Se acercó de nuevo a la ventana y observó cómo se tragaba la niebla los márgenes de su jardín. Apenas distinguía ya la silueta de los pinos que bordeaban la finca y que le recordaban a erguidos centinelas que, colocados hombro con hombro, la escudaban y protegían. Toda su infancia se había sentido perdida e indefensa; ¿por qué no iba a pasarse la edad adulta buscando formas de protegerse y dominar cuanto la rodeaba? En cierto sentido, su infancia la había hecho cautelosa, un tanto escéptica y desconfiada, claro. O, como solía decir Gwen, la había hecho inaccesible a los demás, incluidos aquellos que la querían.
De pronto pensó en Nick Morrelli. Apoyó de nuevo la frente en el cristal. No quería pensar en Nick. El reproche de su madre aún le escocía, seguramente porque era más certero de lo que quería reconocer. Hacía semanas que no hablaba con Nick, meses que no se veían. Desde que le había dicho que no quería verlo hasta que se resolviera su divorcio.
Miró su reloj, bebió otro trago de whisky y se sorprendió echando mano del teléfono. Podía pararse en cualquier momento, colgar antes de que contestara. O quizá sólo decirle hola. ¿Qué mal podía haber en oír su voz?
Una llamada, dos, tres… Dejaría un breve y amable mensaje en su contestador. Cuatro llamadas, cinco…
– ¿Diga? -era una voz de mujer.
– Sí -dijo Maggie, que no reconoció aquella voz. Tal vez se hubiera equivocado. A fin de cuentas, hacía meses que no marcaba aquel número-. ¿Está Nick Morrelli?
– Ah -dijo la mujer-, ¿llama de la oficina? ¿Es urgente?
– No, soy una amiga. ¿Está Nick?
La mujer se quedó callada un momento, como si considerara qué tenía derecho a saber una amiga. Por fin contestó:
– Um…, está en la ducha. ¿Quiere que le diga que la llame?
– No, no importa. Ya llamaré en otro momento.
Pero cuando colgó sabía que no volvería a llamar en mucho tiempo.
Capítulo 31
Reston, Virginia
Tully confiaba en que esta vez su intuición no hubiera dado en el clavo. Confiaba en que fuera simplemente una exageración de su instinto paternal. Eso se decía una y otra vez y, sin embargo, antes de marcharse del depósito de cadáveres había hecho una copia de la foto del carné de conducir de Virginia Brier y se la había guardado en el bolsillo.
Había llamado esa tarde a Emma para decirle que llegaría tarde a casa, pero que, si quería esperarlo para cenar, llevaría una pizza. Se alegró cuando ella le dijo que quería su mitad con mucho pepperoni. Al menos iban a cenar juntos, y quizá incluso se lo pasarían bien. Las habilidades culinarias de ambos no iban más allá de sándwiches de queso gratinados y sopa de sobre. A veces, cuando se sentía un poco aventurero, Tully echaba a la parrilla un par de pedazos de carne. Pero, por desgracia, nunca había sabido cómo evitar que se convirtieran en discos de hockey renegridos y secos, muy poco apetitosos.
Su pequeño búngalo de dos habitaciones en Reston, Virginia, distaba mucho de la casa de dos plantas y estilo colonial en la que habían vivido en Cleveland. Caroline se había empeñado en conservar la casa, y Tully se preguntaba si Emma querría volver a Reston después de pasar Acción de Gracias en su antigua habitación. Hacía poco tiempo que sentía aquella casa como su hogar, aunque había transcurrido casi un año desde su traslado. Por más que se quejara del asunto de la tutela, no imaginaba cómo habría sido la casa, la mudanza, la nueva ciudad, el nuevo trabajo, sin Emma.
Gracias a su hija, la casa no tenía ni el olor ni la pinta propias de la casa de un soltero, pero, mientras se abría paso entre el desbarajuste del cuarto de estar y de la cocina, Tully se preguntaba si había alguna diferencia entre el desorden propio de un soltero y el de una adolescente. Tal vez lo que le gustaba era tener objetos femeninos a su alrededor, aunque la lámpara rosa de la estantería, los patines que asomaban por debajo del sofá y los sonrientes imanes de la nevera no fueran muy de su estilo.
– Hola, papá -Emma apareció en cuanto atravesó la puerta.
Tully no se engañaba. Era el poder de la pizza lo que la atraía, no su encantadora presencia.
– Hola, tesoro -le besó la mejilla, gesto que ella toleraba únicamente cuando estaban a solas.
Llevaba los auriculares colgados del cuello, como habían acordado después de muchas broncas y constantes reproches. Pero valía la pena, a pesar de que incluso así Tully oía el estruendo de la música. Él, de todas formas, no podía quejarse, porque todavía le gustaba oír de vez en cuando rock a todo volumen, sólo que tocado por los Rolling Stone o los Doors.
Emma sacó los platos de papel y los vasos de plástico que -como habían acordado hacía mucho tiempo- utilizaban cuando traían la cena de fuera. ¿Qué sentido tenía que otro te hiciera la comida si luego había que lavar los platos? Mientras repartía las porciones de pizza y veía cómo servía Emma las Pepsis, se preguntó cuál sería el mejor momento para sacar a relucir el asunto de la chica asesinada.
– ¿En la cocina o en el cuarto de estar? -preguntó ella al tiempo que recogía su vaso y su plato.
– En el cuarto de estar, pero sin tele.
– Vale.
Tully la siguió al cuarto de estar y, al ver que se sentaba en el suelo, hizo lo mismo, a pesar de que todavía le dolía un poco el muslo. Ello le hizo recordar que la agente O'Dell nunca se quejaba de su cicatriz, recuerdo del legendario asesino en serie Albert Stucky del que su compañera jamás hablaba. Aunque Tully nunca la había visto, sabía por los rumores que corrían que la cicatriz le cruzaba el abdomen de lado a lado, como si Stucky hubiera intentado destriparla. Ahora, O'Dell y él tenían algo en común. Tully tenía su propia cicatriz, recordatorio indeleble del tiro que le pegó Albert Stucky la primavera anterior cuando O'Dell y él intentaban capturarlo.
La bala había causado algunos destrozos, pero Tully seguía empeñándose en salir a correr todos los días. Para él, aquello era casi un ritual, aunque últimamente tenía que admitir que, más que correr, caminaba deprisa. Aquel balazo había fastidiado muchas cosas, incluida su capacidad para sentarse con las piernas cruzadas sobre el suelo sin sentir pinchazos en los músculos. Pero había ciertas cosas por las que valía la pena pasar un poco de dolor, y comerse una pizza en el suelo con su hija era una de ellas.
– Ha llamado mamá -dijo Emma como si aquello ocurriera todos los días-. Dice que habló contigo de Acción de Gracias y que todo te pareció muy bien.
Tully apretó la mandíbula. Nada le parecía bien, pero eso Emma no tenía por qué saberlo. Vio que ella se apartaba un largo mechón de pelo rubio de la cara para que no se le pegara a los hilillos de queso que colgaban de la porción de pizza.
– ¿Te apetece pasar Acción de Gracias en Cleveland?
– Supongo que sí.
Aquella parecía la típica respuesta de Emma -un atisbo de indiferencia mezclado con un encogimiento de hombros que parecía decir «de todos modos, no lo entenderías»-. Tully deseó que alguien le hubiera advertido mucho tiempo atrás que hacía falta licenciarse en psicología para ejercer de padre de una adolescente. Tal vez por eso le gustaba su trabajo. Analizar la mente de un asesino en serie era pan comido comparado con analizar la de una adolescente.
– Si no quieres, no tienes por qué ir -Tully bebió un largo trago de Pepsi, intentando mimetizar el arte de la indiferencia que su hija parecía haber llevado a la perfección.
– Lo tiene todo preparado.
– No importa.
– Sólo espero que no lo invite a él.
Tully ignoraba quién era el nuevo él de su ex mujer. Quizá no quisiera saberlo. Había habido varios desde su divorcio.
– Emma, debes comprender que, si tu madre tiene una nueva pareja, seguramente querrá que cene con vosotros en Acción de Gracias.