– Sí, me ha impresionado -dijo, y vio que Emily abría mucho los ojos, como si fuera a desmayarse otra vez-. Pero comprendo la importancia del escarmiento. Ha sido una decisión muy sabia elegir una serpiente -añadió.
– ¿Por qué dices eso, Kathleen? -el Padre se inclinó hacia delante, animándola a continuar, como si estuviera ansioso por saber por qué era tan sabio. Como si no lo supiera ya.
– Bueno, a fin de cuentas una serpiente contribuyó a la traición de Eva y a la destrucción del paraíso, y Martin ha demostrado al quedarse dormido que podría traicionarnos a todos y destruir nuestras esperanzas de construir nuestro paraíso.
El Padre asintió, complacido, y la recompensó dándole una palmadita en la rodilla. Esa noche, su mano se demoró más de lo habitual, y sus dedos se desplegaron sobre su muslo, acariciadores. Kathleen sintió una oleada de calor. De pronto le pareció que la energía del reverendo atravesaba sus medias y su piel y corría por sus venas con un estremecimiento.
Él apartó por fin la mano y fijó su atención en Stephen.
– Y, hablando de nuestro paraíso, ¿qué has averiguado acerca de nuestro posible traslado a Sudamérica?
– Como pensaba, habrá que hacerlo en varias oleadas. En viajes de unos veinte o treinta cada vez.
– ¿Sudamérica? -Kathleen no entendía nada-. Pensaba que íbamos a ir a Colorado.
Stephen no la miró a los ojos. Desvió la mirada, avergonzado, como si le hubieran sorprendido desvelando un secreto. Ella miró al reverendo en busca de una respuesta.
– Claro que vamos a ir a Colorado, Kathleen. Esto es solamente un plan de emergencia. Nadie más lo sabe, y no debe salir de esta habitación -añadió. Ella examinó su rostro para ver si estaba enfadado, pero el reverendo sonrió y dijo-. Vosotros tres sois los únicos en quienes puedo confiar.
– Entonces, ¿vamos a ir a Colorado? -Kathleen se había enamorado de las diapositivas que les habían enseñado, en las que se veían manantiales termales, hermosos arces y flores silvestres. ¿Qué sabía ella de Sudamérica? Parecía un lugar muy distante, remoto y primitivo.
– Sí, por supuesto -contestó él-. Esto es por si acaso tuviéramos que salir del país.
Ella no parecía convencida. El reverendo la tomó de las manos delicadamente, como si fueran frágiles pétalos de rosa.
– Debes confiar en mí, mi querida Kathleen. Jamás permitiría que os sucediera nada malo. Pero hay personas, seres malvados, en los medios de comunicación y en el gobierno, que desean destruirnos.
– Personas como Ben Garrison -dijo Stephen con un extraño bufido que sorprendió a Kathleen y arrancó al Padre una sonrisa.
– Sí, personas como Ben Garrison. Sólo pudo pasar un par de días en el complejo ante de que descubriéramos sus verdaderas intenciones, pero aún ignoramos qué vio y qué sabe. Qué mentiras podría contarle al resto del mundo -sujetaba aún distraídamente las manos de Kathleen y empezó a acariciarle las palmas mientras seguía dirigiéndose a Stephen-. ¿Qué sabemos de la cabaña? ¿Cómo se enteraron los federales de su existencia?
– Todavía no estoy seguro. Quizás a través de un antiguo miembro.
– Quizás.
– Todo se ha perdido -contestó Stephen, y se miró las manos, incapaz de enfrentarse a los ojos del reverendo.
– ¿Todo?
Stephen se limitó a asentir con la cabeza.
Kathleen no tenía ni idea de a qué se referían, pero el Padre y Stephen hablaban a menudo de misiones secretas que a ella no la incumbían. En ese momento, sólo podía pensar en cómo le acariciaba el Padre las manos, haciendo que se sintiera especial y, al mismo tiempo, acalorada e incómoda. Deseaba retirar las manos, pero sabía que no debía hacerlo. Sólo era un gesto de compasión. ¿Cómo se atrevía a pensar otra cosa? Notó que se ponía colorada al pensarlo.
– Hay un cabo suelto -dijo Stephen.
– Sí, lo sé. Me ocuparé de eso. ¿Habrá que…? -el reverendo titubeó, como si buscara la palabra correcta-. ¿Habrá que acelerar la partida?
Stephen sacó unos papeles y un mapa, se acercó al Padre y clavó un rodilla en el suelo para enseñarle todo aquello. Kathleen lo observaba, concentrada en sus gestos. Stephen no dejaba de asombrarla. Aunque alto y delgado, con una impecable tez negra, rasgos infantiles y una mente incisiva, parecía tímido y callado, como si siempre estuviera esperando permiso para hablar. El Padre decía que Stephen era brillante, pero al mismo tiempo demasiado humilde, tardo para aceptar sus méritos y demasiado vulgar en sus ademanes como para sobresalir. Era uno de esos hombres que rara vez llamaban la atención. Y Kathleen se preguntaba si eso hacía más fácil o más difícil su trabajo cotidiano.
Intentó recordar a qué se dedicaba en el Capitolio. Aunque se pasaba horas conversando con Stephen y Emily, sabía muy poco de ellos. Stephen parecía tener un puesto importante. Kathleen le había oído mencionar algo sobre el nivel de su pase de seguridad, y siempre dejaba caer el nombre de algún senador o de sus secretarios, con los que hablaba o con los que se mantenía en contacto. Fuera cual fuese su puesto, saltaba a la vista que era de gran ayuda para el Padre y para la iglesia.
Stephen acabó con sus papeles, se levantó y se retiró. Kathleen cayó en la cuenta de que no había escuchado ni una sola palabra de su conversación. Miró la cara del padre para ver si lo había notado. Su piel olivácea y su mandíbula hirsuta le hacían parecer mayor, aunque sólo tenía cuarenta y seis años. Había nuevas arrugas alrededor de sus ojos y su boca. Soportaba demasiada presión para un solo hombre. Eso era lo que les decía a menudo, pero luego añadía que no tenía elección, que Dios lo había elegido para conducir a sus seguidores a una vida mejor. Por fin soltó las manos de Kathleen y las cruzó sobre el regazo. Al principio, Kathleen pensó que estaba rezando, pero luego se dio cuenta de que estaba retorciendo el bajo de su chaqueta, en un gesto sutil, pero inquietante.
– Los que pretenden destruirnos se acercan cada día más -les confió en voz baja-. Yo puedo destruir a algunos de nuestros enemigos, pero a otros sólo podemos acallarlos de momento. Todo lo que había almacenado en la cabaña era para nuestra seguridad. Si se ha perdido, habrá que encontrar otro modo de protegernos. Debemos guardarnos de quienes pretenden destruirnos. De quienes envidian mi poder. Lo que más me preocupa es sentir la deslealtad en nuestras filas.
Emily dejó escapar un gemido de angustia, y a Kathleen le dieron ganas de abofetearla. ¿Es que no se daba cuenta de que aquello era terrible para el Padre? El reverendo necesitaba su fortaleza y su apoyo, no su pánico. Aunque no estaba segura de a qué deslealtades se refería. Sabía que había varios miembros de la iglesia que se habían marchado; algunos de ellos hacía poco tiempo. Y luego estaba, naturalmente, el periodista, aquel fotógrafo que se había hecho pasar por un alma perdida para acceder al complejo.
– Nadie que se oponga a mí quedará impune -al decir esto, el Padre no parecía enfadado, sino triste, y los miraba como si les suplicara ayuda, a pesar de que aquel hombre fuerte y santo jamás pediría tal cosa, al menos en persona. A Kathleen le dieron ganas de decir o hacer algo para reconfortarlo.
– Cuento con vosotros tres -prosiguió el reverendo-. Sólo vosotros podéis ayudarme. No debemos permitir que las mentiras nos destruyan. No podemos confiar en nadie. No debemos permitir que destruyan nuestra Iglesia -la calma se transformó lentamente en ira, sus manos se volvieron puños y su tez pasó de olivácea a púrpura. Su voz, sin embargo, sonaba firme-. El que no está con nosotros, está contra nosotros. Los que están contra nosotros sienten envidian de nuestra fe, celos de nuestra sabiduría y de los dones que nos ha concedido Dios.