La puerta del depósito se abrió tras ellos. Al darse la vuelta, sobresaltados, vieron que Stan Wenhoff, muy pálido, sostenía en alto lo que parecía un hoja impresa por ordenador.
– Estamos metidos en un buen lío, chicos -se enjugó el sudor de la frente-. Es la hija de Henry Franklin Brier…, un puto senador de los Estados Unidos.
Capítulo 28
Complejo Everett
Justin Pratt notó que le clavaban un codo en el costado y sólo entonces cayó en la cuenta de que se había adormilado. Miró a Alice, que estaba sentada a su lado con las piernas cruzadas, como el resto de los miembros de la iglesia, pero con la cabeza y los ojos mirando al frente y la espalda muy tiesa. Con dos dedos le dio unos golpecitos en el tobillo para advertirle que se mantuviera despierto y prestara atención.
A Justin le dieron ganas de decirle que le importaba una mierda lo que dijera el Padre esa noche o cualquier otra. Y, después de lo sucedido la noche anterior, deseaba que a Alice también le importara una mierda. ¡Joder! Estaba tan cansado… Lo único que quería era cerrar los ojos, aunque fueran sólo unos minutos. Podía escuchar, aunque tuviera los ojos cerrados. Empezaron a cerrársele los párpados, y de pronto notó un pellizco. Se enderezó y se frotó la cara con las manos, hundiéndose el pulgar y el índice en los ojos. Otro codazo. ¡Hostias!
Miró a Alice, enfadado, pero ella seguía mirando con adoración al Padre, sin inmutarse. Quizá le gustaba lo que aquel tipo le había hecho la noche anterior. Quizás había disfrutado y lo que a Justin le había parecido una mueca de repulsión fuera en realidad una expresión de éxtasis. ¡Mierda! Estaba hecho polvo. Tenía que dejar de pensar en lo de la noche anterior. Se sentó, muy recto, y cruzó las manos sobre el regazo.
Esa noche, el Padre había vuelto a arremeter contra el gobierno, uno de sus temas predilectos. Justin tenía que admitir que algunas de las cosas que decía tenían sentido. Recordaba que su abuelo les había contado a Eric y a él muchas historias sobre las conspiraciones del gobierno. Cómo había asesinado el gobierno a JFK. Y cómo las Naciones Unidas eran en realidad un complot para dominar el mundo.
Su padre decía que al viejo le faltaban un par de tornillos, pero Justin quería y admiraba a su abuelo. Había sido un héroe de guerra. Tenía la Medalla de Honor del Congreso por salvar a todo su escuadrón en Vietnam. Justin había visto la medalla, así como las fotos y las cartas; una de ellas, del presidente Lyndon Johnson. Era una pasada. Pero Justin sabía que su padre despreciaba aquellas cosas. Seguramente por eso él quería al viejo, porque su abuelo y él tenían algo en común: ninguno de los dos le había dado nunca una alegría a su padre. Luego, el año anterior, su abuelo murió. Justin todavía estaba cabreado con él por haberlo dejado solo. Sabía que era una gilipollez. Su abuelo no tenía la culpa de haberse muerto, pero echaba de menos al viejo. No tenía a nadie con quien hablar; sobre todo, después de que Eric se marchara.
Sabía que Eric echaba también de menos al abuelo, aunque era demasiado machito para admitirlo. Menos de tres semanas después del entierro, Eric dejó la universidad de Brown, y en casa estalló el caos.
– Disculpa, ¿te estoy aburriendo? -la voz del Padre retumbó en la habitación.
Justin se irguió, pero ya estaba todo lo tieso que podía estar. Sintió que Alice le agarraba el tobillo con tanta fuerza que le clavó las uñas en los calcetines y la piel.
¡Mierda! Se había metido en un buen lío. Alice le había advertido que quedarse dormido durante las charlas del Padre podía significar un severo castigo. Bah, ¡qué demonios! ¿Qué más daba si le mandaba otra vez al bosque? Quizás esta vez se largara. Estaba harto de aquella mierda. Quizá pudiera reunirse con Eric en alguna parte.
– Contesta -ordenó el Padre mientras la sala permanecía en silencio. Nadie se atrevió a girarse para mirar al culpable-. ¿Lo que digo te parece tan aburrido que preferirías irte a dormir?
Justin levantó la mirada, preparado para afrontar su castigo, pero el Padre estaba mirando hacia su izquierda. El viejo sentado junto a él comenzó a removerse, intranquilo. Justin notó que sus manos callosas apretaban el bajo de su camisa de faena azul. Lo conocía; era uno de los albañiles. Con razón se estaba durmiendo. Los albañiles trabajaban de sol a sol para acabar de reformar la casa del Padre antes de que cayera el invierno, lo cual era absurdo si iban a mudarse todos a una especie de paraíso. Sin duda otros albañiles levantarían la voz para recordarle al Padre que llevaban muchas horas trabajando. Pero todo el mundo guardó silencio y esperó.
– Martin, ¿qué tienes que decir en tu favor?
– Creo que…
– Levántate cuando te dirijas a mí.
Durante los sermones, todos los miembros debían permanecer sentados en el suelo. Justin no lograba entender por qué el Padre era él único que tenía una silla. Alice había intentado explicarle que ninguna cabeza debía quedar por encima de la del Padre cuando éste hablaba. Justin se habría echado a reír al oírla, de no ser por la expresión grave, casi reverencial, de su rostro.
– Hay traidores entre nosotros -bramó el Padre-. Un periodista intenta destruirnos con horrendas mentiras. No es momento para que nos sorprendan durmiendo. ¡He dicho que te levantes!
Justin vio que el viejo desdoblaba las piernas y se ponía en pie con esfuerzo. Le daba pena el pobre diablo. Después de tres horas, él también tenía calambres. El viejo le recordaba a su abuelo; era bajo y enjuto, pero fibroso. Seguramente era más joven y fuerte de lo que sugería su piel cuarteada. Le lanzó una mirada a Justin y luego apartó los ojos. Justin recordó que no debía mirarlo. Por el rabillo del ojo, vio que los demás tenían los ojos bajos y la cabeza vuelta hacia el frente de la habitación.
– Martin, nos estás haciendo perder el tiempo a todos. Quizás, en lugar de darnos una explicación, necesites que te recuerden lo que pasa cuando se hace perder el tiempo a los demás -el Padre les hizo una seña a sus dos guardaespaldas, y éstos desaparecieron por la puerta de atrás-.Ven aquí, Martin, y trae contigo a Aaron.
– No, espere… -protestó Martin mientras avanzaba hacia la parte delantera de la sala, esquivando cuidadosamente a los miembros de la iglesia sentados sin orden ni concierto por el suelo-. Castígueme a mí -dijo-, pero no le haga nada a mi hijo.
Pero Aaron, un chico rubio y de piel muy blanca, ya se estaba acercando al Padre. Justin calculó que tenía más o menos su edad, sólo que era bajito y fibroso, como su padre, y se mostraba extrañamente ansioso por complacer al reverendo.
– Martin, sabes que aquí no hay padres ni hijos. Ni madre, ni hijas. Ni hermanos, ni hermanas -la voz del Padre sonó de nuevo serena y tranquilizadora-. Todos pertenecemos a una sola unidad, a una sola familia.
– Claro, yo sólo quería decir que… -Martin se detuvo al ver que los guardias volvían llevando lo que parecía una gruesa y larga manguera.
Entonces la manguera de movió.
– ¡Mierda! -masculló Justin, y se giró rápidamente para ver si alguien había oído su exclamación por encima de los gemidos de sorpresa de los demás. Porque lo que llevaban los guardias era la serpiente más grande que había visto Justin.
Lanzó una mirada al rostro del Padre mientras los demás volvían a guardar silencio. El reverendo observaba la reacción de su público con una sonrisa y asentía, satisfecho. De pronto, sus ojos se encontraron con los de Justin y su sonrisa se convirtió en ceño. Justin apartó la mirada y bajó la cabeza. ¡Joder! ¿Se habría metido en un lío? Aguardó a que lo llamaran y se dio cuenta de que el corazón le golpeaba las costillas. ¿Le traicionaría su sonido en medio de aquel puto silencio?