– Eh, Tully…
Se dio cuenta de que O'Dell lo estaba observando otra vez con preocupación.
– ¿Te encuentras bien?
– Sí, estoy bien. Un poco cansado. Anoche me acosté tarde.
– ¿Ah, sí? ¿Tuviste una cita? -Racine se sentó sobre una encimera vacía; sus largas piernas le permitieron hacerlo con un movimiento ágil y suave.
– Me quedé viendo La ventana indiscreta con mi hija.
– ¿Jimmy Stewart y Grace Kelly? Me encanta esa película. Me parece que no sabía que estabas casado, Tully.
– Divorciado.
– Ah, bueno -la detective le sonrió como si se alegrara. La mayoría de la gente mascullaba automáticamente una disculpa, cosa que él tampoco entendía.
Miró a O'Dell, que fingía estar ocupada con unas bolsas de pruebas, en lugar de prestarles atención a los coqueteos de Racine. O, al menos, Tully creía que Racine estaba coqueteando con él. A él nunca se le habían dado bien aquellas cosas; a decir verdad, la mayoría de las veces ni siquiera se daba cuenta. Por lo menos O'Dell estaba intentando comportarse con Racine, como si el mostrarse amable con ella compensara en cierto modo el hecho de mantenerla en la ignorancia respecto a la cápsula de cianuro. Tully no estaba seguro de que hicieran bien ocultándole aquella información. A fin de cuentas, el caso era de Racine, no suyo. Ellos sólo estaban allí en calidad de asesores.
Tully se preguntaba aún por qué se había avisado a la Unidad de Ciencias del Comportamiento para aquel caso. ¿Quién había llamado a Cunningham y qué sabía exactamente esa persona? ¿Habría sugerido alguien una relación entre aquella chica y los cinco jóvenes de la cabaña? Y, si era así, ¿de quién se trataba y cómo lo sabía? Evidentemente no era nadie del Departamento de Policía de Washington D.C., porque Racine parecía no tener ni idea.
Todavía tenía el estómago un poco revuelto, aunque la coca-cola le había aliviado un poco. Se encontraba bien, siempre y cuando se concentrara en el caso y no se parara a pensar que la chica asesinada podía haber sido Emma. De pronto se descubrió preguntándose qué hacía distinta a aquella chica. ¿Por qué la había elegido el asesino?
– Está bien, chicos -dijo Racine-, decidme qué sabéis.
Tully le lanzó una mirada a O'Dell. ¿Había adivinado por fin la detective que le estaban ocultando algo? Antes de que pudieran contestar, Racine añadió:
– Ahora que tenemos un rato, contadme lo que sabemos por el momento sobre el asesino. Tengo que salir de aquí y empezar a buscar a ese puto psicópata. Vosotros sois los expertos en perfiles criminales. Decidme qué se supone que debo buscar.
Tully se relajó y estuvo a punto de soltar un suspiro. O'Dell no había movido ni un músculo. Qué bien se le daba aquello. Era impresionante. Hacía poco tiempo que se conocían, pero Tully sabía ya que O'Dell mentía mucho mejor que él. Dejaría que fuera ella quien contestara a la pregunta de la detective.
– De momento, todo apunta a que se trata de un tipo muy metódico.
Racine asintió con la cabeza.
– De acuerdo, conozco la diferencia entre los asesinos metódicos y los desorganizados. Podéis ahorraros ese rollo de manual. Lo que quiero son detalles.
– Es muy pronto para eso -respondió O'Dell. Tully advirtió que, esta vez, O'Dell no estaba siendo cicatera con la detective; estaba siendo cauta. Quizá demasiado. Le debían algo a Racine.
– Yo diría que tiene entre veinticinco y treinta años -dijo-. Y una inteligencia superior a la media. Seguramente tiene un empleo estable y es posible que parezca relacionarse normalmente con la gente. No es necesariamente un solitario. Pero sí quizás un poco arrogante. Un fanfarrón.
Racine abrió una pequeña libreta y comenzó a tomar notas, a pesar de que Tully le estaba largando generalidades de manual, justamente lo que ella había dicho que no quería.
– Sabe un par de cosas sobre el procedimiento policial -añadió O'Dell, que parecía haber llegado a la conclusión de que era preferible divulgar en parte lo que sabían-. Seguramente por eso le gusta usar esposas. Además, sabe cómo se identifica un cuerpo, y sabe que, si la identificación se retrasa, tal vez tardemos más en dar con él.
Racine levantó la mirada.
– Espera un momento. ¿De qué estás hablando? ¿Crees que podría ser un ex policía o algo así?
– No necesariamente, pero puede que sepa algunas cosas sobre criminología -repuso O'Dell-. A algunos de esos tipos les fascinan estas cosas. Forma parte del juego del gato y el ratón. Pero lo que saben sobre el procedimiento policial puede proceder de series de televisión o incluso de novelas de suspense.
Tully seguía observándolas. Racine pareció darse por satisfecha y siguió escribiendo. Por lo menos no intentaban contradecirse o quedar la una por encima de la otra. De momento, al menos.
– La colocación del cuerpo también es significativa. Creo que no se trata únicamente de una forma de someter a la víctima o de obtener cierta sensación de poder -O'Dell miró a Tully para ver si quería aventurar alguna conjetura. Él le indicó que continuara-. Es posible -prosiguió ella- que sólo quisiera que admiráramos su obra. Pero en mi opinión hay algo más. Puede que se trate de algo simbólico.
– En la escena del crimen dijiste que tal vez fuera para alterar las pruebas. Para despistarnos.
– ¡Dios mío, Racine! ¿Quieres decir que me estabas escuchando?
Esta vez, para alivio de Tully, se sonrieron la una a la otra.
– Esas marcas circulares del suelo también significan algo -les recordó él-. Pero no sé qué. Todavía, al menos.
– Ah, y es zurdo -añadió O'Dell como si se acordara de pronto.
Tully y Racine la miraron, extrañados, esperando una explicación. O'Dell regresó junto al cadáver y señaló el lado derecho de la cara de la chica.
– Hay un hematoma aquí, a lo largo de la mandíbula. Y tiene una raja en este lado de la boca. Incluso sangró un poco. Está en el lado derecho, lo que significa que, si el asesino estaba de frente a ella, la golpeó de izquierda a derecha, seguramente con el puño izquierdo.
– ¿No podría haber usado el dorso de la mano derecha? -preguntó Tully, que intentaba descartar otras posibilidades.
– Tal vez, pero en ese caso el movimiento sería más de abajo a arriba -hizo una demostración, amagando a Tully con un golpe con el dorso de la mano. Tully comprendió lo que quería decir. La tendencia natural era empezar con la mano baja y subirla oblicuamente.
– Esta herida -prosiguió O'Dell- parece un golpe directo. Yo diría que es un puñetazo -cerró la mano izquierda y amagó de nuevo, esta vez de frente-. Sí, un puñetazo con la mano izquierda hacia el lado derecho de su mandíbula.
Tully advirtió que Racine los observaba en silencio, casi con asombro, o quizá con admiración. Luego, la detective volvió a concentrarse en sus notas. Fuera lo que fuese lo que había notado Tully, a O'Dell le pasó desapercibido. Ni siquiera estaba prestando atención. Claro, que siempre se comportaba así cuando otra persona parecía mirarla con estupor. La mayor parte del tiempo, a Tully le sacaba un poco de quicio con sus costumbres neuróticas, sus tácticas de mandamás y su tendencia a olvidar el procedimiento cuando le convenía. Sin embargo, aquella capacidad suya para impresionar a los demás sin darse cuenta ni darle importancia, era una de las cosas que más le gustaban de ella.
– Una cosa más -dijo O'Dell, dirigiéndose a Racine-, y no lo digo por fastidiarte. Esto no es un hecho aislado. Ese tío va a volver a matar. Y no me sorprendería que ya hubiera matado antes. Deberíamos comprobar el PDCV.