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– Aaron -dijo el Padre-, quiero que agarres esta serpiente y la coloques alrededor del cuello de Martin.

No hubo exclamaciones de sorpresa, sino un nuevo silencio, como si toda la gente que había en la habitación contuviera el aliento al mismo tiempo.

– Pero Padre… -la voz de Aaron parecía la de un niño pequeño. Justin hizo una mueca. Estúpido chiquillo. No muestres debilidad. No le dejes notar que tienes miedo.

– Aaron, me sorprendes -la voz del reverendo sonó suave y dulce, y Justin se encogió aún más-. ¿Acaso no viniste a mí la semana pasada para decirme que estabas preparado para convertirte en uno de mis soldados? ¿En uno de nuestros justicieros?

– Sí, pero…

– Pues deja de lloriquear y haz lo que te digo -gritó, y su cambio de tono les sobresaltó a todos.

Aaron miró al Padre y a Martin y luego miró la serpiente. Justin no podía creer que se lo pensara siquiera. Pero ¿qué alternativa tenía, si no quería que la puta serpiente acabara alrededor de su propio cuello? Seguro que era sólo una prueba. Sí, eso era. Justin no sabía mucho sobre la Biblia, pero ¿no había una historia bíblica en la que Dios le pedía a un padre que matara a su propio hijo? Luego, en el último momento, Dios le detenía. Eso tenía que ser.

Justin respiró hondo, pero no pareció extraer alivio alguno de aquella súbita idea. Lo único que sentía eran las uñas de Alice clavándose más y más en su tobillo.

Aaron agarró la serpiente. Martin, que entre tanto se había mantenido firme y erguido, empezó a sollozar tan violentamente que se convulsionó cuando Aaron y uno de los guardias le pusieron la serpiente alrededor del cuello y de los hombros.

– No deben sorprendernos durmiendo -dijo el Padre con calma, como si aquella fuera otra de sus enseñanzas-. Nuestros enemigos están más cerca de lo que creéis. Sólo los que entre nosotros sean fuertes y observen estrictamente nuestras normas sobrevivirán.

Justin se preguntó si alguien le estaba escuchando. A él le costaba oír sus palabras por encima del golpeteo de su corazón mientras veía cómo se iba enroscando la serpiente y cómo se iba hinchando y enrojeciendo la cara de Martin. Dominado por el pánico, el viejo clavó los dedos en la serpiente.

– Sólo hace falta una persona -continuó el Padre-, una sola, para traicionarnos, para destruirnos a todos.

Justin no podía creerlo. El Padre ni siquiera miraba a Martin. Sin duda pararía aquello de un momento a otro. ¿No bastaba ya como prueba? El viejo tenía los ojos en blanco; la lengua le colgaba de la boca. Iba a estallarle la cabeza. Iba a estallarle la puta cabeza.

– Debemos recordar… -el Padre se detuvo y miró el charco que se iba formando alrededor de sus zapatos. Martin se había orinado encima. El Padre levantó un pie y su rostro se contrajo en una expresión de asco. Les hizo una seña a los guardias-. Quitadle la serpiente -dijo, como si sólo lo hiciera porque no quería que se le mancharan los zapatos.

Hicieron falta los dos guardias y Aaron para quitar la serpiente. Martin se desplomó allí mismo. Pero el Padre continuó hablando como si aquello fuera una distracción sin importancia, pasó por encima del cuerpo de Martin y le dio la espalda mientras el viejo se alejaba, arrastrándose.

– Debemos recordar que no hay lealtades, ni vínculos, excepto los que se refieren al triunfo de nuestra misión. Debemos liberarnos de los mezquinos deseos del mundo material.

El Padre parecía dirigirse a un grupo en particular, y especialmente a una mujer que estaba sentada en primera fila. Justin la reconoció. Era una de las que formaban la camarilla del reverendo durante las concentraciones, un grupo de unos doce miembros de la iglesia que llegaban en autobús a los mítines. Todos vivían y trabajaban fuera del complejo, y aún no se habían unido del todo a la comunidad. Alice le había explicado que aquellas personas tenían importantes lazos con el mundo exterior, o que no se habían ganado aún la confianza del Padre.

Al acabar la reunión, Justin vio que el reverendo se acercaba a aquella mujer, le daba ambas manos para ayudarla a levantarse y la abrazaba. Seguramente le estaba metiendo mano. Justin pensó que se parecía a las amigas del club de campo de su madre, con aquel traje azul y aquella chillona bufanda roja.

Capítulo 29

A aquella hora de la noche, Kathleen O'Dell aún echaba de menos una copita de bourbon, un martini removido -no agitado- o incluso un trago de brandy. Miró la bandeja con la tetera de porcelana de reborde dorado y vio que el reverendo Everett servía sendas tazas de té caliente para Emily, Stephen y ella. Entre tanto, pensó sin poder remediarlo que odiaba el té. Daba lo mismo que fuera herbal, especiado, o que se lo sirvieran con limón, miel o leche. Sólo su aroma le daba ganas de vomitar.

El té le recordaba el infierno de sus primeras semanas de abstinencia. El Padre se pasaba por su apartamento varias veces por semana y dedicaba generosamente su precioso tiempo a prepararle un té especial, hecho de hojas importadas de no sé qué sitio exótico de Sudamérica. Decía que tenía poderes mágicos. A Kathleen le parecía que le hacía alucinar y le provocaba dolorosos fogonazos de luz brillante tras los ojos. Después, le revolvía violentamente el estómago. Pero el Padre siempre estaba allí, a su lado, y le decía con mucha paciencia que Dios tenía planes distintos para ella; o, más concretamente, se lo decía a su nuca mientras ella vomitaba en la taza del váter.

Kathleen sonrió cuando el Padre le dio una taza como si le apeteciera muchísimo el té. Le debía muchas cosas a aquel hombre, y él pedía tan poco a cambio… Aparentar que le gustaba su té era un sacrificio muy pequeño.

Estaban todos sentados delante de la chimenea, en los suaves sillones de cuero que al Padre le había regalado un rico benefactor. Todos bebían su infusión, y Kathleen se llevó la taza a los labios y se obligó a imitarles. La conversación languidecía. Todavía estaban un poco aturdidos por la vigorosa actuación del reverendo, pero nadie dudada de la necesidad de que Martin recibiera un escarmiento. ¿Cómo se atrevía a quedarse dormido?

Notó que el padre los observaba a los tres, sus embajadores en el mundo exterior, como él los llamaba. Cada uno de ellos desempeñaba un papel importante; una tarea, asignada por el reverendo, que sólo él o ella podía llevar a cabo. A cambio, el Padre les permitía participar en aquellas reuniones privadas y les concedía el disfrute, sumamente raro, de su tiempo y su confianza. Tenía tantas obligaciones… Había tanta gente que lo necesitaba para sanar sus heridas y salvar su alma… Entre los mítines de fin de semana y los sermones diarios, el pobre hombre apenas tenía tiempo para sí mismo. Soportaba tanta presión… Se esperaba tanto de él…

– Estáis todos muy callados esta noche -el reverendo, sentado en la enorme butaca colocada junto al fuego, les sonrió-. ¿Os ha impresionado la lección de esta noche?

Se miraron rápidamente entre ellos. Kathleen volvió a beber de su té; de pronto prefería el té a hablar y meter la pata. Miró por encima del borde de la taza. Poco antes, durante el sermón, Emily había estado a punto de desmayarse. Kathleen la había sentido apoyarse en ella mientras la boa constrictor estrangulaba a Martin, cuya cara iba convirtiéndose en un globo de color púrpura. Pero sabía que Emily jamás admitiría tal cosa.

Y Stephen, con su… Se detuvo, intentando cumplir la promesa de no pensar en Stephen de aquel modo. A fin de cuentas, era bastante listo y tenía otras cualidades que nada tenían que ver con su… Bueno, con sus preferencias sexuales. Pero Kathleen sabía que seguramente estaba tan conmocionado y estupefacto que se había quedado sin habla. Quizá por eso el Padre la miraba fijamente, como si le hubiera dirigido la pregunta sólo a ella. Sus ojos, sin embargo, tenían una expresión amistosa que la hacía sentirse de nuevo como si al Padre sólo le importara lo que ella pensaba.