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– ¿Racine? ¿Julia Racine?

– Sí, eso creo. ¿Algún problema, agente O'Dell?

– No, señor, ninguno.

– Está bien, entonces -colgó sin despedirse, señal de que el viejo Cunningham estaba aún al mando.

Maggie miró a su madre mientras se ponía la chaqueta y dejaba sobre la mesa un billete de veinte dólares para pagar el desayuno que aún no había pedido.

– Lo siento, tengo que irme.

– Sí, ya. Tu trabajo. Siempre lo estropea todo, ¿eh?

En lugar de buscar una réplica adecuada, Maggie agarró el vaso de whisky y lo apuró de un trago. Masculló un adiós y se marchó.

Capítulo 20

Complejo Everett

al pie de los montes Apalaches

Justin Pratt despertó sobresaltado por el trallazo repentino de la música y estuvo a punto de caerse del catre. De haberlo hecho, habría caído sobre varios miembros de la congregación que dormían tendidos en sus sacos. Sabía que debía alegrarse por disponer de un catre en los barracones, en los que se apiñaban varias decenas de hombres. Cuando acabara su periodo de prueba acabaría durmiendo en el suelo, como todos los demás.

Pero poco importaba. Total, casi no les dejaban dormir. Y además había que despertarse con la asquerosa música de los altavoces. Aquello parecía un disco rayado de Adelante, soldados cristianos. No, no debía quejarse. Tenía que recordar que debía mostrarse agradecido. Al menos, hasta que volviera Eric. Luego pensaría qué hacer. Tal vez pudieran llegar a la costa oeste haciendo autostop, aunque no estaba seguro de cómo iban a sobrevivir sin un puto duro. Tal vez pudieran volver a casa. Si pudiera convencer a Eric… No quería marcharse sin él.

Se frotó los ojos, intentando despejarse. ¡Mierda! Tenía la impresión de no haber pegado ojo. Miró por costumbre su muñeca antes de recordar que ya no tenía el costoso reloj Seiko que le había regalado su padre, uno de los superfluos bienes materiales que le habían confiscado por su propio bien al llegar al complejo. Como si saber qué hora era pudiera mandarlo derecho al infierno.

Ahora se preguntaba si, en realidad, el Padre no les permitía conservar nada de valor porque pretendía que dependieran de él. Y así era. Dependían de él para todo, desde aquel arroz pastoso a los trozos de periódico que usaban como papel higiénico.

Alguien le empujó desde atrás.

– Arriba, Pratt.

Justin cerró los puños. Sin necesidad de mirar supo que era Brandon. Aunque sólo fuera una vez, le gustaría darle un puñetazo a aquella cara de capullo arrogante. Pero descolgó unos calzoncillos y unos calcetines limpios de la cuerda de tender que había en un rincón. Brandon había tenido la bondad de compartirla con él, porque al parecer hasta una miserable cuerda para tender la ropa era allí todo un lujo. Los calcetines todavía estaban húmedos, lo que significaba que volvería a tener los pies fríos todo el día.

Se vistió despacio mientras los otros salían a toda prisa para hacer cola ante las duchas. Por el ventanuco de una sola hoja vio cómo iba formándose la cola, que doblaba ya la esquina del edificio de cemento. Se pasó los dedos por el pelo grasiento. ¡Joder! Tal vez pudiera meterse en la ducha a escondidas más tarde. Estaba harto de tener que esperar cola tras cola. Además, estaba muerto de hambre, y los gruñidos de su estómago le recordaban que no había comido nada desde el almuerzo del día anterior.

Se dirigió a la cafetería y miró a su alrededor mientras cruzaba el complejo. Así lo llamaban: el jodido complejo. Sólo en otra ocasión había oía a alguien referirse a un lugar como un complejo, en un programa especial sobre la finca de la familia Kennedy. Así que, naturalmente, cuando Eric le habló del complejo, Justin se imaginó algo parecido a lo de los Kennedy: una enorme mansión con casitas para los sirvientes y establos para los caballos. Pero aquel sitio parecía más bien un cuartel militar: desnudos barracones de metal y cemento, rodeados de árboles y más árboles y aislados en medio del valle de Shenandoah.

En la parte sur se amontonaban los árboles arrancados de raíz al desbrozar el terreno sobre el que se alzaba el complejo. Este no parecía muy organizado, de todas formas. Los pozos eran poco profundos y en muchos edificios faltaba el agua corriente. Además, nunca había suficiente agua tibia. ¿Y agua caliente? De eso, ni hablar.

Todo aquello parecía provisional. Justin había oído decir que el Padre estaba construyendo un nuevo complejo en otra parte, el paraíso que le prometía a todo el mundo. Pero, después de lo de la noche anterior, Justin ya no se fiaba de nada de lo que dijera aquel cabrón. El reverendo era un pervertido y un hipócrita. Aunque, a decir verdad, Justin nunca se había fiado mucho de él. No se fiaba de casi nadie. Debería haberse dado cuenta de que aquel tipo era un farsante desde la primera semana que pasó allí.

Esa primera semana, Eric lo llevó a lo que el Padre llamaba un ritual de purificación. Todos los asistentes debían escribir en un papel el momento más bochornoso de sus vidas, así como sus miedos más profundos. Se suponía, además, que debían firmar los papelitos.

– Nadie más verá estas confesiones -les aseguró el Padre con su voz suave e hipnótica-. La firma sólo es un ejercicio para que asumáis vuestro pasado y afrontéis vuestros temores.

Los papeles doblados fueron recogidos luego en una caja negra y cuadrada. A Justin le pidieron que los recogiera y le dijeron que pusiera la caja agrietada detrás de la enorme silla de madera del Padre. Una silla que parecía un trono, flanqueada por sus guardaespaldas, aquellos hombres de Cromagnon. Al acabar la tarde, el Padre sacó la caja negra repleta de secretos inconfesables y arrojó en ella una cerilla encendida para prenderles fuego a los papeles. Hubo suspiros de alivio, pero Justin se fijó en que la caja negra ya no tenía grieta alguna.

Más tarde, cuando le habló a Eric de aquel prodigio, su hermano se enfadó con él.

– Algunas cosas requieren fe y confianza. Si no puedes aceptar eso, éste no es sitio para ti -le dijo Eric en un tono de cabreo que nunca antes había usado con él.

Justin recordaba que en ese momento pensó que Eric no parecía estar intentando convencerlo sólo a él, sino también, quizá, a sí mismo.

Justin tomó un atajo hacia la cafetería, saltó por encima de varias pilas de leña y zigzagueó entre un laberinto de maderos apilados y restos de materiales de construcción. Pensó sin querer que seguramente un solo par de gemelos de oro de los que usaba el Padre bastaba para comprar una pequeña carretilla hidráulica que sacara de su miseria el viejo tractor John Deere, con su pala frontal y su arado mecánico oxidado detrás.

Sintió el hedor del vertedero y pensó que tal vez se hubiera equivocado al tomar el atajo. Con razón todo el mundo evitaba aquella zona. Mientras regresaba al camino principal, vio a varios hombres cavando tras los montones de basura. Quizá por fin fueran a enterrar toda aquella porquería. Pero, al detenerse, vio que lo que estaban enterrando eran varias cajas de caudales.

– Eh, Justin.

Se volvió y vio que Alice lo saludaba desde el otro lado de un montón de maderos mientras se abría paso entre aquel laberinto. Su pelo sedoso relucía al sol de la mañana, y su ropa parecía tiesa y fresca. Seguro que sus calcetines no estaban húmedos. De pronto Justin deseó haberse dado la ducha fría de dos minutos. Alice levantó la mirada hacia él y su rostro se contrajo de inmediato en aquella linda expresión preocupada.

– ¿Qué haces, Justin? Aquí no pude estar nadie.

– Sólo quería tomar un atajo.

– Vamos, salgamos de aquí antes de que nos vea alguien -lo tomó de la mano para alejarlo de allí, pero Justin no se movió.

– ¿Qué están haciendo ésos de ahí?