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¡Vaya! No podía creer que estuviera defendiendo el derecho de Caroline a joderle la vida a otro. La sola idea lo ponía furioso. Y, lo que era peor aún, le hacía perder el apetito. Dos años antes, su mujer había decidido de buenas a primeras que ya no estaba enamorada de él, que la pasión había desaparecido de su matrimonio y que necesitaba pasar página. Nada mejor para destruir el amor propio de un hombre que el que su mujer le diga que necesita pasar página y alejarse de su desapasionada e indiferente persona.

– ¿Y tú?

Tully había olvidado por un instante de qué estaban hablando.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Qué vas a hacer en Acción de Gracias?

Tully se sorprendió mirándola fijamente; luego tomó otro pedazo de pizza y sintió que su indiferencia hacía aguas. No pudo evitar sonreír. A su hija le preocupaba que fuera a pasar solo Acción de Gracias. ¿Podía haber algo más agradable?

– Bueno, pienso pasármelo pipa sentado en el sofá, en calzoncillos, viendo el fútbol.

Emma frunció el ceño.

– Pero si odias el fútbol.

– Bueno, entonces puede que vaya al cine.

Ella se echó a reír y tuvo que apartar la Pepsi para no derramarla.

– ¿De qué te ríes?

– ¿Tú, ir al cine solo? Vamos, papá. Sé realista.

– La verdad es que seguramente tendré que trabajar. Estamos liados con un caso muy importante. De hecho, quería hablarte de él.

Se sacó la fotocopia del bolsillo de atrás, la desdobló y se la dio a Emma.

– ¿Conoces a esta chica? Se llama Virginia Brier.

Emma miró atentamente la foto y luego dejó la hoja a un lado y empezó a comerse otra porción de pizza.

– ¿Está metida en algún lío?

– No -Tully sintió una oleada de alivio. Parecía que Emma no había reconocido a la chica. Naturalmente, era un disparate. El sábado por la noche tenía que haber cientos de personas en los alrededores de los monumentos.

Pero, antes de que pudiera relajarse, Emma dijo:

– No le gusta que la llamen Virginia.

– ¿Qué?

– Le gusta que la llamen Ginny.

¡Dios santo! Las ganas de vomitar se apoderaron de nuevo de él.

– Entonces, ¿la conoces?

– Bueno, Alesha y yo la conocimos el sábado, cuando fuimos de excursión. Ella también estaba allí. Pero nos cabreamos con ella porque no paraba de ligar con un chico que a Alesha le gustaba mucho. Era muy guapo y parecía estar pasándoselo muy bien con nosotras hasta que ese tío, el reverendo, se puso baboso con Ginny.

– Espera un momento. ¿Quién era ese chico?

– Se llamaba Brandon. Estaba con Alice y Justin, y con el reverendo ése.

Tully se levantó y se acercó adonde había dejado su parka. Empezó a sacar todo lo que tenía en los bolsillos y por fin encontró el panfleto que había recogido del suelo en monumento a Roosevelt. Se lo dio a Emma.

– ¿Es éste el reverendo? -señaló la fotografía a color que había al dorso.

– Sí, es ése. El reverendo Everett -leyó del panfleto-. Pero todo el mundo lo llamaba Padre. Me pareció muy raro porque no era el padre de nadie.

– No es tan raro, Emma. Los católicos llaman padre a los sacerdotes. Es como un título. Como pastor, reverendo, o señor.

– Sí, pero ellos no lo usaban como si fuera un título. Hablaban como si de verdad fuera su padre, porque es su líder y sabe qué es lo mejor para ellos y todo ese rollo.

– Ese tal Brandon, ¿lo viste irse con Ginny?

– ¿Quieres decir como si quisieran estar solos?

– Sí.

– Papá, había mogollón de gente. Además, Alesha y yo nos fuimos antes de que se acabara el sermón. Era un coñazo, todos cantando y dando palmas…

– ¿Crees que podrías describir con detalle a ese tal Brandon?

Ella lo miró como si por fin se diera cuenta de que podía haber cierta relación entre sus preguntas sobre Ginny y su trabajo en el FBI.

– Sí, creo que sí -dijo, y su indiferencia se tornó preocupación-. Creía que habías dicho que Ginny no se había metido en ningún lío.

Tully titubeó. No sabía qué decirle. Emma ya no era una niña, y probablemente acabaría enterándose por la tele. Por más que quisiera protegerla, no podía ahorrarle la verdad. Y se enfadaría con él si le mentía.

Estiró el brazo, la tomó de la mano y dijo:

– Ginny está muerta. La asesinaron el sábado por la noche.

Capítulo 32

LUNES, 25 de noviembre

Academia del FBI

Quantico, Virginia

Maggie miró de soslayo a Tully mientras observaban a la agente Bobbi LaPlatz trazar una serie de líneas con el lápiz. Como por arte de magia, a la cara de su cuaderno de bocetos le salió una nariz fina y estrecha.

– ¿Se le parece? -le preguntó LaPlatz a Emma Tully, que, sentada a su lado, con las manos sobre el regazo, examinaba atentamente el dibujo.

– Creo que sí, pero los labios no son así -Emma miró a su padre, como si esperara que dijera algo. Tully se limitó a hacerle un gesto de asentimiento con la cabeza.

– ¿Demasiado finos? -preguntó LaPlatz.

– Puede que sea la boca, no los labios. Es como si nunca sonriera. Tenía… um… no sé, el ceño fruncido, pero no como si estuviera enfadado. Parecía más bien como si fuera demasiado duro para sonreír -se echó el pelo hacia atrás y miró de nuevo a su padre-. ¿Me entiendes? -preguntó, volviéndose hacia la agente LaPlatz, y miró de nuevo a su padre antes de volver a concentrarse en el papel.

– Creo que sí. Deja que lo intente.

La mano de LaPlatz se puso en marcha, describiendo movimientos breves y rápidos. Una línea aquí, otra allá, y su lápiz del número dos -una varita mágica con marcas de dientes en los lados- transformó por completo la cara una vez más.

Maggie notó que Tully tenía aquella arruga de preocupación en la frente. Se había dado cuenta ya antes de que él empezara a frotársela como si quisiera hacerla desaparecer. Esa mañana, al pasarse por su despacho, no parecía únicamente preocupado. Desorientado era la palabra más precisa con que había dado Maggie para describir su estado de ánimo.

Emma, su hija, nunca había estado en Quantico, y esa mañana, por desgracia, no había ido allí de excursión para ver dónde trabajaba papá. Emma parecía afrontar la situación con entereza, pero Tully no paraba de moverse. Daba golpecitos con la puntera del pie en el suelo y, cuando no se frotaba la arruga de la frente, se subía el puente de las gafas. Permanecía en silencio; no había dicho una palabra desde que la agente LaPlatz se había sentado. De vez en cuando, sus ojos vagaban de la cara que iba cobrando forma en el papel a la de Emma. Maggie vio que se sacaba un papelito del bolsillo de la pechera y que empezaba a doblarlo en forma de acordeón. Sus dedos se movían sin la ayuda de los ojos, como si tuvieran voluntad propia.

Maggie sabía por qué su compañero, siempre tan tranquilo, parecía haber ingerido una sobredosis de cafeína. Emma no sólo conocía a la chica asesinada, sino que había estado en la misma concentración religiosa a la que, supuestamente, había asistido Ginny: el mitin del sábado por la noche en el monumento. Por eso seguramente se había mostrado tan nervioso en el lugar de los hechos y durante la autopsia. ¿Se estaba preguntando si Emma había estado a punto de convertirse en la víctima de aquel asesino?

– ¿Qué tal? -preguntó LaPlatz.

– Bien. ¿Podría verlo en color? -Emma volvió a mirar a Tully como si esperara de él una respuesta.

– Claro -LaPlatz se levantó-. Voy a escanearlo. Me gusta usar primero el método tradicional, pero, si crees que ya casi está acabado, podemos dejar que el ordenador juegue un poco con él -se dirigió a la puerta con Emma a su lado, pero se dio la vuelta al ver que Tully se levantaba para seguirlas-. ¿Por qué no esperáis aquí? -dijo con naturalidad, pero miró de Tully a Maggie.