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– Stan, ¿podrías girarle la cabeza para que pueda verle mejor el cuello?

Stan movió la cabeza de la chica como si fuera de la de un maniquí. El rigor mortis se había apoderado del cuerpo, agarrotando los músculos. Veinticuatro horas después, los músculos volverían a hacerse flexibles, pero de momento Stan tuvo que girarle la cabeza de un modo que parecía irrespetuoso y que, pese a todo, era necesario.

Había varias marcas de ligadura; algunas se solapaban, y unas eran mas profundas que otras. El cuello de la chica, que posiblemente no tenía ni una sola arruga, parecía un mapa de carreteras en tres dimensiones. Además de los surcos, había grandes hematomas allí donde el asesino había decidido usar también las manos.

– ¿Por qué creéis que le costó tanto matarla? -preguntó Maggie en voz alta, aunque en realidad no esperaba una respuesta.

– Tal vez se defendió con uñas y dientes -sugirió Racine.

La chica era baja, medía apenas un metro cincuenta y cinco, según las mediciones de Stan. Maggie dudaba que hubiera podido forcejear mucho tiempo.

– Tal vez no quería matarla enseguida -dijo Tully en voz baja, y Maggie se sorprendió. Sintió que él se acercaba y miraba por encima de su hombro.

– ¿Quieres decir que sólo quería dejarla inconsciente? -preguntó Racine.

Maggie intentó no distraerse y pegó la cinta transparente a la piel de la chica, apretándola contra una de las marcas de ligadura.

– Puede que disfrutara viéndola desmayarse -dijo Tully; justamente lo que Maggie estaba pensando-. Tal vez sea parte de una especie de asfixia masturbatoria.

– Eso explicaría por qué murió sentada -dijo Maggie-. Puede que su postura formara parte del sórdido juego de su asesino.

– ¿Qué estás haciendo con el celo? -le preguntó Racine.

Ah, así que la detective reconocía al fin que había algo que ignoraba. Maggie levantó el celo y Stan sujetó un portaobjetos para que lo pegara. Cuando estuvo bien adherido, Maggie lo levantó hacia la luz.

– A veces, dependiendo de lo que usara el asesino, se pueden recoger las fibras que han quedado en las marcas.

– Eso, si usó una cuerda o alguna prenda de ropa -añadió Tully.

– O algún tipo de tela o de nailon. Aquí no parece que haya ninguna fibra. Pero hay algo extraño. Parece brillantina.

– ¿Brillantina? -Stan parecía de pronto interesado. Maggie le dio el portaobjetos y volvió a examinar la garganta de la chica.

– Debió de usar algo resistente y fino -se puso un par de guantes nuevos-. Seguramente una soga. Tal vez algo parecido a una cuerda de tender -inspeccionó los lados del cuello-. No hay marcas de nudos.

– ¿Significa eso algo? -preguntó Tully.

– Podría ayudarnos, si ese tipo ha matado ya antes. Quizá podríamos encontrar en el PDCV algún dato que encajara. Algunos asesinos usan siempre el mismo tipo de nudo. Ése fue uno de los factores que ayudaron a identificar al Estrangulador de Boston. Utilizó el mismo nudo con sus trece víctimas.

– O'Dell, hay que reconocer que sabes un huevo sobre asesinos en serie -dijo Racine con sorna.

Maggie sabía que sólo era una broma inocente, pero replicó:

– A ti no te vendría mal saber un poco más. Puedes apostar a que los asesinos saben mucho -en cuanto aquellas palabras salieron de su boca, se arrepintió de haberlas pronunciado.

– Tal vez deba ir a Quantico a que me des unas clases.

«Estupendo», pensó Maggie. Era lo que le hacía falta: tener a Julia Racine como alumna. ¿O acaso era eso lo que esperaba Racine? ¿Aspiraba quizá la detective a ingresar en el FBI? Maggie ahuyentó aquella idea y se concentró en la garganta de la chica.

Pasó el dedo índice por las marcas profundas y enrojecidas. Al hacerlo, notó un bulto, una hinchazón en la parte inferior de la garganta de la chica.

– Espera un momento. Stan, ¿le has examinado ya la boca?

– Aún no. Pero habrá que tomar las huellas dentales si no llevaba identificación.

– Creo que tiene algo en la garganta.

Maggie vaciló. Los demás se mantenían en suspenso a su alrededor, expectantes. En cuanto Maggie le abrió la boca, notó un olor dulzón a almendras. Vaciló de nuevo y miró a Stan.

– ¿Hueles eso?

Stan husmeó el aire. Maggie sabía que no todo el mundo era capaz de percibir aquel olor; en realidad, sólo el cincuenta por ciento de la población podía notarlo. Fue Tully quien finalmente contestó.

– ¿Cianuro?

Maggie utilizó el dedo índice para examinar el interior de las mejillas y sacó una cápsula parcialmente disuelta. Stan levantó una bolsa de plástico abierta.

– ¿Qué pasa con el cianuro últimamente? -dijo Stan, y al instante advirtió la mirada de advertencia que le lanzaba Maggie.

– ¿Qué clase de loco hijo de puta le da a su víctima cianuro después de estrangularla? ¿O es eso lo que le causó la muerte? -Racine estaba impaciente. No pareció notar las miradas que intercambiaron Stan y Maggie, que habían reconocido la cápsula roja y blanca. Estaba ésta lo bastante intacta como para ver que llevaba impresa la misma marca que las píldoras que habían extraído de los cuerpos de los cinco chicos de la cabaña el fin de semana anterior.

– Aún no he llegado tan lejos -contestó Stan finalmente.

Él también empezaba a impacientarse, pero de momento se callaba lo que sabía. Evidentemente, había adivinado el sentido de la mirada ansiosa de Maggie. Si había un vínculo entre la chica y los chavales de la cabaña, Racine se enteraría muy pronto. Pero, de momento, era una de las pocas cosas que habían logrado hurtarles a los medios de comunicación, y Maggie quería que siguiera siendo así,

– Tenía la boca cerrada con cinta aislante -dijo Stan-. Yo mismo embolsé la cinta.

– Seguramente el asesino le metió la píldora en la boca y se la tapó mientras estaba inconsciente -dijo Tully, intentando explicar el hecho de que la cápsula estuviera en parte disuelta. Las glándulas salivales de la chica tenían que funcionar aún para que la cápsula empezara a disolverse.

Maggie miró a Tully y notó que él también había reconocido la cápsula y había adivinado lo que estaba ocurriendo. Así que Racine era la única que permanecía en la ignorancia. No estaba mal como táctica. Maggie se resistía a sentirse culpable por escamotearle aquella información a la detective, sobre todo teniendo en cuenta lo ocurrido la última vez que trabajaron juntas.

– Parece ensañamiento -dijo Racine.

– O un modo de asegurarse de que la mataba -añadió Stan, siguiéndole la corriente.

– Lamento interrumpir vuestra tormenta de ideas, chicos -dijo Maggie-. Pero aquí dentro hay algo más. Stan, ¿podrías alcanzarme esas pinzas?

Abrió la boca de la chica todo lo que permitían sus mandíbulas agarrotadas y achicó los ojos mientras asía con las pinzas un objeto alojado en la garganta. Lo que extrajo estaba cubierto de sangre, doblado y arrugado, pero era aún reconocible.

– Creo que acabo de encontrar su identificación -les dijo Maggie, y levantó lo que parecía un carné de conducir estrujado.

Capítulo 27

Tully estaba bebiéndose una coca-cola. Se alegraba de que hubieran hecho una pausa. Wenhoff había llevado el carné y las huellas dactilares de la chica de diecisiete años al laboratorio del piso de arriba. Pero Tully sabía que no encontrarían antecedentes, ni denuncias de desaparición concernientes a Virginia Brier. Por la depilación a la cera de las ingles y las marcas de bronceado de mediados de noviembre, Tully sabía que Virginia Brier no era una víctima de alto riesgo. No era una prostituta, ni una marginada, ni una sin techo. Tully había deducido que procedía de un buen hogar, de una familia de clase media o incluso alta. En algún lugar había unos padres que esperaban aún que su hija volviera a casa después de su salida de la noche anterior, o que se estaban volviendo locos porque era demasiado pronto para denunciar su desaparición. Recordó cómo había esperado a Emma despierto la noche anterior. Su hija sólo había llegado veinte minutos tarde, pero ¿y si…?