Ella metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó la abultada bolsita de cuero; al dejarla sobre la mesa, las monedas tintinearon. Justin pensó en preguntarle si podían pedir al menos un par de coca-colas. Alice había usado sólo una moneda de un cuarto de dólar para hacer la llamada telefónica que parecía constituir una parte importante de su misión. Pero sólo había dejado un breve mensaje: un absurdo mensaje en clave sobre no sé qué viaje en taxi.
Justin no intentó averiguar de qué se trataba. Lo cierto era que no le interesaban mucho las actividades, ni las creencias religiosas del grupo. Ni siquiera sus viajes, a decir verdad. Él sólo quería estar con Alice. Y, además, no tenía mejor sitio donde ir.
Se había largado de casa hacía casi un mes, y dudaba que a sus padres les importara una mierda que se hubiera ido. Quizá ni siquiera habían notado su ausencia. Desde luego, no pareció importarles que Eric se fuera de casa. Lo único que dijo su padre fue que Eric tenía edad suficiente para buscarse la vida, si eso era lo que quería. Pero a Justin no le apetecía pensar en ellos. Ahora no. Ahora estaba sentado frente a la única persona que le hacía sentirse especial.
Alice le sonrió de nuevo, pero esta vez señaló hacia atrás.
– Ya viene.
Brandon se sentó en el asiento, junto a ella. Abultaba tanto que la estrujó contra la pared. A ella no pareció importarle, pero Justin cerró los puños y escondió las manos bajo la mesa.
– Siento llegar tarde -masculló Brandon, aunque Justin sabía que no lo decía en serio. Los tipos como Brandon decían «lo siento» con la misma facilidad con que otras personas preguntaban «¿qué tal?».
Justin observó a aquel tipo pelirrojo y alto que le recordaba a ese actor muerto que hacía de rebelde en las películas. James Dean. Brandon giraba la cabeza a un lado y otro; lo miraba todo, menos a ellos. Justin miró hacia atrás. ¿Le preocupaba que alguien lo hubiera seguido? Eso parecía. No paraba de mirar hacia todos lados. Parecía que estaba pedo, pero Justin sabía que eso era imposible. Brandon se las daba de rebelde, pero no se atrevía a contrariar al Padre. Y las drogas estaban prohibidas.
– Tenemos que volver al autobús -dijo Alice amablemente, en voz baja-. Los otros estarán esperando.
– Espera que recupere el aliento -Brandon vio la bolsa de monedas y echó mano de ella-. Me vendría bien beber algo.
Justin aguardó a que Alice reprendiera a Brandon con suave severidad. Pero ella se quedó mirándole las manos. Entonces Justin vio lo que la había dejado pasmada. Brandon tenía algo pegado en los nudillos de la mano izquierda. Algo rojo y oscuro que parecía sangre.
Capítulo 17
Reston, Virginia
R. J. Tully mantuvo apretado el botón del mando a distancia y vio cómo iban pasando uno tras otro los canales. Nada de lo que ponían en televisión podía apartar su atención del reloj de la pared, que marcaba ya las doce y veinte. Emma llegaba tarde. Otra noche que quebrantaba el toque de queda. Se acabó, no volvería a tirarse el rollo, fuera cual fuese su excusa. Había llegado el momento de hacerse el duro. Si pudiera descubrir una parte mecánica en sus entrañas que tomara el control sin que los sentimientos se pusieran en medio…
En noches como aquélla era cuando más echaba de menos a Caroline. Lo cual seguramente era señal inequívoca de que la paternidad le estaba sacando de quicio. A fin de cuentas, ¿no debería un tipo como él, con sangre en las venas, echar de menos las largas e incitantes piernas de su ex mujer, o incluso su deliciosa lasaña? Había una lista entera de cosas que podía añorar, aparte de su capacidad para sentarse a su lado y asegurarle tranquilamente que a su hija no le había pasado nada. A Caroline siempre se le ocurrían formas imaginativas de castigar a Emma. Siempre atinaba en lo que sabía que fastidiaría más a su hija. Cosas sencillas, como hacerle doblar todos los calcetines de la casa durante un mes entero; cosas que a él no se le habrían ocurrido ni en un millón de años. Doblar calcetines estaba bien cuando Emma tenía ocho o nueve años y la pillaban montando en bici más allá de los límites territoriales que le habían marcado. Pero, a los quince años, resultaba cada vez más difícil que hiciera caso, y mucho más encontrar formas eficaces de meterla en vereda.
Tully se pasó una mano por la cara, intentando sacudirse el sueño y el cabreo. Estaba cansado. Por eso estaba tan irritable. Dejó la tele puesta en Fox News y cambió el mando a distancia por la bolsa de ganchitos de maíz que había dejado sobre la mesa baja de segunda mano. Tuvo que incorporarse un poco para hacer el cambio, y sólo entonces notó que tenía la camiseta de los Indians de Cleveland llena de migas y polvillo de los aperitivos. ¡Mierda! ¡Qué desastre! Pero no se molestó en sacudirse la camiseta. Por el contrario, se recostó en el sillón. ¿Había algo más patético que estar allí sentado, un sábado por la noche, comiendo porquerías y viendo las noticias de madrugada?
La mayoría de los días no tenía tiempo para compadecerse de sí mismo. Pero la llamada de Caroline le había sacado de sus casillas. No, la verdad es que le había jodido a base de bien. Su ex mujer quería que Emma pasara Acción de Gracias con ella, y le iba a mandar el billete de avión por mensajero el lunes.
– Ya está todo arreglado -le había dicho-. Emma se muere de ganas.
Todo arreglado antes de consultarlo siquiera con él. Él tenía la custodia de Emma, cosa que a Caroline le vino de perlas cuando llegó a la conclusión de que tener una hija adolescente era un inconveniente para su carrera de consejera delegada y soltera sin compromiso. Caroline sabía que él podía negarse a que su hija saliera de viaje en Acción de Gracias, y que ella no tendría nada que hacer al respecto. Así que lo había planeado todo de antemano con Emma. Había ilusionado a la cría y la había utilizado como a un peón. De ese modo a él no le quedaba más remedio que acceder. Caroline dirigía una próspera agencia de publicidad. ¿Cómo no iba a ser una experta en manipulación?
Dejando a un lado sus sentimientos, Tully sabía que Emma necesitaba pasar algún tiempo con su madre. Había cosas de las que sólo podían hablar madre e hija, cosas para las que Tully se sentía un inepto y que le incomodaban sobremanera. Cierto, Caroline no era la persona más responsable del mundo, pero quería a Emma. Tal vez Tully sólo sentía lástima de sí mismo, porque iba a ser la primera vez desde hacía más de veinte años que pasaba Acción de Gracias solo.
La puerta de un coche se cerró de golpe. Tully se incorporó, agarró el mando a distancia y bajó el volumen de la tele. Oyó que se cerraba otra puerta y esta vez se convenció de que el ruido procedía de la entrada de su casa. En fin, ahora le tocaba poner su cara de malas pulgas, esa expresión de cuánto-me-has-decepcionado. Se hundió de nuevo en el sillón y fingió estar pendiente de las noticias mientras oía cómo se abría la puerta de la casa.
Se oyeron los pasos de más de una persona en la entrada. Se giró en el sillón y vio que la madre de Alesha entraba detrás de Emma. ¡Vaya! ¿Qué coño habría pasado esta vez?
Se levantó, se sacudió las migas de la camiseta y los vaqueros y se limpió rápidamente la boca. Seguramente estaba hecho un asco. La señora Edmund, por su parte, estaba tan impecable como siempre.
– Siento interrumpir, señor Tully.
– No, le agradezco que haya traído a Emma -miró a su hija, que parecía azorada, pero no le quedó claro si estaba así por vergüenza o por preocupación. Últimamente, todo lo que hacía o decía delante de sus amigas o de los padres de sus amigas parecía avergonzarla.
– Sólo he pasado para decirle que es culpa mía que Emma llegue tarde.