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Ben la miró bruscamente a los ojos, y Maggie vio aparecer de nuevo aquel destello de ira. Aquel tipo era un fotógrafo forense como ella era una nena. ¿En qué coño estaba pensando Racine? O quizás fuera ése el problema: que Racine, como de costumbre, no pensaba.

– Estoy hasta los cojones de que me traten así -replicó él, y agitó las manos en el aire como si quisiera demostrarle cuánto había sufrido-. Les hago un favor ¿y qué consigo? A mi esta mierda me la trae floja. Me largo de aquí.

No esperó respuesta. Dio media vuelta sobre los tacones de sus lustrosa botas y se marchó con paso tan arrogante que Maggie comprendió al instante que había conseguido algo a cambio de sus molestos servicios matutinos. No estaba segura de qué. Tal vez alguna promesa de Racine, algún simbólico quid pro quo. Racine era una artista para esas cosas. Maggie recordaba la última vez que trabajó con ella en un caso, hacía no mucho tiempo. Tenía aún la experiencia tan fresca en el recuerdo que no se había librado de su regusto amargo. Había estado a punto de padecer las consecuencias de uno de aquellos quid pro quo de Racine.

– O'Dell -esta vez, la voz venía de arriba. El agente Tully estaba inclinado sobre el lecho de roca-. Quiero que eches un vistazo antes de que se lleven el cuerpo.

– ¿Por dónde subo?

– Por la cuarta galería. Hay unos aseos. Da la vuelta y sube por detrás -señaló un lugar que Maggie no veía. Había demasiadas paredes de granito.

Pasó junto a otra cascada y más muros de granito, y subió luego por un sendero que parecía recién abierto.

La estaban esperando. Se mantenían alejados del cuerpo, aunque Stan Wenhoff parecía ansioso por ponerse manos a la obra. Los del equipo forense estaban envolviendo en grandes bolsas de plástico lo que habían encontrado. Maggie comprendió sus prisas antes incluso de que un trueno sordo resonara sobre sus cabezas.

La chica estaba sentada, apoyada en un árbol, de espaldas al lecho rocoso del monumento. Su cabeza colgaba del cuello y dejaba al descubierto en un lado profundos arañazos. Tenía los ojos muy abiertos y fijos, a pesar de que en el rabillo de uno tenía una masa amarillenta. Maggie adivinó sin necesidad de acercarse que eran larvas. La chica tenía las piernas extendidas de frente y separadas. Negros moscardones de tornasolado lomo se habían apoderado de su pubis y sus fosas nasales.

Llevaba sólo un sujetador negro, todavía abrochado, pero levantado, de modo que sus pequeños y blancos pechos quedaban al descubierto. Un trozo de cinta aislante le tapaba la boca. Su cabello, corto y moreno, estaba enredado y lleno de fragmentos de hojas secas y agujas de pino. A pesar del espantoso cuadro que ofrecía, tenía las manos unidas y cuidadosamente colocadas sobre el regazo, justo por encima del nido de moscardones. A Maggie le pareció que rezaba. ¿Significaría algo aquello?

– No tenemos mucho tiempo, agente O'Dell -dijo Stan con impaciencia.

Pobre Stan. Otro aviso de madrugada en menos de una semana.

Tully se acercó a ella y señaló el suelo.

– Mira esas marcas tan raras, esos agujeros circulares.

Maggie tardó un momento en ver las marcas. Parecía que habían apoyado algo allí, aunque no podía ser un objeto muy pesado. Las marcas no eran profundas; apenas se incrustaban en la tierra.

– ¿Te sugieren algo? -preguntó Tully.

– No. ¿Deberían?

– Creo que sí, aunque no sé qué.

Julia Racine se acercó a ella con los brazos en jarras y sonrió.

– Tully está muy pesimista hoy -dijo-. Ya está buscando un asesino en serie.

Maggie echó una última ojeada a las marcas, se incorporó y miró de nuevo el cuerpo de la chica. Luego se giró hacia la detective.

– Creo que el agente Tully tiene razón. Y, a juzgar por el escenario, yo diría que esto no ha hecho más que empezar.

Capítulo 23

– En mi opinión no es más que una violación que al tipo se le fue de las manos.

Tully hizo una mueca al oír la afirmación de la detective Racine, pero no se molestó en llevarle la contraria. Sólo tenía que esperar a que lo hiciera O'Dell.

– Si eso es lo que crees, ¿por qué nos han llamado?

– ¡Y yo qué sé! -Racine se encogió de hombros y se subió el cuello de la chaqueta mientras otro trueno retumbaba en el aire-. Esto es territorio federal.

– Entonces deberían haber llamado a alguien de la oficina de Washington. Pero eso no explica por qué han avisado a la Unidad de Ciencias del Comportamiento.

Tully miró los nubarrones. O'Dell tenía razón. Ellos dos eran expertos en análisis criminal, en la elaboración de perfiles psicológicos; particularmente, de criminales reincidentes y de asesinos en serie. Alguien -no la detective Racine- había avisado a Cunningham. Pero, fuera quien fuese, no se había molestado en decírselo a Racine. Lo cual no tenía mucho sentido.

– La lucha tuvo lugar aquí -Racine, ansiosa por demostrar su teoría, señaló un lugar donde las hojas estaban aplastadas y rotas. Los del laboratorio de criminología se habían pasado un buen rato revolviendo aquella zona y recogiendo pruebas.

O'Dell se agachó al borde del perímetro y examinó la zona sin tocar nada.

– No parece que haya habido lucha. Está claro que aquí se ha tumbado alguien. Puede incluso que se revolcaran. Las hojas y la hierba están aplastadas. Pero no hay hierba arrancada, ni arañazos en la tierra, ni marcas de tacones, como en un forcejeo violento.

La detective Racine soltó un bufido y Tully no pudo evitar pensar en su poca delicadeza. Aquellas dos estaban buscándose las vueltas como dos gallos de pelea. O como dos hombres compitiendo por ver quién le tocaba más las narices al otro.

– Mira, O'Dell, yo sé una o dos cosas sobre violaciones -Racine hablaba como si se le estuviera agotando la paciencia-. Colocar así el cuerpo es sólo otra forma de degradar a la víctima.

– ¿No me digas?

Tully se dio la vuelta. ¡Cielo santo! Ya empezaba otra vez. Reconocía aquel tono sarcástico. Incluso lo había padecido un par de veces.

– ¿Se te ha ocurrido pensar que tal vez el asesino haya colocado así el cuerpo para alterar la escena del crimen? -le preguntó O'Dell a la detective.

– ¿Para alterarla? ¿Quieres decir a propósito, para despistarnos?

Tully, que seguía de espaldas a ella, hizo girar los ojos y confió en que O'Dell no dijera «¡Bingo!». La detective Racine estaba al mando de la investigación. ¿No podía recordarlo O'Dell por una vez?

– Tal vez colocó el cuerpo -prosiguió O'Dell lentamente, como si le estuviera hablando a una niña pequeña- para cambiar el rumbo de la investigación y alejarnos de su pista.

Racine soltó otro bufido.

– ¿Sabes cuál es tu problema, O'Dell? Que le das demasiada importancia a los criminales. La mayoría no son más que unos cabrones sin cerebro. Esa es la premisa de la que yo parto.

Tully se alejó. No lo aguantaba más. Al principio era entretenido. Ahora ya no le importaba quién ganara, aunque habría apostado por O'Dell. Se acercó a Wenhoff, que estaba acabando de examinar el cuerpo de la chica.

– ¿Alguna pista sobre la hora de la muerte?

– A juzgar por el rigor mortis, la temperatura rectal y la invasión de los primeros insectos -espantó unos cuantos moscardones-, yo diría que hace menos de veinticuatro horas. Puede que unas doce. Pero tendré que hacer algunas pruebas. También quiero hablar con el servicio meteorológico para ver qué temperatura hizo anoche.

– ¿Doce horas? -Tully sabía, por los cadáveres que había examinado, que la muerte era reciente; sin embargo, no esperaba que lo fuera tanto. De pronto sintió un nudo en el estómago-. Entonces fue anoche, quizá entre… ¿las ocho y las doce?

– Sí, más o menos -Wenhoff se incorporó con gran esfuerzo y les hizo una seña a un par de agentes uniformados-. Ya la podéis meter en la bolsa, chicos, pero está rígida como una tabla. Tened cuidado de no romperle ningún hueso.