– Vale. Señor Garrison, ¿le importaría hacer una foto de esas marcas del suelo? -el agente señaló de nuevo la tierra. Era alto, de más de metro ochenta, y desgarbado, pero atlético. Su mirada y su tono de sarcasmo convencieron a Ben de que no debía insistir. Maldito husmeabraguetas. Miró la parka de aquel tipo y se preguntó dónde llevaba escondida la pistola. Seguro que el muy capullo no se ponía tan gallito sin su Glock reglamentaria.
– Vale -dijo por fin. Revisó la zona que le indicaba el agente y enseguida vio dos, tal vez tres agujeros circulares en el suelo, separados por doce o catorce centímetros.
Racine se acercó a ellos y miró por encima del hombro de Ben. Este sintió en la nuca las primeras gotas de lluvia.
– ¿Qué es eso?
– No estoy seguro -le contestó el del FBI-. Parece que apoyaron algo ahí. O puede que sea una especie de firma.
– Joder, Tully, estás obsesionado con los asesinos en serie. A lo mejor el asesino apoyó ahí un maletín o algo por el estilo.
– ¿Con patitas circulares? -Ben se echó a reír y sacó un par de fotos.
– Aquí todo el mundo es un experto de los cojones -Racine se estaba cabreando.
Ben, que estaba de espaldas a ella, encorvado mirando al suelo, sonrió. Le gustaba que Racine se cabreara, y se imaginaba su boca fruncida en aquel mohín tan sexy.
– Ya vale de fotos, Garrison. Ahora, sé bueno y dame el carrete.
Ben levantó la vista y vio que le estaba tendiendo la mano.
– No he sacado el cuerpo desde todos los ángulos -protestó-. Y aún me queda carrete.
– Ya tenemos bastantes. Además, ha llegado el forense.
Racine saludó con la mano a un tipo bajito y gordo, con chaqueta de cuadros y gorra de lana, que iba subiendo por la cuesta cubierta de vegetación. Aquel tipo daba pasitos cortos y cuidadosos sin dejar de mirarse los pies. A Ben le recordó a un personaje de dibujos animados pertrechado con un maletín negro.
– Vamos, Garrison.
La detective Racine había puesto los brazos en jarras mientras esperaba. Quizá pensaba que así imponía más. Tenía las caderas rectas, como de niño, y las piernas tan largas que seguramente llevaba pantalones de hombre. Pero lo que le faltaba de culo, lo compensaban sus tetas. Ben se quedó mirándolas mientras ella aguardaba. Siempre se le ponía dura cuando miraba aquellas tetas suaves, justo al lado de la pistola enfundada. Se preguntaba si ella lo sabía y si le gustaba, porque no se movió para cerrarse la chaqueta. Por el contrario, se quedó allí parada, en la misma postura, haciéndose la impaciente, pero sin pararle los pies.
– Garrison, no tengo todo el puto día.
Ben apretó de mala gana el botón, rebobinó, abrió la cámara y le dio el carrete.
– Vale. La verdad es que tengo mejores sitios donde ir.
Ella se guardó el carrete en el bolsillo, se abrochó la chaqueta como si quisiera dejarle claro que, ahora que ya tenía lo que quería, se había acabado la función.
– Me debes una, Racine. ¿Qué te parece si cenamos juntos?
– Ni lo sueñes, Garrison. Limítate a mandarme la factura -la detective se dio la vuelta para saludar al forense y despachó a Ben como si fuera uno de sus subalternos.
Ben se rascó la mandíbula áspera. Se sentía como si le hubieran dado una patada en el culo. La muy zorra, qué desagradecida. Cualquier día se iba a llevar su merecido por andar provocando a los tíos. Aunque Ben había oído decir que hacía lo mismo con las tías. Sí, se la imaginaba perfectamente con un tío y una tía a la vez. Aquella idea amenazó con ponérsela dura otra vez. Notó que el del FBI le estaba mirando. Era hora de salir de allí cagando leches. A fin de cuentas, ya tenía lo que quería.
Empezó a bajar por el sendero. Sabía dónde pisar sin necesidad de mirar para no resbalarse. Antes de rodear los bloques de granitos, miró hacia atrás. Racine y los demás estaban hablando con el forense. Se metió la mano en el bolsillo y buscó el suave cilindro. Apretó el carrete y sonrió. Pobre Racine. Ni siquiera se le había pasado por la cabeza que tal vez hubiera hecho más de un carrete de fotos.
Capítulo 22
Maggie experimentó una inmediata sensación de alivio. ¿Tan terrible era que prefiriera examinar un cadáver a desayunar con su madre? Seguro que era un pecado mortal por el que ardería en el infierno. O tal vez la fulminara un rayo, salido quizá de uno de aquellos nubarrones grises que se amontonaban en el cielo.
Le enseñó la placa al primer policía apostado en la acera, junto al centro de información. El agente asintió con la cabeza, y Maggie pasó por debajo de la cinta policial. Era la primera vez que visitaba el monumento a Roosevelt, aunque se había inaugurado en 1997. Suponía que lo mismo les pasaba a muchos habitantes del extrarradio. ¿Quién tenía tiempo para visitar monumentos, como no fuera en vacaciones? Y, si se tomaba unas vacaciones, no iba a quedarse en Washington para hacer turismo.
A diferencia de los demás monumentos presidenciales, el de Roosevelt tenía árboles, cascadas, bancales de hierba, glorietas y jardines que se extendían sobre una zona alargada y extensa, en lugar de agruparse en torno a una edificación central. Mientras caminaba por las galerías, Maggie apenas prestaba atención a las estatuas y los bronces. Miraba, sin embargo, las paredes de granito y los lechos de roca que se alzaban por encima y por detrás. Se fijó en la fronda de árboles y matorrales. Desde allí abajo, la zona parecía el escenario idóneo para perpetrar un asesinato. ¿Los arquitectos no habían reparado en ello, o es que ella se había vuelto una cínica después de tantos años intentando meterse en la piel de diversos asesinos?
Se detuvo junto a la escultura de bronce de tamaño monumental que representaba a Roosevelt con un perrito de bronce a su lado. Comprobó la posición de los focos que rodeaban la escultura y se preguntó hasta dónde llegaba la luz. Si el cielo seguía oscureciéndose, tal vez lo sabría muy pronto. Dudaba que las luces iluminaran los árboles y los arbustos que había arriba y detrás. Se preguntó si era posible ver desde allí a alguien entre la vegetación. Oía a lo lejos, por encima del fragor de la cascada, el revuelo que formaban los detectives. Sus voces le llegaban desde arriba, más allá de los matorrales, pero no los veía. No distinguía ni el más leve movimiento.
– El perrito se llamaba Fala.
Maggie se dio la vuelta, sobresaltada, y se halló frente a un hombre con una cámara colgada al cuello.
– ¿Cómo dice?
– Casi nadie lo sabe. El perro. Era el favorito de Roosevelt.
– El monumento está cerrado esta mañana -repuso ella, y al instante notó que él se ofendía.
– No soy un puto turista. He venido a hacer fotos de la escena del crimen. Pregúntele a Racine.
– Está bien, disculpe -pero aquel arrebato de furia atrajo su atención, y de pronto se descubrió examinando la mandíbula hirsuta y el pelo negro y revuelto de aquel hombre, las rodillas gastadas de sus vaqueros azules y las punteras de sus relucientes y costosas botas de cowboy. Podía pasar fácilmente por un turista o un estudiante universitario entrado en años.
– Mire, yo también podría hacer un juicio precipitado y preguntarme qué está haciendo aquí una nena como usted. Creía que a Racine le gustaba ser la única tía en la escena del crimen -Ben le devolvió la mirada dejando que sus ojos vagaran lentamente sobre su cuerpo.
– Es un nuevo procedimiento policial. Nos gusta tener a alguien de repuesto.
– ¿Cómo dice?
– Yo soy la nena de repuesto.
Ben sonrió con una especie de mueca, y sus ojos volvieron a recorrer el mismo camino.
– Como los fotógrafos -prosiguió ella-. Todas las comisarías necesitan uno de repuesto. Ya sabe, un sustituto, uno al que llamar cuando tienen prisa y el fotógrafo oficial no está libre.