Pasó las páginas y de un solo vistazo seleccionó los términos ambiguos, los datos confirmados que indicaban la hora aproximada y la causa de la muerte y que ofrecían información sin proveer detalles. Era posible que el senador Brier hubiera obtenido un permiso especial del director Mueller en persona, pero Gwen sabía que se le ahorrarían los hechos escabrosos. Sí, Cunningham haría lo posible por diluir los pormenores macabros. Y Gwen no podía reprochárselo. Ningún padre, aunque fuera senador, debía conocer los últimos momentos, brutales y aterradores, de la vida de su hija asesinada.
– Hay una cosa que necesito preguntarles desde ya -el senador dejó de revolver los papeles, pero no levantó la mirada-. ¿Fue violada?
Gwen notó al instante que los hombres que la rodeaban miraban para otro lado. Aquello era algo que la fascinaba en los hombres allegados a una víctima de asesinato, ya fueran padres, maridos o hijos. La víctima podía haber sido apaleada y apuñalada hasta quedar irreconocible, torturada, mutilada y brutalmente asesinada, pero ninguna de esas cosas les parecía tan espantosa como la sola idea de que hubiera sido forzada sexualmente, de que su cuerpo hubiera sido violentado de un modo que les resultaba incomprensible.
Al ver que nadie respondía, Maggie dijo:
– Las pruebas no son concluyentes.
El senador Brier la miró y sacudió la cabeza.
– No es necesario que me lo oculten. Necesito saberlo.
Y un cuerno. Gwen se detuvo al ver que Maggie la miraba. Maggie miró a Cunningham como si le pidiera permiso para hablar. Él, que permanecía sentado, con los ojos fijos al frente y las manos cruzadas sobre la mesa, no dio señal alguna de que deseara que se detuviera. Maggie prosiguió.
– Encontramos semen en la vagina, pero no había desgarramientos ni lesiones. ¿Es posible que Ginny estuviera con alguien esa tarde?
Gwen vio que Cunningham le lanzaba a Maggie una mirada de advertencia. Estaba claro que no esperaba que le hiciera esa pregunta al senador. Pero Maggie ya no le prestaba atención. Estaba concentrada en Brier, cuya respuesta esperaba. A Gwen le dieron ganas de sonreír. Bien hecho, Maggie. El senador estaba azorado. Parecía sentirse más cómodo hablando de la posible violación de su hija que de su vida sexual normal.
– No lo sé. Puede que alguna de sus amigas lo sepa.
– Nos sería de gran ayuda averiguarlo -continuó Maggie, a pesar de que Cunningham se removía, inquieto, al fondo de la mesa.
– No creerán que pudo hacerlo algún chico con el que estuviera saliendo, ¿verdad? -el senador Brier se inclinó hacia delante y cerró el puño, estrujando un trozo de papel-. Eso es absurdo.
– No, no es eso lo que creemos. En absoluto, señor -dijo Cunningham al instante-. La agente O'Dell no se refería a eso -miró a Maggie, y Gwen reconoció aquel ceño que apenas transformaba su siempre austero semblante-. ¿Verdad, agente O'Dell?
– No, claro que no -Maggie parecía tranquila y dueña de sí misma, y Gwen se sintió aliviada-. Lo que quería decir es que necesitamos saber si Virginia tuvo relaciones sexuales consentidas esa noche. Si no, el semen podría ser una prueba importante para identificar a su asesino.
El senador asintió por fin y se echó hacia atrás unos centímetros. Gwen supuso que aquel era también su estilo en el Senado, siempre alerta, jamás relajado.
Cunningham se subió las gafas y apoyó los codos sobre la mesa.
– En esa misma línea, senador Brier -dijo-, debo preguntarle si sabe usted de alguien que pudiera querer hacerle daño a usted o a su hija.
El senador dio un respingo. Parecía estupefacto. Se frotó la frente como si intentara disipar un dolor de cabeza.
– Entonces -dijo por fin con voz temblorosa-, ¿insinúan que no ha sido un asesinato al azar? ¿Que pudo ser alguien a quien Ginny conocía?
El incómodo rebullir de los cuerpos hizo crujir las sillas. Los papeles susurraron, estrujados por dedos nerviosos. Gwen, que no sabía apenas nada del caso, se dio cuenta de que, fuera o no el asesino un novio enloquecido, ninguna de las personas que rodeaban la mesa creía que Virginia Brier hubiera estado simplemente a destiempo en el lugar equivocado. Nadie, naturalmente, salvo el senador Brier, quien, o bien creía que el de su hija había sido un asesinato al azar, o bien ansiaba convencerse de que así era. Gwen vio que se retorcía las manos mientras esperaba que Cunningham le dijera lo obvio.
– No tenemos ninguna certeza, senador. Debemos tener en cuenta todas las posibilidades. Necesitaremos una lista de todos los amigos de su hija, de cualquiera con quien se la viera hablando el sábado o incluso el viernes.
Se oyó un suave golpe en la puerta y un instante después entró un joven negro, alto y guapo, que se disculpó y se acercó al senador sin esperar invitación. Se inclinó y le susurró algo al oído a su jefe, gesto que parecía familiar a ambos, a pesar de que los demás esperaban en silencio alrededor de la mesa.
El senador asintió con la cabeza y dijo sin levantar la mirada hacia su ayudante:
– Gracias, Stephen -luego se levantó, apoyándose en el brazo que le tendía el joven, y miró a Cunningham-. Lo siento, Kyle. Debo regresar al Capitolio. Esperó que me mantenga informado.
– Naturalmente, senador. Le informaré de todos los detalles que deba saber en cuanto lleguen a nuestro conocimiento.
El senador Brier pareció satisfecho. Gwen sonrió, pensando en las palabras que había elegido Cunningham. Los detalles que deba saber. Cunningham debería haber sido político. Se le daba bien aquello: decirle a la gente lo que quería oír sin decir absolutamente nada.
Capítulo 34
Richmond, Virginia
Kathleen O'Dell apartó los papeles y tomó su taza de café. Bebió un sorbo, cerró los ojos y bebió otra vez. El café estaba mucho más rico que aquel asqueroso té, aunque el reverendo Everett la regañaría si supiera que tomaba tanta cafeína, y eso que no era aún mediodía. ¿Cómo podía esperar nadie que dejara el alcohol al mismo tiempo que la cafeína?
Pasó de nuevo las hojas. Stephen había sido muy amable por conseguirle todos los impresos que necesitaba. Si no se tardara tanto en rellenarlos… ¿Quién iba a sospechar que costaría tanto trabajo transferir los pocos bienes que tenía, un puñado de acciones, unos ahorrillos, la pensión de Thomas…? Hasta se había olvidado de la pensión, una pequeña cantidad mensual, pero suficiente para que el reverendo Everett pareciera complacido cuando ella se la recordó. Eso había sido cuando el reverendo le dijo otra vez que ella formaba parte integrante de su misión; que Dios la había enviado a él como favor especial. Ella nunca había formado parte integrante de nada, ni de nadie, y menos aún de un hombre tan importante como el reverendo Everett.
Tras pasar la mañana repasando sus bienes, se había dado cuenta de que no tenía gran cosa. Claro, que tampoco había esperado nunca mucho. Sólo lo necesario para ir tirando. Con eso se conformaba.
Después de la muerte de Thomas, había vendido su casa y todas sus pertenencias para llevarse de allí a Maggie lo antes posible, y cuanto más lejos, mejor. Creía que con el seguro de vida de su marido les iría bien, y habían vivido a gusto en el pequeño apartamento de Richmond. Nunca habían nadado en la abundancia, cierto, pero Maggie no se moría de hambre, ni se vestía con harapos.
Kathleen paseó la mirada por su apartamento: una sola habitación soleada que había decorado ella misma recientemente con colores alegres y chillones que, por suerte, ya no veía con los ojos emborronados por la resaca. No probaba ni una gota desde hacía diez meses, dos semanas y… Miró el calendario de la mesa. Cuatro días. Pero todavía se le hacía cuesta arriba. Asió de nuevo la taza de café y tomó un trago.