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– ¿Sí, señora Fowler? Le aseguro que tengo que volver al trabajo.

Ella lo miró con unos ojos cuyo tamaño triplicaban las lentes. Sus finos labios se fruncieron y su piel se arrugó más allá de lo que Ben creía posible. Un kiwi echado a perder. Ben se dijo que debía tirarlos.

– No sabía si sería importante. Si querría usted que lo avisara.

– ¿De qué está hablando? -su amabilidad tenía un límite, y la señora Fowler se estaba pasando de la raya.

Ella retrocedió, y Ben comprendió que debía de haberla asustado. La anciana se limitó a señalar el paquete que había junto a su puerta y que Ben no había visto. Antes de que él se agachara para recogerlo, los piececillos de pájaro de la señora Fowler comenzaron a arrastrarse escaleras abajo.

– Gracias, señora Fowler -dijo Ben alzando la voz, y sonrió al darse cuenta de que parecía Jack Nicholson en El resplandor. Aunque, de todos modos, ella no lo habría notado. Seguramente la vieja ni siquiera le había oído.

El paquete era ligero y estaba envuelto en papel marrón corriente. No sonaba nada dentro, y no llevaba etiquetas; sólo su nombre escrito con rotulador negro. A veces el laboratorio fotográfico que había calle abajo le mandaba suministros, pero no recordaba haber pedido nada.

Dejó el paquete en la encimera de la cocina, agarró un cuchillo y comenzó a cortar el envoltorio. Cuando abrió la tapa de la caja, notó que el material de embalaje tenía una extraña textura; parecían cachitos de plástico marrón. No le dio importancia y metió la mano en la caja, buscando a tientas lo que había dentro.

El material de embalaje comenzó a moverse.

¿O eran el cansancio y los vapores del revelado, que le estaban jugando una mala pasada?

En cuestión de segundos, aquellos cachitos marrones cobraron vida. ¡Mierda! El contenido de la caja comenzó a salir por sus lados y a subir por el brazo de Ben.

Ben agitó el brazo y comenzó a dar manotazos, tumbó la caja, y de ella salieron corriendo cientos de cucarachas que se dispersaron por el suelo de su salón.

Capítulo 26

– ¿Se ha encontrado algo que pudiera usarse como ligadura? ¿O unas esposas? -Maggie les mostró a Tully y a Racine las muñecas de la chica, pero miró a Tully en busca de una respuesta. Las marcas y arañazos de las muñecas habían sido causados sin lugar a dudas por unas esposas. Observó el semblante de Tully, fingiendo esperar su respuesta, aunque en realidad sólo quería asegurarse de que estaba bien.

Esta vez, Tully no miró a Racine, pero Maggie sí, y notó que la detective quería responder, pero se refrenaba. Tully comenzó a quitarse las gafas y a sacarse trozos de papel de debajo de la bata, pero se le trabaron las manos. Típico de Tully, pensó Maggie. Él se puso las gafas y comenzó a pasar las hojitas de papel de aquel extraño surtido, que incluía un panfleto, un sobre doblado, el resguardo de una factura y una servilleta de bar.

– No se encontraron esposas -contestó finalmente, y siguió buscando entre sus trozos de papel.

Maggie deseó que se relajara. Tully era por lo general el más tranquilo de los dos. Ella era la impulsiva, la de peor genio, la bala perdida. Él era un tipo tranquilo, de los que piensan las cosas antes de hacerlas. A Maggie le inquietaba verlo tan tenso. Algo iba mal. Algo que no estaba relacionado con su malestar por asistir a la autopsia.

– ¿Sabes, Tully? -dijo-, fabrican unas cosas geniales con hojas de papel unidas. Se llaman cuadernos, y los hay tan pequeños que te los puedes meter en el bolsillo.

Tully la miró por encima de las gafas con el ceño fruncido y volvió a concentrarse en sus notas.

– Muy graciosa. Pero mi sistema funciona muy bien.

– Claro que sí. Siempre y cuando no estornudes.

Racine se echó a reír.

– Mmm -Stan Wenhoff no tenía tiempo para bromas. Le indicó a Maggie que lo ayudara a poner el cuerpo de lado para buscar lesiones.

– ¿Por qué tiene el culo tan rojo? -preguntó Racine-. El resto del cuerpo lo tiene azulado, pero el culo está rojo. ¿No es raro? -Racine soltó una risilla nerviosa.

Stan exhaló un profundo suspiro. No era el forense más paciente que podía encontrarse a la hora de dar explicaciones. Maggie tenía la impresión de que, de haber podido, habría puesto en la puerta de la sala un cartel que dijera: «No se admiten visitas». Giraron el cadáver. Y Stan se dio la vuelta para quitarse los guantes e iniciar de nuevo su ritual lavado de manos.

– Se llama livor mortis, o lividez cadavérica -dijo Maggie cuando se hizo evidente que Stan no iba a responder.

Miró al forense, esperando a que la detuviera. Pero Stan le indicó con la cabeza que prosiguiera.

– Cuando el corazón deja de funcionar, la circulación sanguínea se detiene. Los glóbulos rojos son literalmente arrastrados por la fuerza de gravedad hacia las partes más bajas del cuerpo, normalmente la zona que está en contacto con el suelo. Las células sanguíneas del tejido muscular empiezan a descomponerse y disgregarse. Al cabo de unas dos horas, toda la zona tiene este aspecto, como un enorme hematoma rojizo. Siempre y cuando el cuerpo no se haya movido, claro.

Maggie notó que Racine la miraba con fijeza.

– ¡Vaya! ¿Significa eso que murió sentada?

A Maggie no se le había ocurrido, pero seguramente Racine tenía razón. ¿Por qué habría colocado el asesino el cuerpo de la chica mientras todavía estaba viva? Sin preguntar, miró a Stan para que él confirmara o desmintiera la suposición de Racine. El silencio se prolongó, y al fin Wenhoff se dio cuenta de que estaban esperando que respondiera. Se dio la vuelta mientras se ponía unos guantes nuevos.

– En mi opinión, sí, murió sentada. Pero hay algo que me intriga. La piel tiene un tono casi rosado. Tendré que pedirles a los de toxicología que comprueben si fue envenenada.

– ¿Envenenada? -Racine intentó soltar otra risa nerviosa-. Pero, Stan, es evidente que murió estrangulada.

– ¿De veras, detective? Conque le parece a usted evidente, ¿eh?

– Bueno, quizá no del todo.

Stan aprovechó la oportunidad para elegir un escalpelo de la bandeja de sus utensilios, y los ojos de Racine se agradaron de pronto. Maggie comprendió que había llegado el momento que la detective temía desde su llegada. Stan se disponía a practicar la incisión en forma de Y.

– Espera -Maggie lo detuvo, pero no por Racine. Sentía curiosidad, y había algo que quería comprobar. Si la chica estaba todavía viva cuando el asesino la sentó, tal vez el estrangulamiento no fuera la causa de la muerte-. ¿Te importa que primero echemos un vistazo a las marcas de ligadura del cuello?

– Está bien. Echemos un vistazo primero a las marcas de ligadura del cuello -Wenhoff suspiró de nuevo y dejó a un lado, el escalpelo, que resonó al caer sobre los demás instrumentos.

Maggie sabía que se estaba esforzando por refrenar su impaciencia, aunque su cara mofletuda, extrañamente teñida de rojo, le delataba. El sudor cubría las pronunciadas entradas de su pelo. Wenhoff estaba acostumbrado a hacer las cosas a su modo y a que su público mantuviera la boca cerrada. A Maggie le pareció una prueba definitiva de respeto que se dignara hacerle caso. Stan se apartó y le dio permiso para proceder.

– Entonces, ¿no había nada en la escena del crimen que pudiera usarse como ligadura? -le preguntó Maggie a Tully mientras revisaba las encimeras.

Esta vez, vio que Tully consultaba con Racine. Finalmente fue ésta quien contestó.

– No, nada. La chica ni siquiera llevaba medias. La correa de su bolso fue encontrada intacta y limpia. Fuera lo que fuese lo que usó el asesino, se lo llevó con él.

Maggie encontró lo que estaba buscando. Tomó el dispensador de celofán que había en la mesa del rincón, se quitó los guantes para poder manipular el celo, cortó un trozo y lo sujetó cuidadosamente por los extremos.