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Tully parecía empeñado en acompañarlas, y Maggie le puso suavemente una mano sobre el brazo. Él miró la mano como si fuera un sonámbulo que acabara de despertarse.

– Esperaremos aquí -dijo, y vio cómo se cerraba la puerta antes de volver a sentarse.

Maggie estaba de pie delante de él, apoyada en la mesa, observándolo. A él no parecía importarle. Quizá ni siquiera lo notaba. Tenía la mente en otra parte; tal vez en la habitación de al lado, con Emma, o quizá en la horrenda escena del crimen.

– Lo está haciendo muy bien.

– ¿Qué? -Tully la miró como si acabara de darse cuenta de que estaba allí.

– Puede que Emma nos proporcione la única pista que tenemos sobre el asesino.

– Sí, lo sé -se frotó la mandíbula y se subió las gafas por décima vez.

– ¿Estás bien?

– ¿Yo? -preguntó, sorprendido.

– Sé que estás preocupado por ella, Tully, pero da la impresión de que está bien.

Él vaciló, se quitó las gafas y se frotó los ojos.

– Estoy preocupado por ella -volvió a ponerse las gafas. Volvió a agarrar el panfleto y empezó a plegarlo en la otra dirección, arrugando de nuevo una fotografía que mostraba la cara de un hombre-. A veces creo que no tengo ni idea de cómo comportarme con ella.

– Emma es una chica lista y valiente. Ha venido a ayudarnos en la investigación de un asesinato y lo está haciendo muy bien. Está tranquila y atenta a todo. A juzgar sólo por eso, yo diría que has hecho un buen trabajo con ella.

Tully la miró a los ojos y logró esbozar una débil sonrisa.

– ¿Sí? Entonces ¿no se me nota que estoy cagado de miedo?

– Si lo estás, será nuestro secreto, ¿de acuerdo? ¿No me dijiste una vez que hay ciertas cosas, ciertos secretos, que sólo deben compartir los compañeros?

Una auténtica sonrisa apareció al fin.

– ¿Yo dije eso? No puedo creer que alguna vez te haya animado a tener secretos o a ocultar información.

– Puede que me esté convirtiendo en una mala influencia para ti -Maggie miró su reloj y se dispuso a marcharse-. Tengo que ir a rescatar a Gwen de los de seguridad. Nos vemos en la sala de reuniones.

– Oye, Maggie…

– ¿Sí?

– Gracias.

Ella se detuvo en la puerta y le lanzó una rápida mirada. Enseguida notó que sus ojos habían perdido aquel aturdimiento, semejante al de un ciervo deslumbrado por los faros de un coche, y se sintió aliviada.

– De nada, colega.

Capítulo 33

Gwen Patterson subió corriendo la escalinata del edificio Jefferson. Como de costumbre, llegaba tarde. Hacía más de un año que Kyle Cunningham, el jefe de la Unidad de Ciencias del Comportamiento, no le pedía asesoramiento en una investigación. Gwen sabía que esta vez la llamada había sido posiblemente ocurrencia de Maggie. Hacía tanto tiempo que no visitaba Quantico que temía que la registraran de arriba abajo en la garita de los guardias. Pero por lo visto Maggie se había ocupado de que su pase estuviera al día. Se detuvo ante el mostrador para firmar, pero antes de que empuñara el bolígrafo la joven sentada frente al ordenador la detuvo.

– ¿Doctora Patterson?

– Sí.

– Aquí tiene -la joven le entregó una tarjeta de visitante-.Tiene que firmar aquí, y poner la hora de entrada.

– Sí, claro -Gwen firmó la hoja mientras se fijaba en la tarjeta. No era una tarjeta de visitante corriente. Llevaba su nombre impreso, incluso con el título de doctora al final. Así que Maggie se estaba esforzando porque se sintiera como en casa. Gwen, sin embargo, no estaba convencida de que pudiera servirles de gran ayuda en aquella investigación.

El hecho de que Cunningham hubiera accedido a la petición de Maggie para que ella formara parte del caso significaba que estaba desesperado. Cunningham no solía recurrir a personas ajenas al FBI. Lo hacía al principio pero, ahora que el FBI estaba sometido a un constante escrutinio, se resistía a ello. Gwen conocía a Cunningham lo suficiente como para detectar un matiz de desesperación en su llamada del día anterior. Cunningham le había pedido que aportara su experiencia y los resultados de su nueva investigación. Ella había respondido que había excelentes agentes en la Unidad de Ciencias del Comportamiento -como, por ejemplo, Maggie-, que podían decirle tantas cosas como ella, si no más, sobre el funcionamiento de la mente de criminales adolescentes, y había añadido que no estaba segura de cuáles podían ser sus aportaciones a la investigación.

– Como persona ajena al caso, tal vez pueda señalar cosas que nosotros hemos pasado por alto -había replicado Cunningham-.Ya lo ha hecho otras veces. Espero que esta vez también pueda aportar su toque mágico.

Qué adulador. Gwen sonrió mientras se prendía la tarjeta. Cunningham podía ser un encanto cuando quería Entonces leyó las palabras impresas en la tarjeta, bajo su nombre, y frunció el ceño. Miembro del Grupo Especial de Operaciones.

Grupo Especial de Operaciones. Gwen odiaba aquella expresión, que cantaba a burocracia y le hacía pensar en una cinta roja. Los medios de comunicación, que habían deglutido ya todos los datos conocidos sobre aquel caso, acosaban sin descanso al pobre senador Brier desde su apartamento hasta el Capitolio. Esa mañana, cuando Gwen se pasó por su despacho para ver si tenía mensajes, su ayudante, Amelia, le informó de que habían llamado del Washington Times y del Washington Post para saber si iba a participar en la investigación ¿Cómo era posible que se enteraran tan pronto de esas cosas? Hacía menos de doce horas que Cunningham la había llamado.

Seguramente por eso -entre otros motivos- iban a reunirse en Quantico y no en el Distrito. El asesinato de la hija del senador -que, para colmo, había ocurrido en territorio de jurisdicción federal- exigía una investigación federal. A Gwen le extrañaba, sin embargo, que Cunningham hubiera recibido el encargo de dirigir el grupo especial de operaciones. De pronto deseaba haber hablado con Maggie la noche anterior. Tal vez su amiga hubiera podido contestar a las preguntas que Cunningham dejaría sin respuesta.

– Gwen, estás aquí.

Se apoyó en el mostrador y vio que Maggie se acercaba por el pasillo. Su amiga tenía buen aspecto; iba vestida con unos pantalones de color burdeos, una chaqueta a juego y un jersey blanco de cuello alto. Gwen reparó de repente en que había recuperado por fin los kilos que había perdido el invierno anterior. Parecía de nuevo la joven esbelta, pero atlética y saludable, que había sido siempre, y no la niña perdida y demacrada en que la había convertido Albert Stucky.

– Hola, pequeña -dijo Gwen, y logró enlazarla con un brazo mientras sujetaba con el otro el maletín y el paraguas.

Sabía que Maggie sólo toleraba aquel gesto a regañadientes, pero esa mañana notó que le devolvía el abrazo. Cuando Maggie se apartó, mantuvo una mano sobre su hombro para que no se le escapara. Acercó la mano a su cara y le alzó suavemente la barbilla para mirarla. Maggie aguantó y hasta logró esbozar una sonrisa mientras su amiga examinaba sus ojos enrojecidos y sus ojeras hinchadas, que el maquillaje sólo lograba ocultar a quienes no conocían a aquella mujer solitaria y profundamente reservada.

– ¿Estás bien? Parece que no has dormido mucho.

Maggie se apartó despreocupadamente de su mano.

– Estoy bien.

Sus ojos se desviaron. Se movían hacia cualquier lado, con tal de evitar su escrutinio.

– Anoche no me devolviste la llamada -dijo Gwen sin darle importancia, procurando que su voz no sonara preocupada.

– Volví tarde de correr con Harvey.

– ¡Cielo santo, Maggie! Ojalá no salieras a correr tan tarde.

– No voy sola -Maggie echó a andar por el pasillo-. Vamos, Cunningham está esperando.