Tully seguía mirando a Emma por el rabillo del ojo. Aquella cría era una manipuladora, igual que su madre. ¿Habría convencido a la señora Edmund para que fuera a disculparse? Tully cruzó los brazos y fijó toda su atención en aquella rubia menudita, que parecía un retrato envejecido de su propia hija. Si esperaba encubrir a Emma sin darle una explicación, iba lista.
Tully esperó. La señora Edmund manoseó con nerviosismo la correa de su bolso y se echó hacia atrás un mechón de pelo rebelde. La gente, por lo general, no se ponía nerviosa a menos que se sintiera culpable por algo. Tully no se molestó en llenar el incómodo silencio, a pesar de que notó que Emma estaba rabiando. Sonrió a la señora Edmund y siguió esperando.
– Querían ir a una concentración que había en uno de los monumentos en vez de ir al cine. Yo pensé que estaría bien. Pero luego había un atasco horroroso. Odio conducir por Washington. Me perdí un par de veces. Ha sido todo un lío tremendo -se detuvo y levantó la mirada hacia él para ver si bastaba con eso. Luego prosiguió-. Después, no las encontraba. Tuvimos que mandarnos mensajes para quedar en un sitio exacto y que fuera a recogerlas. ¡Menos mal que no llovió! Y con todo ese tráfico…
Tully levantó una mano para atajarla.
– Me alegro de que estén sanas y salvas. Gracias otra vez, señora Edmund.
– Oh, por favor, debe empezar a llamarme Cynthia.
Tully notó que Emma giraba los ojos.
– Intentaré recordarlo. Muchísimas gracias, Cynthia -la acompañó hasta la puerta y esperó en el umbral hasta que la vio montar en su coche. Alesha lo saludó con la mano y su madre hizo lo mismo mientras daba marcha atrás, de modo que se distrajo y estuvo a punto de tragarse el buzón.
Cuando Tully volvió a entrar, Emma había ocupado su sitio, había pasado una pierna por encima del brazo del sillón y estaba cambiando de canal. Tully le quitó el mando, apagó la tele y se puso delante de ella.
– ¿Habéis hecho ir a buscaros a la señora Edmund al centro? ¿No ibais a ir al cine?
– Conocimos a unos chicos en la excursión y nos invitaron a esa concentración. Parecía divertido. Además, no hemos obligado a la señora Edmund a ir a buscarnos. Dijo que no le importaba.
– Es casi una hora de camino. ¿Y qué clase de concentración era ésa? ¿No habría por casualidad drogas y alcohol?
– Relájate, papá. Era un rollo religioso, con muchas canciones y palmas.
– ¿Y se puede saber qué pintabais Alesha y tú allí?
Emma se incorporó en el sillón y empezó a quitarse los zapatos como si de pronto estuviera mortalmente cansada y quisiera irse a la cama.
– Ya te he dicho que conocimos a unos chicos muy majos en la excursión, y que nos invitaron a ir. Pero era una lata. Acabamos paseando alrededor de los monumentos y hablando con unos chicos que conocimos.
– ¿Sólo chicos?
– Bueno, había chicos y chicas.
– Emma, pasear por los monumentos a esas horas de la noche puede ser peligroso.
– Había un montón de gente, papá. Autobuses enteros. Montones de turistas frotando como locos sus trocitos de papel en la pared y haciendo fotos a mogollón con sus cámaras de usar y tirar.
Tully recordó que por las noches había visitas guiadas por los monumentos. Emma probablemente tenía razón. Seguramente corrían tan poco peligro como a plena luz del día. Además, ¿los monumentos no estaban vigilados veinticuatro horas al día?
Emma le sonrió.
– Has estado muy gracioso con la señora Edmund.
– ¿Qué quieres decir?
– Por un momento pensé que ibas a castigarla sin salir -soltó una risita y Tully no pudo evitar sonreír.
Acabaron mondándose de risa los dos, se comieron el resto de los aperitivos y se quedaron viendo el final de La ventana indiscreta de Hitchcock en Clásicos del Cine Americano.
Sí, su hija era clavada a su madre. Ya sabía qué teclas tocar. Y Tully se preguntaba de nuevo si alguna vez llegaría a ser un buen padre.
Capítulo 18
Justin fingía dormir. El autobús Greyhound reciclado había quedado por fin en silencio, y el runrún del motor y el traqueteo de las ruedas lo acunaban dulcemente. Menos mal que habían dejado de sonar los putos espirituales negros. Aguantar las «salve el Señor» y los «mandamientos de Jehová» en el interminable mitin había sido más que suficiente. Le estallaría la cabeza si tenía que escuchar aquella mierda durante las tres horas del viaje de regreso.
Había reclinado el asiento de modo que, con los ojos entornados, podía vigilar a Brandon y a Alice. Se habían sentado juntos, una fila detrás de él, al otro lado del pasillo. El interior del Greyhound estaba en penumbra, salvo por la diminuta pista de aterrizaje que formaba la hilera de luces del suelo. Apenas veía la silueta de Alice, que tenía la cabeza girada y estaba mirando por la ventanilla. Estaba así desde que habían salido de Washington. Incluso en los momentos en que los demás hablaban a grito pelado, Justin sólo la había visto mover los labios cuando, a veces, giraba la cabeza. Si no, Alice seguía con la mirada fija en la ventanilla. Tal vez ella tampoco soportaba a Brandon. A fin de cuentas, uno podía hacerse ilusiones, ¿no?
Con el asiento reclinado, veía a Brandon bastante bien. No le quitaba ojo a sus manos. Sería mejor que aquel capullo las mantuviera apartadas de Alice. De vez en cuando, a la luz de los faros de los coches que circulaban en sentido contrario, vislumbraba su cara. Parecía satisfecho. Tan satisfecho como si no tuviera una sola preocupación en el mundo. A Justin todavía le cabreaba que, al entrar en el autobús, Brandon le hubiera apartado de un empujón para sentarse junto a Alice como si aquel asiento estuviera reservado para él. El muy cabrón hacía lo que le daba la gana sin molestarse siquiera en preguntar.
Justin oyó un murmullo, y al darse la vuelta vio que el Padre salía de su compartimento privado al fondo del autobús. Se rumoreaba que el reservado tenía cuarto de baño y una cama para que el Padre descansara. Mientras el reverendo caminaba lentamente por el pasillo, agarrándose al respaldo de los asientos para no perder el equilibrio, Justin no pudo evitar pensar que, entre las sombras del autobús, parecía un tipo corriente. ¿O es que el tío caminaba sobre el agua, pero tenía que agarrarse para recorrer un corto trecho por el pasillo de un autobús?
Justin mantuvo la cabeza pegada al respaldo de su asiento y se removió ligeramente para que nadie se diera cuenta de que estaba despierto. Incluso resopló un poco, emitiendo un sonido que se había oído hacer otras veces, medio dormido.
Con los ojos entornados, vio que el Padre se paraba junto a su cabeza. La oscuridad, que ensombrecía sus facciones, le impedía ver si le estaba mirando.
Luego le oyó susurrar:
– Brandon, ve a sentarte con Darren un rato. Tengo que hablar con Alice.
Brandon se levantó y obedeció sin rechistar. A Justin le dieron ganas de sonreír. Bien, aquel cabrón dejaría de molestar a Alice un rato. Tal vez el Padre había notado su obsesión por Alice. A fin de cuentas, predicaba la necesidad de respetar el celibato para que todos ellos pudieran cumplir su misión. Aquello era una gilipollez, claro, pero él había visto con sus propios ojos cuál era el castigo por desobedecer. A una pareja a la que habían pillado la primera semana que él pasó en el complejo todavía la tenían aislada.
– Alice, quería darte las gracias -oyó Justin que decía el Padre en voz baja-. Has hecho un trabajo excelente reclutando gente joven para el mitin.
– Justin y Brandon me ayudaron -la voz de Alice era apenas un susurro, pero el radar de Justin la captó. Le encantaba aquella voz dulce, suave y afelpada. Sonaba como el canto de un pájaro, siempre melódica, dijera lo que dijese.
– Tú siempre tan modesta.
– Pero es cierto. Me ayudaron.