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Ella frunció el ceño, pero se puso una mano sobre la frente y achicó los ojos, deslumbrada por el sol de la mañana, para mirar hacia donde le indicaba.

– Eso no es asunto tuyo.

– Entonces, ¿no lo sabes?

– Qué mas da, Justin. Por favor, si te pillan aquí…

– ¿Qué? ¿Nadie me hablará durante semanas? ¿No me darán mi ración semanal de arroz pastoso y alubias?

– Basta, Justin.

– Vamos, Alice. Dime qué están enterrando esos tíos, y seré bueno y no diré nada.

Ella le soltó y le apartó la mano de un golpe, y de pronto Justin se dio cuenta de lo estúpido que estaba siendo. Alice era la única persona que le importaba, y la estaba cabreando, como parecía cabrear a todo el mundo.

– Están enterrando el dinero que recogimos anoche en la concentración.

Al final de cada mitin, se pasaban por el público unos cestillos de mimbre para recoger lo que el Padre llamaba una «ofrenda de gratitud» a Dios. Aquellos cestillos acababan por lo general rebosando dinero.

– ¿Qué quieres decir con que lo están enterrando?

– Entierran todo el dinero que traemos.

– ¿Lo meten bajo tierra?

– No pasa nada. Ponen bolas de naftalina en las cajas para que los billetes no se pongan mohosos.

– Pero ¿por qué lo entierran?

– ¿Dónde van a ponerlo si no, Justin? De los bancos no puede uno fiarse. Están controlados por el gobierno. Los cajeros automáticos, las transferencias electrónicas… Todas esas cosas existen para que el gobierno pueda controlar el dinero de la gente y apoderarse de él cuando quiera.

– Vale, pero ¿por qué no invierten una parte, en la bolsa, por ejemplo?

– Ay, Justin, ¿qué voy a hacer contigo? -Alice sonrió y le dio una palmada en el brazo como si él acabara de gastarle una broma-. La bolsa también está controlada por el gobierno. ¿No recuerdas haber leído sobre la Gran Depresión en clase de historia? -le dijo con su serena voz de maestra-. Cuando el mercado de valores cae, es el gobierno el que provoca su caída, para robar el dinero que tanto esfuerzo le cuesta ganar a la gente y para obligarla a empezar desde cero.

Justin no lo había pensado. Sabía que su padre se ponía furioso cuando perdía dinero en bolsa. Alice sabía mucho más que él de esas cosas. La historia nunca había sido su fuerte. Se encogió de hombros y fingió que aquello le traía sin cuidado. Cuando Alice lo tomó de nuevo de la mano para llevárselo de allí, dejó que lo guiara y disfrutó del tacto suave de su piel. Quería preguntarle por la noche anterior, por los sucios manoseos del Padre. Pero al mismo tiempo no le apetecía hablar de ello. Sólo quería olvidarlo. Tal vez fuera lo mejor para ambos.

Mientras caminaban hacia la cafetería, decidió pensar en cuánto dinero podía haber enterrado en aquel hoyo y se preguntó sin poder evitarlo cuántas personas lo sabían. Tal vez, cuando Eric y él decidieran marcharse, no tuvieran que hacer autostop, después de todo.

Capítulo 21

Monumento a Franklin Delano Roosevelt

Washington, D. C.

Ben Garrison volvió a ponerse los guantes y cerró la parte de atrás de la cámara, en la que acababa de poner un carrete nuevo. No quería perder tiempo, ni darle ocasión a la detective Racine de cambiar de idea. Se acercó y enfocó la cara de la chica. Parecía tan apacible como si estuviera durmiendo apoyada contra el árbol. A Ben le fascinaba el tono azulado de su piel. ¿Se debía al frío de la noche anterior, o era quizás un efecto retardado del estrangulamiento?

Más fascinantes aún eran las moscas, que habían acudido por centenares e insistían en sus envites a pesar de la incesante actividad de los agentes y detectives que examinaban la zona. Eran negras y enormes, no como las vulgares moscas domésticas, y parecían anidar en cada orificio del cuerpo; sobre todo, en las zonas más cálidas y húmedas, como las orejas y los ojos. El negro vello púbico de la chica estaba cuajado de ellas. Ben veía cómo se acumulaban sus huevos lechosos y grises entre la densa pelambre.

La muerte, sus rituales, los procesos naturales que llevaba aparejados, nunca dejaban de sorprenderlo. Por más cadáveres que viera, seguía fascinándolo. Menos de veinticuatro horas antes, aquel cuerpo alojaba algo cálido y palpitante. En Nueva Caledonia, los ancianos llamaban a ese algo con una palabra que significaba sombra del espíritu. Los esquimales del estrecho de Bering se referían a ello como a la sombra de una persona. El dogma cristiano lo llamaba simplemente alma. Pero ahora, fuera lo que fuese, se había desvanecido. Se había esfumado, ligero, en el aire, dejando tras de sí una carcasa hueca para pasto de los insectos.

Recordaba haber leído en alguna parte que, en apenas una semana, un cadáver humano podía perder el noventa por ciento de su masa si se hallaba expuesto a los insectos en un verano caluroso. Los insectos eran ciertamente seres muy industriosos y predecibles. Lástima que los humanos no lo fueran. De lo contrario, su trabajo sería mucho más fácil.

– ¡Eh! ¡Cuidado con dónde pisas! -le gritó un policía uniformado.

– ¿Quién coño eres tú? -quiso saber un tipo vestido con una parka azul y una gorra de béisbol. Parecía más un tercer base que un poli. Al ver que Ben no contestaba y seguía haciendo fotos, lo agarró del codo-. ¿Quién ha dejado pasar a este tío?

– Un minuto, joder -Ben se soltó de un tirón y al instante aparecieron a su lado dos policías de uniforme. De pronto vio las letras blancas en la espalda de la parka de aquel tío: FBI. Mierda, ¿cómo iba saberlo él? Aquel tío parecía un puto Boy Scout.

– No pasa nada -Racine salió por fin en su auxilio. Llevaba prendidas algunas hojas en las rodillas de sus pantalones perfectamente planchados y el viento le había revuelto el pelo corto y rubio-. Lo conozco. Hacía fotos de escenas de crímenes para nosotros antes de convertirse en un fotógrafo famoso. Steinberg no ha llegado aún. Está en la otra punta de la ciudad, en otro caso. Tenemos que hacer algunas fotos antes de que empiece a llover. Hemos tenido suerte de que Garrison anduviera por el barrio.

Los agentes lo soltaron con un empujón y Ben comprobó los ajustes de su cámara para asegurarse de que no se los habían jodido. Gilipollas. Les estaba haciendo un puto favor, y encima le trataban como a una mierda.

– Vamos, chicos. El espectáculo se ha acabado -les dijo Racine a los tipos del laboratorio móvil de criminología, que habían dejado de arrastrarse a cuatro patas por la hierba para observar el altercado-. Hay que darse prisa o se nos mojarán todas las pruebas. Eso va también por ti, Garrison.

Ben asintió con la cabeza, aunque no le estaba prestando atención. Acababa de reparar en que, se pusiera donde se pusiera, los ojos de la chica parecían mirarlo. Tenía que ser una de esas raras ilusiones ópticas, ¿no? ¿O es que se estaba volviendo paranoico?

– Eh, tú, el de la cámara -lo llamó el agente del FBI-. Haz una foto de esto.

El tío estaba detrás de Ben y señalaba un lugar en el suelo, a unos dos metros del cuerpo.

– Me llamo Garrison -dijo Ben, y esperó a que el otro lo mirara a los ojos. Cuando lo hizo, Ben le dejó claro que no movería un dedo hasta que le tratara con un poco de respeto.

El agente se echó hacia atrás la gorra de béisbol y sonrió.

– ¿Qué ha dicho la detective Racine? ¿Que daba la casualidad de que andabas por el barrio?

– Sí. ¿Qué pasa? Estaba sacando unas fotos de los monumentos para mi archivo.

– ¿Un domingo por la mañana?

– Es el mejor momento. No hay pirados de esos que se creen muy graciosos por joderme las fotos. He venido a echaros una mano. Así que por lo menos podíais dejar de tocarme las pelotas -Ben sofocó su ira y mantuvo un tono de voz tranquilo, aunque en realidad tenía ganas de decirle a aquel tipo que se fuera a tomar por culo.