El Padre soltó una risa que Justin no reconoció. Intentó recordar si le había oído reír alguna vez.
– ¿Tienes idea de lo especial que eres, mi querida niña?
Justin sonrió, alegre porque alguien más lo hubiera notado. Pero Alice no parecía contenta; su expresión era casi una mueca. ¿Demasiada modestia? Estaba claro que tenía que aprender a aceptar un cumplido, sobre todo si… Pero ¡qué coño…!
Justin vio de pronto lo que la había hecho callar. A la tenue luz de los coches que circulaban en dirección contraria, distinguió la mano derecha del Padre sobre el muslo de Alice. Mantuvo la cabeza apoyada en el asiento, pero abrió un poco más los ojos. Sí, el muy cabrón estaba deslizando la mano entre los muslos de Alice, la iba subiendo hacia su entrepierna. ¡Mierda! ¿Qué coño estaba pasando?
Sintió que un sudor frío se apoderaba de él y que el miedo empezaba a golpearle el pecho. Levantó la mirada hacia el rostro de Alice y vio que lo estaba mirando. Ella negó ligeramente con la cabeza. Al principio, Justin pensó que se dirigía al Padre, pero éste parecía concentrado en el camino que había tomado su mano. Así que aquel gesto no iba dirigido a él.
¡Joder! Todo en el rostro angustiado de Alice le decía que no quería que aquello pasara, y, sin embargo, ¿le estaba pidiendo que no hiciera nada?
¡Mierda! Tenía que hacer algo. Ya no veía la mano del Padre. El autobús volvía a estar a oscuras, el flujo del tráfico había disminuido. Pero por el movimiento de su hombro, Justin adivinó que seguía tocándole. Tal vez ya tuviera la puta mano en su entrepierna.
Justin echó la cabeza hacia atrás. Tenía que hacer algo. ¡Joder! Tenía que pensar. De pronto, se decidió. Empezó a agitarse en el asiento, fingiendo lo mejor que pudo una pesadilla. Luego se echó hacia delante bruscamente y gritó:
– ¡Basta! ¡No lo hagas!
Todo el mundo se despertó, y varias personas asomaron la cabeza para ver qué pasaba. Justin sacudió la cabeza y se frotó los ojos y la cara.
– Perdón. Creo que he tenido una pesadilla. Estoy bien.
Miró al Padre. Este tenía la mirada clavada en él; su ira era visible a pesar de la penumbra. Al levantarse, lo miró frunciendo el ceño y mantuvo aquella pose como si quisiera que todo el mundo fuera testigo de su desaprobación. Naturalmente, nadie más conocía el verdadero motivo de su enfado. Pero a Justin no le importaba. Sólo se alegraba de haberle parado los pies a aquel pervertido. Lo miró encogiéndose de hombros. Luego cambió de postura en el asiento para evitar aquella mirada incisiva y recriminatoria y masculló una disculpa dirigida al cretino de cara granujienta que iba sentado a su lado.
Por fin oyó que el Padre se daba la vuelta, pero esperó hasta oír el chasquido de la puerta del compartimento para volver a mirar a Alice. Ella estaba mirando de nuevo por la ventanilla, pero, como si sintiera su mirada, se giró y volvió a sacudir la cabeza, sólo que esta vez no parecía entristecida.
Esta vez, parecía preocupada. Justin comprendió de repente que seguramente se había metido en un buen lío con su líder, con aquel cabrón que se hacía llamar «pastor de sus almas». ¿Cómo iba a cuidar de sus almas si ni siquiera podía mantener las putas manos quietas?
Capítulo 19
DOMINGO, 24 de noviembre
Hyatt Regency Crystal City
Arlington, Virginia
Maggie volvió a mirar la hora. Su madre llegaba quince minutos tarde. En fin, ciertas cosas nunca cambiaban. Enseguida se reprendió por haber pensado aquello. Después de todo, su madre estaba intentando cambiar. No sufría crisis de alcoholismo, ni chapuceros intentos de suicidio desde hacía más de seis meses. Todo un récord, aunque Maggie no acababa de creérselo.
Su madre rara vez salía de Richmond, pero últimamente viajaba cada semana a un sitio nuevo. A Maggie la había sorprendido su llamada de la noche anterior, y más aún descubrir que su madre la llamaba desde el Crystal City Hyatt. No recordaba la última vez que su madre había visitado Washington. Le había dicho a Maggie que había ido a un encuentro religioso o algo así, y por un momento Maggie había pensado con horror que llamaba para invitarla. Ahora se preguntaba por qué había creído que desayunar con ella resultaría menos embarazoso. ¿Por qué no le había dicho simplemente que no?
Bebió un sorbo de agua y deseó que fuera whisky. El camarero le sonrió de nuevo desde el otro lado del restaurante con una de aquellas sonrisas compasivas que parecían decir:
«Lamento que te hayan plantado». Decidió que, si su madre no aparecía, pediría huevos revueltos con beicon y una tostada con un vasito de whisky en vez de zumo de naranja.
Dobló la servilleta por tercera vez, a pesar de que lo único que quería era frotarse los ojos exhaustos. Sólo había dormido dos horas. Se había pasado la noche luchando a brazo partido con el recuerdo de Delaney, que estallaba en su cabeza una y otra vez. Dios, cuánto odiaba los entierros. Ni siquiera la candorosa resignación de Abby había impedido que sus recuerdos afloraran e invadieran sus sueños. En la pesadilla que por fin la había convencido de que debía mantenerse despierta, se había visto a sí misma arrojando puñados de tierra a un hoyo negro. El proceso parecía interminable y agotador. Cuando por fin miraba por encima del borde de la sepultura, veía que la tierra se convertía rápidamente en gusanos que se dispersaban y bullían sobre el rostro de su padre, cuyos grandes ojos la miraban fijamente. Y, además, su padre llevaba aquel ridículo traje marrón y el pelo mal peinado.
Maggie parpadeó y sacudió la cabeza para ahuyentar aquella imagen. Buscó al camarero con la mirada. Era absurdo posponer el whisky. Justo en ese momento vio entrar a su madre por la puerta del restaurante. Al principio, no reconoció a aquella atractiva morena vestida con traje chaqueta azul marino y bufanda roja. Su madre la saludó con la mano, y Maggie volvió a mirar. Su madre solía llevar absurdos conjuntos que demostraban lo poco que se preocupaba por su apariencia. Pero la mujer que se acercaba a su mesa parecía un señora sofisticada.
– Hola, cielo -dijo la impostora con un tono empalagoso que Maggie tampoco reconoció, aunque había en su voz una aspereza familiar, vestigio de un hábito de dos paquetes diarios-. Deberías ver mi habitación -añadió con un entusiasmo que prolongaba la farsa-. ¡Es enorme! El reverendo Everett ha tenido la amabilidad de permitir que nos quedáramos aquí a pasar la noche. Ha sido muy bueno con Emily y Stephen, y también conmigo.
Maggie apenas logró proferir un saludo asombrado antes de que su madre se sentara y el camarero se acercara a su mesa.
– ¿Quieren comenzar la mañana con zumo y café, o quizás con un cóctel de champán con zumo de naranja?
– Para mí, sólo agua de momento -dijo Maggie, y miró a su madre como si quisiera ver si aceptaba la sugerencia del camarero de tomar una copa antes de mediodía. Antes, la hora del día nunca había sido impedimento para ella.
Kathleen O'Dell señaló el vaso que Maggie tenía delante.
– ¿Eso es agua del grifo?
– Creo que sí. No lo sé.
– ¿Podría traerme una botella de agua, por favor? Un agua de manantial de Colorado estaría bien.
– ¿De Colorado?
– Sí, bueno… agua de manantial embotellada. Preferiblemente de Colorado.
– Sí, señora. Veré qué puedo hacer.
Kathleen esperó hasta que el camarero se perdió de vista y luego se inclinó sobre la mesa y le susurró a Maggie:
– Ponen toda clase de productos químicos en el agua del grifo. Porquerías que provocan cáncer.
– ¿Quién?
– El gobierno.
– Mamá, yo estoy a las órdenes del gobierno.
– Claro que no, cielo -se recostó en la silla y sonrió mientras alisaba la servilleta sobre su regazo.
– Mamá, el FBI es una agencia gubernamental.