollo de Ginny. Y, además, el arroz pegajoso y las judías que le daban de comer no le quitaban el hambre por mucho tiempo, a pesar de que parecían pegársele a las paredes del estómago. ¿Cómo coño podían comer esa bazofia día tras día? Y, encima, como estaban de viaje, la ración de ese día se había servido fría. ¡Qué asco! Todavía notaba el sabor en la boca.
Alice, que parecía haberse dado cuenta de que tal vez estuvieran allí un buen rato, se quitó la chaqueta. Justin hizo lo mismo mientras intentaba no mirarle las tetas. Aun así, no pudo evitar pensar en lo buena que estaba con aquel jersey rosa tan ajustado.