Antes de su traslado a Quantico, Tully llevaba dedicándose cinco o seis años a la elaboración de perfiles criminales en la sede del FBI en Cleveland. Pero Maggie sabía que había pasado gran parte de ese tiempo examinando escenas de crímenes a través de fotografías, cintas de vídeo y grabaciones digitales. Tully le había dicho una vez que casi no había visto físicamente escenas de crímenes hasta el caso de Albert Stucky. Era muy posible que nunca hubiera asistido a una autopsia. ¡Mierda! ¡Y ella que esperaba que fuera Racine quien vomitara el desayuno!
– Tully -Maggie tenía que conseguir que dejara de pensar en el cadáver y se concentrara en el caso-, ¿estás seguro de que no se ha encontrado ninguna identificación en el lugar de los hechos?
Vio que Tully miraba a Racine. Pero la detective estaba ocupada buscando una bata de su talla, como si no fueran todas grandes, extra grandes y gigantes. A ese paso, tardaría diez minutos más en vestirse. Cuando notó que Racine no estaba prestando atención, Tully dejó su ropa mojada junto a la puerta y se acercó; sacó de un estante de ropa una bata limpia y se la puso.
– Encontraron su bolso, pero ningún documento que la identificara. Su ropa estaba doblada y colocada en un montón, junto con el bolso, a unos metros del cuerpo.
El hecho de que no hubiera identificación alguna no sorprendió a Maggie. Los asesinos solían deshacerse de cualquier documento que incluyera la filiación de sus víctimas, con la esperanza de que éstas no fueran identificadas; ni, de paso, su agresor. Y luego estaban también los bichos raros que se llevaban los carnés como trofeos.
– ¿La ropa estaba doblada? Qué violador tan pulcro y ordenado -dijo Maggie, a beneficio de Racine. Ésta la miró y frunció el ceño. Así que sí les estaba escuchando.
– Las bragas estaban rajadas por la parte delantera -añadió Racine. Se acercó a la mesa y se colocó las gafas sobre el pelo rubio y puntiagudo.
Maggie esperó a que Stan se diera cuenta y la regañara, pero Stan estaba ocupado quitando larvas del vello púbico de la chica. Maggie se recordó que debía concentrarse y no permitir que Racine la sacara de sus casillas. Siguió raspando las uñas de la chica. Metía en bolsas de plástico lo que sacaba y etiquetaba cada bolsa, consignando el dedo del que procedía el material.
Además, ¿qué le importaba a ella que Racine se aferrara a su teoría de la violación? A ella le traía sin cuidado que el Departamento de Policía de Washington no se hubiera dado cuenta aún de que aquella detective era una incompetente. Sin embargo, le importaba si iba a tomar parte en aquel caso, aunque fuera en calidad de asesora. El último caso en el que había trabajado con Racine le había dejado muy mal sabor de boca. Sus meteduras de pata habían estado a punto de costarles una sanción.
Maggie se apartó de la frente sudorosa un mechón de pelo con el dorso de la muñeca para no contaminar sus guantes de látex, y sorprendió a Racine mirándola. Desvió los ojos.
A decir verdad, aparte de aquel caso chapucero y de lo que había oído rumorear, sabía muy poco sobre Julia Racine. Seguramente no tenía derecho a juzgarla, pero, si los rumores tenían algún viso de ser ciertos, la detective Racine representaba un tipo de mujer que Maggie detestaba, particularmente en el seno de las fuerzas del orden público, donde las irresponsabilidades podían pagarse con la vida.
Desde sus tiempos de estudiante de medicina forense, Maggie se había esforzado porque sus compañeros la consideraran uno más y la trataran como tal. Las mujeres como Racine utilizaban su sexo como una suerte de soborno o de patente de corso, como un medio para un fin. Mientras sentía los ojos de Racine clavados en ella, la ponía enferma que la detective creyera aún que podía utilizar esa táctica; sobre todo, con ella. Tras su último encuentro profesional, creía que Racine habría aprendido la lección; que de ella no obtendría ningún favor a fuerza de coquetear o de utilizar sus encantos. Pero cuando Maggie levantó la mirada y la sorprendió observándola, Racine no apartó los ojos. Por el contrario, le sostuvo la mirada y sonrió.
Capítulo 25
Ben Garrison colgó las copias mojadas en la cuerda de tender de su atiborrado cuarto oscuro. Los dos primeros carretes eran decepcionantes, pero aquél…Aquél era una mina. Volvía a estar en vena. Tal vez incluso pudiera iniciar otra pequeña guerra de pujas, aunque no podría perder mucho tiempo. Estaba tan emocionado que le cosquilleaban los dedos, pero le dolían los pulmones de inhalar los vapores del revelado. Tenía que tomarse un descanso, a pesar de su impaciencia.
Se llevó una de las copias, cerró la puerta y se dirigió a la nevera. Estaba vacía, naturalmente, de no ser por la hilera de condimentos de siempre, algún que otro kiwi que no recordaba haber puesto allí, un recipiente con una misteriosa sustancia viscosa y cuatro botellas de Budweiser de cuello largo. Sacó una de las botellas, giró el tapón y regresó a la encimera de la cocina para admirar su obra de arte a la luz raquítica del fluorescente.
Se sobresaltó al oír que llamaban a la puerta. ¿Quién coño sería? Rara vez recibía visitas, y creía haber escarmentado ya a los cotillas de sus vecinos. Su labor artística exigía tiempo. No quería que le molestaran si tenía copias en el baño fijador, o un carrete en la cubeta de revelado. Qué falta de respeto. ¿Qué cojones le pasaba a la gente?
Descorrió los tres cerrojos y abrió la puerta de un tirón.
– ¿Qué pasa? -gruñó, y una señora bajita, de pelo gris, retrocedió y se agarró a la barandilla-. Ah, señora Fowler -se rascó la mandíbula y se apoyó en la jamba de la puerta, cerrando el paso a la errática mirada de su vecina. Al parecer, no le había dejado claro a todos los habitantes de aquel destartalado y viejo edificio que quería que le dejaran en paz-. ¿Qué puedo hacer por usted, señora Fowler? -podía sacar a relucir su encanto cuando era necesario.
– Sólo pasaba por aquí, señor Garrison. He ido a ver a la señora Stanislov, la del final del pasillo -sus ojos, pequeños como cuentas, se movían alrededor de Ben, intentando vislumbrar el apartamento.
Unas semanas antes, la señora Fowler se había empeñado en acompañar al fontanero que iba a arreglarle un grifo que goteaba. La anciana giraba su cabeza de pájaro de un lado a otro, intentando ver las máscaras africanas de las paredes, las diosas de la fertilidad que adornaban la estantería y los demás adornos exóticos que Ben había reunido en el transcurso de sus viajes, cuando el dinero fluía, y no había foto que hiciera por la que no estuvieran dispuestos a pagar una fortuna Newsweek, Time o el National Geographic. Entonces era el talento más disputado del mundillo del fotoperiodismo. Ahora, a pesar de que sólo tenía treinta años, todo el mundo parecía considerarlo una gloria pasada. Bueno, él les daría su merecido.
– Estoy muy ocupado, señora Fowler. Estaba trabajando -dijo amablemente, cruzó los brazos para sofocar su irritación y esperó, confiando en que la anciana advirtiera su impaciencia a través de sus lentes trifocales.
– He ido a ver a la señora Stanislov -repitió ella, y agitó su esquelético brazo hacia la puerta del final del pasillo-. Lleva toda la semana resfriada. El virus de la gripe anda por ahí, ¿sabe?
Si estaba esperando alguna señal de simpatía, podía estar allí toda la noche. Aquello escapaba a la capacidad de peloteo de Ben, con apartamento barato o sin él. Cambió de pie el peso del cuerpo y esperó. Volvió a pensar en la foto que había dejado sobre la repisa de la cocina. Más de treinta instantáneas para captar por fin aquella única imagen, la que…
– ¿Señor Garrison?
La carita crispada y pálida de la señora Fowler le recordó los kiwis arrugados que había al fondo de su frigorífico.