Dio un puñetazo en el brazo de la silla, y Kathleen se sobresaltó. El reverendo no pareció notarlo y siguió hablando como si la rabia se hubiera adueñado de él. Kathleen nunca lo había visto así. Le salía saliva por las comisuras de la boca al hablar.
– Ansían mi poder. Quieren destruirme porque conozco sus secretos. Pero no destruirán lo que tanto esfuerzo me ha costado construir. ¿Cómo se atreven a pensar siquiera que pueden derrotarme? ¿Que pueden destruirme? Veo el final. Vendrá en una bola de fuego, si deciden destruirme.
Kathleen lo observaba, incómoda, pero sin moverse. Tal vez aquel fuera uno de los éxtasis proféticos del reverendo. Les había hablado de sus visiones, de sus temblores, de sus conversaciones con Dios, pero nadie había presenciado aquellos accesos místicos. ¿Era eso lo que estaba pasando? ¿Por esa razón se hinchaban las venas de su frente y le rechinaban los dientes? ¿Era eso lo que pasaba cuando se hablaba con Dios? ¿Cómo iba a saberlo ella? Ella había dejado de hablar con Dios hacía una eternidad. Justo cuando empezó a creer en el poder de Jack Daniels y Jim Beam.
El reverendo, sin embargo, parecía tener un don especial, cierta sabiduría, habilidades casi psíquicas. ¿Cómo, si no, era capaz de adivinar tan certeramente los temores de la gente? ¿Cómo si no iba a saber tanto sobre cosas que los medios de comunicación y el gobierno ocultaban a ojos de todo el mundo?
Al principio, le había chocado que les dijera que el gobierno ponía en el agua productos químicos, como flúor, para provocar cáncer, o que inoculaba la bacteria E.coli a vacas sanas para difundir el pánico entre la población. O que ponía micrófonos en los teléfonos móviles y cámaras en los cajeros automáticos. Hasta la banda magnética del dorso de las tarjetas de crédito contenía dispositivos de seguimiento. Y ahora, con Internet, el gobierno podía meterse en casa de la gente cada vez que se conectaban a la red.
Al principio, a Kathleen le había costado creerlo, pero el Padre les leía siempre artículos procedentes de fuentes que, según él, eran de toda confianza -algunos procedían de prestigiosas revistas médicas-, y todos ellos respaldaban sus afirmaciones.
El reverendo era uno de los hombres más sabios que Kathleen había conocido. Todavía no sabía si le importaba o no que su alma se hubiera salvado. Lo que le importaba era que, por primera vez desde hacía más de dos décadas, volvía a creer en alguien y se hallaba rodeada de personas que se interesaban por ella. Formaba parte de una comunidad, de una entidad más importante y trascendental que ella misma. Eso era algo que nunca había experimentado.
– ¿Kathleen?
– ¿Sí, Padre?
El reverendo, que les estaba sirviendo más té, frunció el ceño al notar que ella apenas había tocado el suyo. Pero en lugar de echarle un sermón sobre las propiedades curativas de su infusión, dijo:
– ¿Qué puedes decirme de tu desayuno con tu hija?
– Ah, eso. Fue agradable -mintió; no quería confesar que Maggie la había dejado plantada antes de que llegaran a pedir el desayuno-. Le dije a Maggie que quizás podríamos celebrar juntas Acción de Gracias.
– ¿Y? Espero que no se haya disculpado alegando que estará fuera, ocupada en hacer el perfil psicológico de algún caso importante, ¿verdad?
El reverendo parecía muy preocupado por su relación con Maggie. Kathleen se sintió culpable por darle más quebraderos de cabeza, con todos los problemas que tenía ya.
– Oh, no, no creo. Parecía hacerle mucha ilusión -mintió de nuevo, ansiosa por complacerle. A fin de cuentas, él decía a menudo que el fin justificaba los medios. Tenía tantas presiones… Ella no podía darle otra preocupación. Además, entre Maggie y ella todo iría bien. Como siempre-. Me hace mucha ilusión preparar una auténtica cena de Acción de Gracias. Muchísimas gracias por sugerirlo.
– Es importante que las cosas se arreglen entre vosotras -dijo el reverendo.
Llevaba meses animándola a acercarse a Maggie. Kathleen estaba un poco desconcertada. Por lo general, el Padre insistía en que los miembros de su iglesia debían desprenderse de sus vínculos familiares. Esa misma noche, con Martin y Aaron, había dicho en el sermón que no había padres ni hijos, ni madres ni hijas. Pero Kathleen estaba segura de que tenía una buena razón. Si insistía, era por su bien. Seguramente sabía que necesitaba restañar su relación con Maggie antes de que se marcharan a Colorado. Sí, eso era. Para que, de ese modo, pudiera sentirse verdaderamente libre.
En ese momento se preguntó cómo sabía el Padre que Maggie trabajaba como experta en la elaboración de perfiles criminales para el FBI. Estaba segura de no habérselo dicho. La mitad del tiempo ni siquiera se acordaba de cómo se llamaba la profesión de su hija. Pero, naturalmente, el reverendo se había tomado la molestia de averiguarlo. Kathleen sonrió para sí misma, complacida porque se preocupara por ella hasta el punto de molestarse en averiguar aquellos pequeños detalles. Tendría que hacer un esfuerzo por cenar con Maggie en Acción de Gracias. Era lo menos que podía hacer, si tanto significaba para el reverendo Everett.
Capítulo 30
Newburgh Heights, Virginia
Maggie apoyó la frente contra el frío cristal y contempló las gotas de lluvia que se deslizaban por la ventana de la cocina. La niebla, que descendía en jirones sobre su extenso y solitario jardín, le recordó por segunda vez en dos días a espectros que danzaran en remolinos. Era ridículo. Ella no creía en fantasmas. Creía en las cosas que conocía, en las cosas, blancas y negras, que podía ver y tocar. El gris era demasiado complejo.
Sin embargo, cada vez que veía un cadáver, cada vez que ayudaba a seccionar su carne y a desalojar lo que antes habían sido sus palpitantes entrañas, se descubría reafirmándose -quizá sólo poseída por la esperanza- en su creencia de que había allí algo eterno, algo que nadie podía ver ni alcanzar a comprender, algo que había escapado del caparazón putrefacto que dejaba la muerte. Si las cosas eran así, el espíritu de Ginny Brier, su alma, estaba en otro lugar, quizá con Delaney y con su padre, y todos ellos compartían sus horrendos últimos momentos mientras giraban en jirones de niebla gris alrededor de los cornejos de su jardín.
¡Cielos! Tomó su copa de whisky de la encimera de la cocina y apuró lo que quedaba de un trago, intentando recordar cuántas se había bebido desde su regreso del depósito de cadáveres. Luego pensó que, si no se acordaba, poco importaba. Además, aquel abotargamiento, tan familiar, era preferible a la exasperante sensación de vacío de la que no lograba desprenderse.
Se sirvió otro whisky, y reparó de pronto en el calendario que colgaba de la pared, junto al pequeño tablero de corcho, sobre la encimera. El corcho estaba vacío; sólo había en él un par de chinchetas que no sujetaban nada. ¿No había ni una puta cosa de la que tuviera que acordarse? El calendario todavía mostraba la hoja de septiembre. Pasó las hojas hasta llegar a la de noviembre. Sólo quedaban unos días para Acción de Gracias. ¿Habría dicho en serio su madre que quería preparar la cena? Maggie ni siquiera se acordaba de cuándo había sido la última vez que intentaron celebrar una fiesta juntas, aunque, fuera cuando fuese, estaba segura de que había sido un desastre. Había muchas festividades en su memoria que hubiera preferido olvidar. Como la de cuatro años antes, cuando se pasó la Nochebuena en un duro y desvencijado sofá, a la entrada de la unidad de cuidados intensivos del hospital de Saint Anne. Mientras los demás estaban comprando regalos de último momento, o iban de casa en casa probando galletas de azúcar y yemas batidas, su madre se había pasado el día mezclando pastillas verdes y rojas con su viejo amigo Jim Beam.